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No es, ni mucho menos, un caso aislado: un profesor de lengua y literatura española es contratado por una universidad de Estados Unidos. El profesor, zamorano de nacimiento y vasco de adopción, hace sus maletas y parte rumbo a Moscú (Idaho): una pequeña e improvisada ciudad en el corazón del lejano oeste. Una isla mínima desde la que escribe sus diarios.
6 de febrero
Tengo el mapa de Moscú chincheteado por completo. Voy tomando notas para las fotografías que quiero hacer: aquí al amanecer, aquí con niebla, aquí nevado. Aquí el coche tal, aquí el coche cual, aquí de noche.
7 de febrero
Hemingway se suicidó en Sun Valley, Idaho. Pound nació en Sun Valley, Idaho. Una casa, un museo, una calle y una tumba recuerdan al primero. El segundo ha sido borrado. “El olvido es la única venganza y el único perdón” (Borges). Y todo esto porque, repasando los retratos de gente famosa que hizo Henri-Cartier Bresson (uno tiene los pasatiempos y las derivas mentales que tiene), he vuelto a encontrarme con el de Pound.
El poeta aparece sentado en una butacón, lleva camisa y chaleco, el pelo blanquísimo, erizado por una fuerzas que desconocemos, todo él viejo y bellísimo y atento, tal vez buscando su reflejo en la lente del objetivo. Tiene las piernas cruzadas y, encima de ellas, las manos. Unas manos enredadas, difíciles. He tenido que fijarme varias veces hasta desentrañar la imagen: el puño de la derecha está cerrado sobre los dedos de la izquierda. Una mano izquierda que parece el morro de un animal que al ir a beber –pero a beber adónde, a beber qué– se hubiera quedado atrapado en una mordaza de carne. A primera vista, sin embargo, solo se aprecia una deformidad, algo con la turgencia de una raíz o de un tubérculo, una desproporción subrayada por la luz que entra, oblicua, desde la ventana.
He buscado en internet más retratos suyos y en todos he encontrado un gesto hermoso o un gesto atroz y, en ocasiones, una mezcla de ambos. Ezra Loomis Pound haciendo el saludo nazi, feliz, la camisa sudada y una fila de hamacas vacías detrás de él (unas hamacas que hacen del saludo una broma, pero no lo es). Ezra Loomis Pound rezando o recitando algo, con los ojos cerrados, la boca abierta –sostenida en una sola e interminable vocal–, la camisa desabrochada, las manos en los bolsillos de unos pantalones demasiado grandes. Ezra Loomis Pound de joven, con el mismo bigote de Gustavo Adolfo Bécquer. Todo en Pound respira esa genialidad turbulenta que las casi mil páginas de sus Cantos apostillan, abarcan, dan. Todo en él es inquietante y poderoso y embriagador y a mí me han entrado ganas de alzar la mano ante el espejo, heil Ezra Loomis, pero enseguida la pereza me ha librado de ese exceso. En algún sitio escribió Pascal que todos los desastres que nos ocurren provienen de que no somos capaces de quedarnos quietos en una habitación, tranquilitos, haciendo juegos con las manos o, mejor, no haciendo nada.
8 de febrero
Stanley Morrison pasó cuatro años en la cárcel, de 1914 a 1918, por objetor de conciencia. En 1932, y basándose en una Plantin de caja alta, diseñó la primera Times New Roman. En 2018, no hay un solo procesador de textos que no cuente con la fuente de Stanley, el objetor. Hay victorias realmente muy extrañas.
9 de febrero
Cae la nieve sobre la piel llagada del mundo.
10 de febrero
Cae la nieve como una luna próxima, como el serrín de un árbol extraño.
11 de febrero
Ayer pasó algo curioso. Algo curioso que, con mínimas pero entretenidas variantes, lleva meses repitiéndose. En la casa de al lado vive una pareja. Ella parece mayor que él, los dos son rubios, ninguno es atractivo. ¿Treinta y cinco, treinta y seis, ella? ¿Treinta, él? Una vez a la semana reciben la visita de lo que al principio pensé que era una amiga o un amigo. Llega los sábados por la noche, una mujer o un hombre, siempre en solitario. Lo que ha movido mi –ya de por sí movida– curiosidad es que desde que empecé a fijarme en ellos no he visto nunca llegar dos veces a la misma persona. Los visitantes cambian, ni siquiera los coches en los que llegan y se van se repiten. Hay algo de enumeración caótica en ello que me fascina. He supuesto que se trata de una serie y que, en algún momento, cifraré su ciclo, sus vueltas, daré con la ecuación que la agota y da sentido.
Pero no anotaría nada de esto si no fuera porque he podido comprobar que duermen juntos. Follan. Quiero decir que quedan para follar. Son varias las veces en que los he oído y dos las que los he visto (estaban en la cocina, los tres, o sea, la pareja y su invitado, y se tocaban los unos a los otros como si no supieran dónde terminaban sus cuerpos y dónde empezaban los de los demás). Entiendo que después se quedan dormidos, porque hay un momento en que paran y la esquina que ocupamos se vuelve al más aséptico de los silencios. Ningún visitante se va antes de que amanezca, por lo que es bastante lógico pensar que duermen y, por qué no, que duermen juntos.
Nunca los he visto desayunar al día siguiente o despedir a sus visitas. El hombre o la mujer que pasa la noche con ellos abre y cierra en solitario la puerta de la casa, se mete en su coche y no hace ningún amago de volverse y esperar un gesto –uno cualquiera– de despedida: nadie, en ninguna de las ventanas de la casa, aparece para decir adiós o verlo marchar. Todo es perfectamente extraño e intrascendente.
Ayer –y a esto iba– llegó un tipo de unos cuarenta años. Pasaron todos a la cocina, donde se sirvieron algunas bebidas, bromearon –o a mí me pareció que bromeaban– y subieron al dormitorio, como de costumbre, pero al llegar a arriba dejaron las cortinas abiertas.
Su habitación y mi escritorio están justo enfrente. La distancia es notable (en medio podríamos aparcar un camión o volcar una duna de tamaño medio, una duna delicada y móvil en la que tumbarnos y sestear lo que dure el verano). Unos veinte metros de distancia, digo, calculo, veinticinco pasos (a ojo) de transparencia invernal. Así, los días en que la nieve impide cualquier trabajo que no sea el de mirar por la ventana, solemos encontrarnos, de pronto, apoyados –los tres: ellos dos y yo– sobre las repisas (respectivas y cálidas) de nuestras ventanas, y nos saludamos, con la mano, moviéndola ligeramente, pero moviéndola (no solo alzamos las cejas o levantamos la barbilla, rápido y con desgana, hay saludo, repetición).
El tipo que llegó anoche no se fijó en la ventana ni en las cortinas ni en mi presencia al otro lado o, si lo hizo, no le dio importancia. Su casa queda ligeramente por encima de la mía, así que desaparecieron de mi vista en cuanto se sentaron en la cama. El caso es que no he podido dormir de un tirón y una de las veces que me he despertado he ido hasta el escritorio a mirar. El cuarto de mis vecinos estaba a oscuras y alguien –por pudor, por recogimiento, por reunir aún más la oscuridad– había cerrado las cortinas. El gesto, esa redundancia –apagar la luz, cerrar las cortinas– me ha conmovido. Alguien que redobla así su secreto no quiere ser mirado y tampoco quiere mirar. O quizá solo querían evitar la luz del sol al amanecer para poder seguir durmiendo.
Si esta historia avanza, si averiguo algo, si llego a saber lo que realmente ocurre en la casa de enfrente o si –es un suponer– me llegan a invitar es probable que no lo cuente. La única intimidad que estoy dispuesto a violar es la mía. De mis ojos hacia dentro, de mis ojos cerrados hacia dentro. Por supuesto, está la posibilidad de empezar a escribir otro diario: impúdico, privado y póstumo. O dejar lo más delicado para una ficción. De momento voy a seguir observando, luego ya veremos.
12 de febrero
Corona el pueblo una araña de tres patas, puede verse desde cualquier lugar. A mí me sirve para orientarme. Doctor Vandal, pone o reza (verbos). Una araña metálica de cuerpo bulboso, un chupachups de tres palos. I., S. y C. están hartas de escuchar mi comentario. Cada vez que pasamos cerca les digo: “Eh, mirad, ahí está el señor de hojalata, saludadle, alzad vuestros sombreros”. Pero nadie lleva sombrero. Es un pilón, un silo altísimo, como los que fotografiaron hasta el hartazgo los miembros de la escuela de Düsseldorf. A veces me acerco hasta el alambrado que protege su base y me quedo allí un buen rato, como esperando una señal. El absurdo es un continente sin orillas.
13 de febrero
Creo que soy el único habitante de Moscú que pisa sus aceras. El único ciudadano de a pie en sentido estricto. Esa indudable falta de uso les otorga –a las aceras– un patético aspecto de recién abandonadas. Abandonadas hace solo unas horas, tal vez unos días, no más, pero definitivamente. Como si cualquier peatón pudiera ser el último y aún no lo supiéramos. El último peatón en un sentido cósmico, radical, irreversible. El último peatón de todos los tiempos. El último caminante, el último de los niños de Hamelin, el último encantado.
15 de febrero
Estos copos de nieve, que estoy aprendiendo a mirar con una innumerable y reciente monotonía, son hermanos siameses de las olas que Pla describe en sus diarios. Como aquellas, también estos ejercen sobre el espíritu una labor de poda, de vaciado, dejan en evidencia nuestros afanes, liman el relieve de nuestra presencia, nos aligeran, nos sacan del paisaje. Así que uno se queda embobado, aturdido, o, lo que es lo mismo, triste y atento. También como el mar, la nieve nos invita a una única tarea, a eso que Pizarnik sabía hacer tan bien: mirar algo hasta pulverizarse los ojos. Ella lo llamaba revolución. Sea.
16 de febrero
Esta mañana salí de paseo con I. y llegamos caminando hasta el lugar donde el paisaje del condado de Latah (así se llama) me deslumbró por primera vez. Yo acababa de llegar entonces y era verano, iba en bici y había dejado atrás las últimas casas y caravanas cuando, al doblar una curva larguísima, me vi en medio de un sembraderal infinito. El paisaje, hoy bajo una capa de unos ochenta centímetros de nieve, ha vuelto a asombrarme.
Hemos salido de la ciudad y es verdad que el paisaje nos hubiera borrado por completo si no existieran los senderos que vienen y van de Moscú a la nada, de la nada a Moscú, como si de un extremo a otro de la galaxia no existiera otra cosa que campos y caminos.
Caminantes blancos sobre fondo blanco, así nos hemos visto. “Un paisaje de sal”, ha dicho I., “en algún sitio ha de estar la cuchara con la que remover toda esta blancura, ¿no? Así”. Y ha hecho como si le diera vueltas a un caldero inmenso con una escoba descomunal. “De sal o de ceniza”, he añadido después, como para hacer literatura (esa soberbia), como si la literatura estuviera en las palabras que añadimos. Y no, pero había que intentarlo.
Y de esa guisa y con ese humor hemos seguido caminando entre colinas o jardines zen, hemos visto, allá arriba, las estelas detenidas de los aviones y, a nuestros pies, las huellas de los animales, hemos imaginado sus preocupaciones (preocupaciones de animales nocturnos o lunares, animales translúcidos o volátiles), hemos imaginado su hambre y sus rencillas, hemos imaginado el volumen de sus cuerpos y sus velocidades, hemos presentido el espesor de sus pieles y la temperatura de su sangre. Hemos levantado nuestras narizotas jubilosas en medio de la luz (que viene del cielo y no se detiene) y hemos olido el aire en busca del rastro imposible de los planetas.
Lo que quiero decir de una vez es que esta mañana hemos vuelto a ser hermosos. Esto lo pienso ahora. Llevábamos, como un insulto, “lleno de pecho el corazón” (Vallejo). La alegría clavada como una espina en la mitad de cada uno. Una alegría que podría destruirnos si quisiera. Y tal vez por eso hemos hablado de lo que nos preocupa y nos hiere como si fueran chismes de gente que no conocemos. Hemos sido pacientes y atendido a la palabra del otro. De alguna manera –y como en tantas otras ocasiones– nos hemos dado cobijo. Nos hemos ahorrado todos los consejos, hemos preferido los planes, las estrategias, la desenvoltura.
Escribo estas líneas, entorpecidas –me temo, me reprocho– por las efusiones de lirismo, mientras veo el atardecer desde la ventana –siempre demasiado sucia– de mi cocina y me parece que el paisaje que habitábamos hace apenas unas horas ya no existe, ya no puede existir, ha de haberse evaporado. Sin embargo, esta noche seguirá allí y atravesará la oscuridad como una inmensa e indiferente lámina plateada.
De qué estará hecha la oscuridad de esta noche. Ni idea. Estará, seguro, poblada por los animales que no vimos. Animales del tamaño exacto de las palabras que los nombran. Ratones, decíamos, renos, decíamos, linces, decíamos también, y pronunciábamos cada sílaba como si los estuviéramos invocando. ¿Se detendrán a observar nuestras señales, olerán nuestras pisadas de goma aislante, el aliento guasón de nuestros chicles? ¿Qué sabrán ellos de la nieve? ¿Y qué sabrá la nieve de nosotros? ¿Qué sabrá la nieve de la lentitud, qué sabrá de la memoria, qué sabrá de lo que camina, qué sabrá de nuestras huellas? La nieve, extraño texto del mundo. Nosotros, extraño texto, texto incomprensible sobre la nieve reciente de la mañana.
17 de febrero
Celebramos el cumpleaños de I. Quedamos para cenar con un buen puñado de gente y nos emborrachamos. Ella y yo nos emborrachamos, el resto se mantiene a una distancia prudencial de nuestra borrachera. Decimos un montón de tonterías –pasamos del humor blanco al humor en clave y del humor en clave al sinsentido– y hacemos de monos de feria para el resto de la concurrencia. Al final de la noche, y en un grupo mermado por las obligaciones y el cansancio, hablamos –hablo– de las rutas de prostíbulos que recorrían Idaho de estación en estación de ferrocarril. Uno no sabe lo que sabe hasta que empieza a contarlo.
19 de febrero
Es poco o nada lo que hace falta para ser o hacerse, hoy, un Thoreau en Estados Unidos, basta con no tener coche ni carné de conducir. En esto soy único, un animal exótico, una rareza siempre a punto de desaparecer. Además no llevo tatuajes, todo lo cual me convierte en una obra de arte conceptual duro, limítrofe.
20 de febrero
He soñado con mi padre. En el sueño –muy vívido aún, pues me acabo de despertar– salimos los dos a mear fuera de casa. Salimos a mear sobre la nieve y hablamos.
La piel soluble, papá, con este frío se nos pone la piel soluble, la picha soluble, ensortijada, papá, espiralidosa y liliputiense se nos pone. ¡Nah!, responde mi padre, eso es lo de menos, aquí solo llega lejos quien mea caliente, es todo una cuestión de temperatura, hijo, el tiempo y el espacio, los volúmenes y la velocidad son solo manifestaciones superficiales de la temperatura, variantes nimias, accidentes suyos. Mea caliente, hijo, como yo, mira. Entonces mi padre comienza a mear el orín más caliente del universo. Y ahí voy con él, a punto de despertarme de la risa, de la carcajada, a punto de dejarlo todo y de volver a casa por el frío, a punto de salir del sueño, pero no, permanezco junto a él, persevero. Y nuestros orines son, de pronto, como lava furiosa a esas horas de la noche. Son hermosos como arcoíris de fuego. Y lo mismo da que tengamos pito, porque el pito es lo de menos a la hora de mear caliente, dice mi padre. Y así, mi padre y yo meamos alto, meamos lejos y caliente y cumplimos con el prodigio de mear como solo se mea en los poemas de Orlando Guillén: eterna y despaciosamente contra la pared de las estrellas.
21 de febrero
Le cuento a B el sueño de ayer. Me dice que mi padre es un santo de la termodinámica. Yo le respondo que tal vez. Un santo y un discípulo de Aristóteles. “Pues todo se lleva a cabo y es regido por el calor” (Problema XXX).
22 de febrero
“La emisión de esperma en las relaciones sexuales y la eyaculación tiene claramente su origen en el empuje del viento” (Aristóteles, Problema XXX, 954a).
25 de febrero
El miedo a la banalidad. El miedo a resultar grandilocuente. El miedo a lo cursi. El miedo a caer en las delatoras torpezas. Norte, Sur, Este y Oeste de este diario. Por supuesto, hay días en que la brújula se vuelve loca y apunta a todos lados. Apunta al centro, al corazón de la escritura.
27 de febrero
Hablo con H. De repente se escucha el llanto de su hija y H. deja el teléfono para cogerla en brazos y caminar en círculos por el comedor de su casa. Me los imagino a los dos, allí, representando esa escena intemporal, conmovedora y llena de fuerza, en la redondez de la luz al otro lado del mundo.
1 de marzo
Escribir con el pequeño lápiz del silencio de todos. Eso quisiera.
2 de marzo
Me acabo de desvelar, son las tres de la mañana. Compruebo enseguida que se ha ido la luz en toda la calle y que la irrupción de ese silencio –ese corte– más profundo es lo que me ha despertado. No hay nubes –el cielo parece como barrido–, así que he salido afuera y me he sentado en el rellano. No exagero, sé que no exagero si digo que he estado escuchando cómo rebotan las estrellas allí donde todo es noche y pared de fondo y tope y cupo del cielo, allí donde solo cabe romperse o volver.
4 de marzo
J me habla de lo que él ha bautizado como la inflación metafórica que se da entre fotógrafos. Viene de un encuentro con los más listos de la clase y me dice que cualquiera se cree que con un revestimiento vagamente metafórico ya funcionan sus fotografías, sus fotolibros, sus exposiciones “La metáfora nos tienta, Ru, pero es que una buena metáfora es tan rara como una buena fotografía”, me dice. “El problema”, añade, “es que hay muchas fotografías que funcionan de por sí, sin revestimientos e incluso más allá de las intenciones y los discursos de sus autores, porque hay fotografías que funcionan como funciona el sabor del pan”.
5 de marzo
Hay un poema muy hermoso de Sarrionandia que en algún momento quise memorizar. Sin embargo, no persistí lo suficiente y ahora compruebo que he olvidado las transiciones, el orden, la desenvoltura sintáctica del original, que –obvio– está en euskera. El poema se titul La visita de Alberto Caeiro y en mi recuerdo es ya solo una escena. Quiero anotarla aquí antes de que desaparezca del todo.
Sarrionandia –o el hablante de su poema en todo idéntico a él– saca un par de sillas a la puerta de su casa para sentarse un rato con Alberto Caeiro, que pasaba por allí. Se acomodan entonces el uno al lado del otro como dos niños que comparten pupitre. Y así se miran y miran la vida quieta y la vida espumeante de los caminos y las aceras, un espectáculo cotidiano que, en esta ocasión, parece representarse solo para ellos. Todo atraviesa su conversación y sus silencios, todo encuentra un lugar en sus espíritus porosos, agujereados por el idioma. Y es Caeiro quien habla y habla de forma equívoca y desordenada y mira a su alrededor como si viera praderas resplandecientes o extensiones infinitas de paisaje donde solo hay un cuadro, un espejo, una pared, una reja. Al atardecer se despiden y Caeiro se va levantando el ala de su sombrero y deseando lluvia, sol, luna y un par de sillas a la puerta de cualquier casa.
En cuanto llegue la primavera, haré lo propio y pondré yo también dos sillas a la entrada, porque uno nunca sabe, dice Sarrionandia, cuándo pasará Caeiro a hacerte una visita. Y conviene estar preparado.
6 de marzo
Sentarme aquí y escribir esto. Decir aquello, no releerme. Corregirme, siempre, en la siguiente entrada, en la vida próxima, en lo que no llega. En ese futuro ingobernable y frágil que es –a pesar de todo, como sabía Parra– lo único que tenemos.
7 de marzo
He perdido la entrada del diario correspondiente a este día y la sensación que tengo ahora es de haber perdido la mejor página que podía haber escrito. Obviamente es falso, entiendo que mi memoria me hace trampas asustada por el abismo de lo que, ahora sí, es una página en blanco, pues no hay página más blanca que aquella en la que se ha de reescribir lo escrito.
Escribía –en lo perdido– sobre el único mendigo que hay en Moscú, pues en Moscú está prohibida la mendicidad, y este ha sabido esquivarla de la manera más inteligente posible: caminando, sin parar. No mendiga, no pide, va allí adonde se ofrece algo gratis y lo toma. Tanto es así, tan depurada es su técnica, que cada vez que lo veo aparecer en algún local, centro comercial o cafetería sé que hay algo que me estoy perdiendo. Dice S. que su ruta es la ruta de la gratuidad –que no de la gratitud– y que deberíamos seguirlo como se sigue a un santo o como se hace una procesión. Ella y yo lo llamábamos Diógenes (por Diógenes de Sinope, el cínico) hasta que nos enteramos de que le llaman El Mago y le hemos expandido el nombre, ahora es Diógenes (pausa) El Mago. Por lo visto fue un estudiante de la universidad que aprendió algo que en las aulas no se enseña.
Sólo camina y camina siempre solo. Lo suyo es una vida en movimiento. Es pelirrojo y lleva una capa hecha de bolsas negras que le cubren a él y a una mochila que nunca nadie ha visto. Debe ser un sastre extraordinario porque la capa tiene capucha, ancha, alta y picuda, a la manera de las de los monjes medievales. Tiene dos palos, o varas, el más largo o lleva a sus espaldas colgado con una cuerda como si fuera un arco. El más corto lo lleva, firme, siempre en la mano, como si fuera un cirio, un candil, una antorcha. En la parte más alta y más gruesa de este hay un amasijo de goma negra a la manera de una empuñadura o de un cetro. Cuando el sol le da de frente, extiende el palo más corto delante de sí como una espada y mira al horizonte como retándole al sol o a alguien que no vemos. Es pelirrojo y tiene los pelos azules. Es delgado y no muy alto, como un vikingo que hubiera abandonado las armas por una biblioteca (lugar de lo gratis por excelencia en el que suelo encontrármelo).
Creo firmemente que Diógenes (pausa) El Mago sostiene el mundo y que desapareceremos cuando deje de soñarnos. También creo que un día podría convocarnos con una de sus varas –como un Hamelin silencioso– y que será inútil cualquier resistencia por nuestra parte. Lo seguiremos adonde él quiera o hasta el café –caliente y gratis– más cercano.
9 de marzo
A veces –las veces tristes, claro– la literatura, la historia canónica de la literatura te lleva a lugares en que solo puedes secundar las palabras de Teresa de Pinello en La peste: “¿De verdad se necesitan tantos hombres para decir esto?”.
10 de marzo
En unas horas estaré volando en dirección a la Ciudad de México. Lo que aún no sé –esto lo escribo después del susto– es que no voy a perder el avión por muy poco. Cuando llegué a la zona de embarque la tripulación me estaba esperando, los pasajeros me estaban esperando (aplaudieron al verme entrar), todos los altavoces del aeropuerto repetían mi nombre –riuben einyel eireas, gueit namba six–. Iba tan rápido que los guardias del aeropuerto me dieron el alto dos veces sospechando lo peor.
La cosa es que esta noche cambiaron la hora y ni I. ni C. ni yo nos acordamos. A las tres fueron las dos mientras dormíamos. Después nos tocó volar, digo, a ras de tierra. No se sabía muy bien si teníamos más prisa por llegar al aeropuerto o a la cárcel. Nadie conduce como I. cuando toca acortar distancias, plegar el tiempo, abrir –uno tras otro– agujeros de gusano en los interminables bosques de Washington. El coche parecía una prolongación de las conexiones sinápticas de I. Con todo, a mitad de camino entendimos que no íbamos a llegar. “Por mis tetas”, dijo I., y se puso a hablarle a la carretera, al principio medio en broma, después de modo hipnótico hasta que el asfalto, las rayas y las señales empezaron a obedecer –como en un sueño– a las oscuras órdenes de sus párpados. Las curvas se pusieron en su sitio o se hicieron rectas y cubrimos el trayecto Moscú-Spokane en menos de una hora y cuarto. Vimos varios coches patrulla, pero ninguno llegó a pararnos porque a partir de cierta velocidad te vuelves invisible.
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Rubén Ángel Arias (Zamora, 1978) es geólogo inacabado, técnico superior en química ambiental y doctor en filología hispánica.
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Autor >
Rubén Ángel Arias
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