VIRGINIA MENDOZA / PERIODISTA
“Resisten para morir donde nacieron”
La periodista publicó recientemente ‘Quién te cerrará los ojos’, compendio de estampas humanas sobre ‘el arraigo y la soledad en la España rural’
Miguel Ángel Ortega Lucas 1/04/2018
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Si la casa es el lugar al que volver, ‘tener pueblo’ es una versión sentimental de ‘tener casa’. Necesitamos la casa del pueblo, la de la abuela y, si no tenemos pueblo, posiblemente echaremos de menos un lugar en el que nunca estuvimos. Los galeses tienen una palabra para nombrar este sentimiento: ‘hiraeth’. Esa morada se ubica a sólo una cuadra de la sensación de pertenencia y no tiene número. Es una casa que se llama arraigo.
Siempre se anhela un lugar al que volver: “Sentir que hay un sitio. También puede ser una persona, un recuerdo... Puede ser cualquier cosa. Algo que nos reconforta, sobre todo cuando estamos perdidos”. Y quién no lo está alguna vez, aun viviendo en su propia tierra, aun sintiéndose en su hogar –sea éste pueblo, ciudad o monte–; todos somos nómadas, al cabo, en nuestra propia cartografía íntima.
Virginia Mendoza, periodista y antropóloga, nació en Terrinches, Ciudad Real: “setecientos y pico habitantes censados”. Un sitio –del que se fue a los 13 años para vivir en Alicante– que le evoca “arraigo, fuerza y risa”. “Me gusta creer que un lugar que se llama Terrinches, cuyos oriundos se hacen llamar terrinchosos y de quienes los poetas saben que son duros como garbanzos, no se vaciará”, dice en el preámbulo de Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural [Libros de KO]. Su segundo libro tras Heridas del viento, otra colección de crónicas, esta vez sobre Armenia –un territorio al que también se sintió misteriosamente vinculada, antes de conocerlo, a través de su abuelo; pero ésa es otra historia.
Las (maravillosas, impecablemente escritas) historias de arraigo y soledad que Mendoza ha reunido en su nuevo volumen, aparecido hace poco, “retrata a los que se quedaron en el pueblo cuando todos sus vecinos emigraron a las ciudades, pero también a los que abandonaron la ciudad y se fueron a vivir al campo”, según se explica en la contraportada. El verbo es exacto: retrata. Porque estas crónicas son sobre todo un retrato múltiple; un libro de familia estrafalario y conmovedor; una aproximación sutil, certera y con frecuencia emocionante a un puñado de tipos humanos que, aunque no hayamos conocido literalmente, sí hemos conocido alguna vez usted y yo, en otra época o en algún pueblo de la memoria al que volver.
“Me bullía algo que realmente no identificaba en ese momento pero que estaba ahí: mi infancia”, responde la autora cuando le preguntamos por la chispa que prendió la idea de este libro, el impulso primero para coger el coche en busca de los lugares más improbables del país. “A la vuelta de Armenia regeneré el vínculo con el pueblo del que procedo”. Y quiso “hacer algo rural, pero de aquí”. A Mendoza le llamaron la atención varios blogs en que salían fotografiados pueblos vacíos; invariablemente se preguntaba “¿y si había alguien allí viviendo? Yo fantaseaba con que en esos pueblos supuestamente vacíos hubiera alguien”. Y comenzó su búsqueda, confiando en que “si iba a pueblos muy pequeños”, éstos le llevasen “a pueblos más pequeños aún donde hubiera una persona o dos...”.
A Mendoza le llamaron la atención varios blogs en que salían fotografiados pueblos vacíos; invariablemente se preguntaba “¿y si había alguien allí viviendo?"
Los había. Los hay. Se llaman, por ejemplo, Ángel Luis y Generosa; madre anciana ella, él, pastor; habitantes de Espierba, en el valle oscense de Pineta, donde apenas hay “dos casas que permanezcan abiertas más allá del verano” en la parte “baja” de lugar; en la “alta”, sólo ellos viven todo el año. En su necesidad de permanecer, Mendoza encuentra “resignación”, pero también “mucho de protesta” (“quedarse mientras la sociedad sigue promoviendo su alegato a favor del movimiento incesante, de la prisa”). Se llama, por ejemplo (aunque el nombre es supuesto) Victoria: 87 años, última vecina de cierta aldea de las Tierras Altas de Soria, “heroína menuda, encorvada”, contra quienes van cada dos por tres a darle la vara por oscuras cuestiones inmobiliarias; “muñeca de trapo anacrónica que camina más de tres horas para hacer la compra en el pueblo más cercano”: “...A mis hijos los sacaron del pueblo, que no es porque no haya trabajo, que había campo. Con to lo que se ha trabajao... ¿Y cómo están vuestros padres? Pasen aquí al portal, que hay sombra...”
(“Colgado de un barranco”, cantaba Joan Manuel Serrat, “duerme mi pueblo blanco”...)
La periodista se acercó “con mucho cuidado” al abordar a sus entrevistados, por tratarse de “gente que quizás llevaban treinta o cuarenta años viviendo sola. Lo fácil para ellos sería tener mucho recelo. Entonces me sorprendió que, aunque hubiera algún caso así, la mayoría eran personas deseando que llegara alguien para darle palique. En seguida: ‘Quédate a comer, a dormir...’. Me sorprendió muchísimo, y me da esperanza en la gente”; que no hubieran perdido la confianza en el resto del mundo. Sobre todo porque en algunos casos quienes se habían acercado hasta esas soledades no había sido para decir buenas tardes, sino “para putearles. Para soltarles la yegua, romperles cosas... Algunos lo han pasado muy mal... Y me conmueve mucho verlo. Me devuelve muchísima esperanza en la gente en general, que te reciban como si les conocieras de toda la vida”.
Porque, aunque forme parte del cuadro general, Virginia no pretendía con Quién te cerrará los ojos un libro “sobre la despoblación” del entorno rural español, tema que han abordado casi al unísono últimamente diversos títulos (como La España vacía, de nuestro compañero en CTXT Sergio del Molino), en una suerte de concordancia intuitiva entre distintos autores que Mendoza “celebra” por lo necesario, lo oportuno del tema. Quién te cerrará los ojos es para ella un conjunto de “historias de personas que se han quedado solas”; lo cual incluye también a “gente que se ha ido a vivir sola a sitios donde no había nadie”, siendo así “no los últimos, sino los primeros”. Es el caso, en el libro, de Antonio Carrizosa: simpático caballero de “polo verde lima Pierre Cardin” y zapatillas Nike que hizo “el proceso inverso”, o sea, “de hippie a yuppie y no a la inversa”; que dejó su lucrativo curro de toda la vida para irse a vivir solo a Los Rubios, al sur de Badajoz, y reconstruir el pueblo con sus propias manos. (Macondo: dentro de la casa de Antonio “han nacido cientos de golondrinas”).
Carrizosa buscó el arraigo en la soledad, huyendo del desarraigo de una vida abarrotada, y a la postre insulsa: “Quería hablar de arraigo y desarraigo”, cuenta Mendoza, “de soledades, de personas que viven solas. Saber cómo es vivir sin vecinos prácticamente”. Y que el lector “escuche a esta gente en concreto”.
Quería hablar de arraigo y desarraigo, de soledades, de personas que viven solas
En el libro se escuchan las voces de sus protagonistas en primerísimo plano; entrelazadas varias veces, como humos de chimeneas de hogares vecinos, con las voces de otros parientes de ficción (Delibes, Juan Rulfo...). Así la de Andrés, protagonista de La lluvia amarilla. La célebre novela de Julio Llamazares cuyas pistas fueron saliendo al paso a Virginia “por todas partes”. Hasta encontrarse con Pepe: también pastor, y último vecino de un pueblo de Huesca llamado Ballabriga, cuyo monólogo Mendoza convierte en diálogo alucinado con el ficticio Andrés de La lluvia amarilla, como “homenaje” a la ficción encarnada en vida. Ambos “habrían hablado de la soledad, del miedo, de un oso y un jabalí (...) de la inutilidad de tener nombre cuando no hay otro del que diferenciarse”.
Pero hay una voz anterior, mayor, más decisiva para este libro –y para la vida de Virginia Mendoza– que cualquier otra: la de su abuelo materno, Norberto Benavente. Sobre él comienza hablando en su libro, y su sombra planea sobre toda esta conversación, por demasiadas cosas: “Uno de los recuerdos que más me han marcado es la imagen de mi abuelo cavando su propia tumba. Yo estaba siempre con él en el campo”. (“Mi abuelo barruntó”, escribe, “que la vejez lo iba a echar del pueblo, que lo iban a arrancar del lugar en el que nació y que la muerte lo iba a alcanzar lejos de casa. Al cavar su tumba afianzó su gran deseo: morir donde nació. Volver”).
“Al irme a buscar estos pueblos”, nos dice, se dio cuenta de que muchas de las personas que encontraba “estaban resistiendo para asegurarse de que morían donde nacieron; por lo mismo que mi abuelo cavó su tumba. Para la generación de nuestros abuelos, sobre todo los que han vivido en el campo, es importantísimo morir donde nacieron”.
–¿Puede que este libro naciera por tratar de recuperar aquello, las historias que no pudiste llegar a escuchar?
–Es exactamente eso. Una sensación que tengo desde hace mucho tiempo, y que he visto que es muy compartida [con los nietos de otros abuelos extintos]. Has vivido muchas cosas con ellos en la infancia que te han marcado, y de pronto ya no están, y ya no les puedes preguntar por qué aquello era así. Recuerdas a tu abuelo cavando su tumba y dices: ‘¿por qué lo hacía con esa normalidad? ¿Qué había en su cabeza para pensar eso?’ ...¡Y me lo imaginaba perfectamente hablando con Sinforosa, por ejemplo! [otra de las ancianas de su libro]... Muchos nos hemos quedado con la sensación de que con nuestros abuelos se ha perdido algo que conocimos en un algún momento pero que, como éramos niños, lo dejamos ir... Yo he llegado a la conclusión de que hago periodismo, o esta mezcla rara de periodismo con antropología, para intentar conocer a mis abuelos; también a mi abuelo materno, al que no llegué a conocer, pero del que me han llegado chascarrillos, anécdotas surrealistas, los chistes que contaba en los velatorios...
Hay una frase en este libro que también retrata, dolorosamente, muchas cosas: “Ser nieto es aprender a preguntar tarde”.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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