Tribuna
La anestesia democrática del nacionalismo español
El nacionalismo español se reactiva por las demandas internas. Ahora ha despertado con fuerza, sacando su figura más siniestra
Ignacio Sánchez-Cuenca 18/04/2018
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En las naciones con Estado, como la española, la defensa de la nación resulta ociosa. La nación cuenta con el reconocimiento del resto de países y tiene un Estado que defiende el territorio nacional, proporciona bienes públicos (infraestructuras, educación, etc.) y establece mecanismos de solidaridad entre los ciudadanos (Estado de bienestar): todo ello garantiza la efectividad de la nación como principio de actividad política. De ahí que en las naciones con Estado el nacionalismo suela encontrarse en forma latente, adoptando maneras suaves y poco agresivas. En las ciencias sociales, suele hablarse de “nacionalismo banal” para referirse a este nacionalismo cotidiano que se vuelve invisible ante la propia ciudadanía.
Hay ocasiones, sin embargo, en las que el nacionalismo se activa políticamente, sacando a la superficie la condición excluyente que en todo nacionalismo anida. Una agresión externa o un ataque terrorista pueden poner de nuevo a la nación en el centro de la vida política. Así ocurrió, por ejemplo, en Estados Unidos tras el atentado del 11 de septiembre de 2011, o en Gran Bretaña tras la invasión argentina de las islas Malvinas.
En España, el mayor activador del nacionalismo español son las demandas nacionales internas, las que proceden de los territorios vasco y catalán. Desde hace ya casi dos siglos, España no se ha involucrado en guerras internacionales y no ha tenido enemigos externos. Su amenaza existencial es interna: el verdadero enemigo está dentro y puede caracterizarse como la “anti-España” (rojo-separatista durante el franquismo, separatista durante la democracia).
El nacionalismo español carece de un mito originario que genere un consenso generalizado en la sociedad. La Segunda República, por ejemplo, sigue siendo un recuerdo divisivo. Por su parte, la Guerra de Independencia es probablemente un suceso demasiado remoto. El único episodio que puede funcionar como origen legitimador de la nación española contemporánea es la Transición, aunque su prestigio se haya visto seriamente cuestionado durante la reciente crisis económica: la crítica al “régimen del 78” ha convertido la Transición en objeto de controversia.
El nacionalismo español se caracteriza por adoptar valores tolerantes, democráticos y constitucionales
En general, como ha mostrado Jordi Muñoz, el nacionalismo español se caracteriza por adoptar valores tolerantes, democráticos y constitucionales. Muestra de ello es que el nacionalismo español no se ha enarbolado para agitar el rechazo al inmigrante, a pesar de que España es uno de los países europeos en los que la inmigración ha crecido a mayor velocidad; tampoco se ha utilizado para rechazar la delegación de soberanía política a instancias europeas; y es claramente compatible con la profunda descentralización política y administrativa que ha traído consigo el desarrollo del Estado autonómico.
El nacionalismo español saca su peor rostro cuando se enfrenta a la demanda de reconocimiento nacional por parte de País Vasco y Cataluña. Es ahí donde se bloquean sus valores cívicos y democráticos, negando de raíz que España pueda cobijar más de una nación. Son muchos los españoles que no están dispuestos a considerar seriamente la plurinacionalidad de España. Pueden aceptar, como máximo, que las dos regiones sean descritas como “naciones culturales”, pero sin que de ahí puedan extraerse implicaciones políticas.
El rechazo a la plurinacionalidad es ideológico. Son muchas las voces en España que se declaran en contra de cualquier forma de reconocimiento de las naciones vasca y catalana, sin que parezca importarles mucho lo que piensen y demanden los propios ciudadanos de aquellos territorios. Esta postura se refugia en una lectura literalista de la constitución de 1978, haciéndose pasar por una defensa de la legalidad constitucional y ocultando por tanto que se trata de un nacionalismo enfrentado a otro.
Con motivo de la crisis constitucional catalana, el nacionalismo español se ha reactivado con fuerza y ha sacado su figura más siniestra, la del desprecio al principio democrático. Esta reactivación parece estar anestesiando la sensibilidad democrática de buena parte de la sociedad civil. Las encarcelaciones arbitrarias de los líderes independentistas, la interferencia de los jueces en el proceso político catalán y el inmovilismo del Gobierno de Mariano Rajoy no están provocando la reacción social de repulsa que cabría esperar en una sociedad en la que estuvieran sólidamente asentados los principios democráticos.
Hay una idea muy extendida entre amplias capas de la población según la cual los nacionalistas catalanes merecen un escarmiento por haber roto la ley, algo así como “quien la hace la paga”, “no sale gratis incumplir el orden constitucional”, “España tiene derecho a defenderse de quienes pretenden trocearla”, “se puede reclamar todo, pero no se puede incumplir la legalidad”, “no hay delito más grave que atentar contra el orden constitucional”, etcétera.
Algo de razón hay en esa postura, pues resulta evidente que las autoridades catalanas desobedecieron su mandato constitucional. Si no les exigiera responsabilidades por ello, entraríamos en el terreno de la impunidad. Ahora bien, una cosa es exigir responsabilidades y otra bien distinta suponer que hay barra libre en el Estado de derecho, es decir, que los jueces pueden hacer lo que les venga en gana con los acusados porque se saben protegidos por una opinión pública sedienta de castigo.
Los jueces del Supremo, siguiendo el camino marcado inicialmente por la Fiscalía, han ido demasiado lejos inventando un delito de rebelión para tapar una crisis constitucional. Ha habido desobediencia, claro que sí, pero no ha habido ni alzamiento ni violencia y, por tanto, no cabe hablar de rebelión. Un exceso judicial tan flagrante solo es posible ante el clima nacionalista creado en España a propósito del independentismo catalán.
Necesitamos establecer un compromiso entre el principio constitucional y el principio democrático
Como he defendido en un libro reciente (La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana, Catarata), una democracia debe ser capaz de procesar demandas difíciles e incómodas como la de secesión de un territorio. Ante una demanda de esta naturaleza, es preciso encontrar un cauce institucional y democrático o, con otras palabras, necesitamos establecer un compromiso entre el principio constitucional y el principio democrático (tal como hizo, por ejemplo, el Tribunal Supremo de Canadá ante la demanda de independencia de Quebec).
Que en España no haya sucedido así tiene mucho que ver con el conservadurismo de nuestras élites judiciales, políticas y mediáticas, pero también con el espíritu intransigente que se ha instalado en grandes sectores de la opinión pública y que procede en última instancia de un nacionalismo español acomplejado que entiende el reconocimiento de otras naciones como una debilidad o un cuestionamiento.
En el discurso dominante en nuestro país, el nacionalismo sin Estado suele presentarse como una ideología incompatible con el orden democrático y los valores liberales. Un nutrido grupo de intelectuales, procedentes en su juventud del izquierdismo radical y situados hoy en posiciones conservadoras cuando no reaccionarias, llevan emponzoñando la cuestión nacional desde hace ya bastantes años. Sus ideas han ido calando en la esfera pública, endureciendo las actitudes de la sociedad y cerrando toda posibilidad de aproximación democrática al problema de la plurinacionalidad y la secesión. Los resultados están a la vista y no son para llenarse de orgullo y satisfacción, como diría aquél.
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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