Impre(ci)siones
De cómo la gente se descojona del mendigo Michael Jackson
Esteban Ordóñez 10/04/2018
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Michael Jackson, en 1992.
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El episodio se vivió en una taberna de la capital, cerca de Puerta del Sol. El sitio presenta maneras de antro cazaguiris con sus pertinentes evocaciones folclóricas y con el rojo de su rótulo rojigualdo especialmente rojo. Yo arrastraba la experiencia de los chiringuitos de la playa –donde al elegir paella, te sirven sopa de azafrán con acné- y me esperaba lo peor. Y no, resulta que te timan, pero al revés. Pides callos y te colocan bajo las napias una cazuelita a la que aún le explota alguna pompita de vapor naranja, y que sabe como a verso de Fray Luis de León. Fue allí, en ese templo de la ternilla, donde descubrí al mendigo Michael Jackson. Ocurrió un día distinto: yo había pedido un bocadillo de jamón, y era por la noche. O sea, que lo de los callos no tiene nada que ver, pero había que contarlo.
Los clientes comían en varios idiomas, aunque predominaba el español. Había una mesa de treintañeros a los que, en la forma de reírse, se les notaba que tenían nómina (los autónomos, más que reírnos, hipamos). Como en todo viernes, creíamos saberlo ya todo en la vida. Nos faltaban, no obstante, varias cosas. Por ejemplo: que igual que un dibujo de una rosa no es la rosa, un título de un máster no es el máster. Quedaban todavía varias semanas para eso… Sin embargo, cuando entró un señor canoso con un chándal azul de los 80, y subieron la música y sonó Billie Jean (¿o era Bad?) y aquél pegó dos saltitos y un caderazo, todos (o casi) vieron claro que tenían derecho a descojonarse a su costa.
Fue un rato agradable para los comensales, estratégico para los camareros y poco rentable para el mendigo. Los masticantes soltaron los cubiertos y agarraron los vasos. El señor de azul intentaba que no se le resbalara el pantalón, que le venía ancho, y propinaba pataditas al aire y daba vueltecitas arrítmicas, y esforzaba la cara y obsesionaba los ojos. La gente se reía, y los camareros jaleaban y daban palmas. Los amigos de las mesas se miraban, se señalaban unos a otros con sus risas como diciéndose me hace gracia la forma en que te hace gracia: este gesto, por lo demás muy común, se hacía con las cejas felices y con pequeños reojos hacia el bailongo; reojos de estupor, de menos mal que no soy yo. Los camareros, mirando cliente por cliente, repetían el gesto añadiéndole un matiz de orgullo, un ¿habéis visto lo que os traigo?que les ponía cara del Javier Cárdenas de Crónicas Marcianas.
Hay que precisar algo sobre los Michael Jacksones de Madrí: hay muchos. Son un gran atractivo turístico. Allá donde suena Thriller, de pronto, la gente se aglomera. Atrae, sobre todo, a los turistas españoles que acuden a la música, emocionados, como si al estar en la capital, esos Jackson fueran un poquito más el Jackson de verdad. Por supuesto, el mismo tío, en Calasparra, no merecería el mismo crédito... Se mide el nivel de pérdida de identidad cultural de una ciudad por el número de Michael Jacksones que circulan por sus calles.
Dicho esto, al señor del chándal nadie lo incluyó en esta categoría. La gente había empezado riéndose con timidez, pero, poco a poco, se vio que había licencia para el despatarre. Luego, cuando paró la música y el hombre recorrió las mesas, apenas recogió un duro. Y se cabreó, y los clientes fruncieron el ceño al oírle quejarse; a fin de cuentas, nadie lo había identificado como un imitador, sino como un loco, ¿qué quería?, un loco tiene ya bastante premio con que se le permita ejercer su locura al aire libre, y encima se le había reído la gracia.
El hombre azul antes de abandonar el local suspiró, se puso serio, incluso se irguió un poco como si se le hubiera cruzado por la mente decir con serenidad unas cuantas palabras. Pero los clientes habían cogido de nuevo los cubiertos. Ahora, además, acolchados por el buen humor, confraternizaban unos grupos con otros.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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