Los nacionalismos no son una unidad de destino en lo universal ni siquiera para ellos mismos. Es decir, son un fenómeno histórico que ni siquiera es constante ni poseedor de una lógica interna. No son necesariamente una evolución lógica de si mismos. Son contradictorios. La última casilla de un nacionalismo no es así nunca la secuencia lógica, necesariamente, del resto de sus casillas anteriores. Lo que invita a desconfiar de la última casilla de cada nacionalismo.

Eso es, precisamente, lo que hace Joan Lluis Marfany –historiador de la cultura residente en UK, donde, en la Universidad de Liverpool, desarrolló el grueso de su carrera; forma parte de esos intelectuales expatriados que ha vertebrado una obra extraña, que ni está, ni se la espera, ni al parecer se la necesita, snif, en el país en el que nacieron– en su Nacionalisme espanyol i catalanitat: Cap a una revisió de la Reinaxença (Edicions 62, BCN, 2017), un tocho voluminoso, si bien sexy, que viene a tocar la cresta a las últimas casillas de los nacionalismos español y catalán, investigando sus primeras y genéricas casillas. El resultado es una juerga, y el apuntamiento de nuevos puntos de vista, en ocasiones turbadores, sobre la génesis de dos de los nacionalismos más mixed-emotions de la Península.

Básicamente, el libro no modifica el hecho de que el nacionalismo español nació o se empezó a formular con criterios modernos en la Guerra de la Independencia. La aportación del volumen consiste en no solo relacionar a Catalunya con ese fenómeno –del que a veces se separa; el hecho de que Catalunya haya vivido otra otro itinerario de esa guerra, con una transición, antes de su incorporación al Imperio Francés, en la que fue una suerte de Estado nominal, siempre ha venido a despistar un poco–, sino en darle entidad de líder. Catalunya es así, defiende Marfany, el laboratorio en el que se verbalizó el primer nacionalismo español. El nacionalismo español es, para Marfany, una génesis, en su grueso, catalana. Participa de esa formulación del nacionalismo español una burguesía catalana, que incluso cambia de lengua y se castellaniza, y un intelectual cuyo grueso de obra es, esencialmente, en castellano. La razón: se trata de una clase, relacionada con la industrialización, que quiere un Estado moderno, y participar en la construcción de un mercado interior. Curiosamente, señala Marfany, esa misma clase y ese mismo intelectual son los que elaboran la primera casilla del nacionalismo catalán, la Renaixença.

La Reinaxença, hasta este libro, se ha entendido como, lo dicho, una primera casilla del nacionalismo catalán, un momento de recuperación de la lengua y de la historia catalanas, un puntal inicial sobre el que después, siempre se ha apuntado, emergerá un regionalismo, que después, lentamente, pero con voluntad y fiabilidad, se convertiría en un nacionalismo catalán como la copa de un pino. Pues bien, Marfany desarticula un tanto esta visión progresiva de la formación del nacionalismo catalán. La Renaixença, viene a demostrar, no es un momento inicial. Es un intento de establecer un momento final, de manera que la historia de Catalunya quedara depurada, integrada en la española, y su lengua sepultada con honores. La idea, en fin, de aquellos prohombres que dibujaron una idea de nación española, era dibujar una idea de patria chica, con un pasado y una lengua vetusta que venía a convenger, de manera natural, con España, sin especiales erosiones ni asperezas. El autor sitúa ese primer nacionalismo catalán –es decir, ese aplazamiento del nacionalismo catalán–, como un intento similar a los realizados, en el mismo entonces, en Gales, Irlanda u Occitania, consistente en depurar un origen noble y lejano para integrarlo después con mayor fuerza, elegancia y energía en otro proyecto nacional, británico o francés, en aquellos casos.

¿Qué falló para que ese primer proto-nacionalismo catalán no se integrara en aquel primer nacionalismo español, ideado por los mismos inventores? Falló la imposibilidad de modernización del Estado. Falló que los propietarios del trade-mark españa no necesitaban tanto un mercado, sino unos negocios centralizados en Madrid, una dinámica no industrial, sustentada en el latifundismo, y un nacionalismo menos leído. El libro no detalla la siguiente casilla, pero da pie a pensar que, tras la primera revolución democrática en España, la primera y breve monarquía Savoia, y la I República –el último periodo con participación catalana en la modulación del Estado, por cierto, lo que se dice rápido–, el Estado se cerró a cualquier otra idea de Estado que no fuera suya. No supo integrar, ni siquiera a nacionalistas españoles que reivindicaban otro itinerario nacionalista hacia el mismo sitio, con participación de otras historiografías y otra lenguas, en aquel nacionalismo español inicial. No supo, o no quiso integrar ni siquiera esto.

¿La diferencia entre el nacionalismo catalán y el español? Ambos parten de un fracaso: la incapacidad para integrar a quienes se morían por ser integrados, hasta el punto de llegar a inventarse el nacionalismo español para integrarse en él. No hay que descartar, por tanto, que el resto de casillas de esos dos nacionalismos sean una recreación o consecuencia de ese fracaso descomunal e insolucionable.