Análisis
Si esto no se arregla: huelga, huelga, huelga
Es el principal instrumento de los sindicatos y los trabajadores para defender sus derechos en las empresas, tan adecuado que está contemplado en el artículo 28 de la Constitución como uno de los derechos fundamentales
Emilio de la Peña 23/05/2018
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Las cosas no ocurren por casualidad. Ni tampoco porque alguien se lo proponga y ya está. Al menos en el plano social, para lograr algo hay que poner los medios. Tienen más posibilidades de conseguirlo los que lo ven más claro y no desdeñan los instrumentos a su alcance. En España, por ejemplo, la respuesta a la crisis se produjo de este modo. En síntesis, consistía en determinar quién debía pagarla, si los poderosos (en otros países, no dudan en emplear el término, los ricos) o los que tienen en su salario el principal medio de vida, cuando no están sin empleo. Los primeros lo tuvieron muy claro. Saben que si hay algo de lo que depende su bienestar es su capacidad de iniciativa… y el trabajo de los demás. Eso explica que el medio básico para ello sean las relaciones laborales. Es ahí donde se disputa el reparto de la tarta. De todo lo que se produce en un país cada año, casi el 90 por ciento se reparte entre los asalariados y sus patronos. Y en los últimos años el trozo empresarial se ha incrementado en detrimento del salarial.
Esta perorata viene para explicar que si hay una medida política que ha afectado a los ciudadanos tras el estallido de la crisis, esta es la reforma laboral. No me refiero sólo, claro está, a la que aprobó el Gobierno del PP en 2012. La anterior, del tiempo de Zapatero, tuvo el mismo propósito, pero fue mucho menos contundente. La reforma del Estatuto de los Trabajadores no consigue las cosas por sí sola, pero era el marco legal necesario para aplicar la respuesta de las empresas a la crisis. Básicamente consistió en abaratar los salarios. No como medida transitoria, sino como algo persistente en el tiempo, es decir, en repartir la tarta de otra manera. Y en realidad esto es lo que afecta más profundamente al bienestar de todos. Unos salarios más bajos provocan una recaudación de impuestos más baja y menos dinero para la Seguridad Social y para los parados. Esta es la raíz del recorte.
Se hizo con dos procedimientos. Primero, facilitando el despido. Se conseguía así, no sólo que las empresas pudieran reducir sus plantillas, algo previsible, dada la crisis y la menor producción, sino también un efecto mucho más profundo y continuo: sustituir masivamente a trabajadores mejor pagados por nuevos contratados con sueldos mucho más bajos. Tomemos como ejemplo un trabajador que llevaba más de 10 años en su empleo. Es despedido en 2015 y a cambio se contrata a otro nuevo. De acuerdo con los datos del INE, este último cobraría un 48 por ciento menos. Esto, por término medio. Sucedería en el 80 por ciento de todos los niveles de sueldo. En el 20 por ciento que más cobra, ocurriría lo contrario: el nuevo contratado, en este caso generalmente un cargo directivo o cercano a él, cobraría más que el antiguo.
Del segundo procedimiento de la reforma laboral se ha hablado menos: debilitar la negociación colectiva, de tal manera que beneficiara al empresario y maniatara a los sindicatos. Era condición necesaria para el objetivo previsto. Los ejemplos pasados lo demuestran. La aplicación a sangre y fuego de la “revolución conservadora” de Margaret Thatcher comenzó con la invalidación de los sindicatos británicos, que constituían el origen del movimiento obrero en el mundo. Hizo lo mismo Ronald Reagan en Estados Unidos, llegando así a hacer creer a generaciones posteriores que el neoliberalismo formaba parte de la sangre anglosajona. Recientemente el presidente Macron ha incluido este procedimiento en la reforma laboral francesa. La falacia de que los sindicatos son reacios a los cambios que traen el progreso y la modernidad se circunscribe al discurso económico y político partidario de los cambios sociales, pero hacia el pasado, donde la tarta de la riqueza social estaba descaradamente repartida en favor del empresario.
El poder de negociación de los sindicatos no se manifiesta en las reuniones que tienen en La Moncloa con el presidente del Gobierno o en el departamento de empleo con la ministra correspondiente. Tampoco en las entrevistas en los medios de comunicación. Es en algo mucho más frío y a la vez más real: los convenios colectivos. En el mundo de las relaciones laborales, ese es el indicador principal de las mejoras en el empleo, conseguidas por el poder de los sindicatos. Observemos algunos datos. En 2008, el 71 por ciento de los asalariados en España estaban cubiertos por un convenio colectivo. En 2017 ese porcentaje se redujo al 52 por ciento y ha subido hasta el 57 en los primeros meses del 2018.
¿Qué consecuencias directas tiene esto? Los 9 millones de asalariados con convenio en 2017 tenían pactada una subida salarial del 1,43 por ciento. No todas las empresas cumplieron con este compromiso. Las reformas laborales citadas les permiten descolgarse e incumplir. Pero fueron pocas: afectó a unos 27.000 trabajadores. El resto debió tener ese incremento en su salario. Sin embargo, la subida de los sueldos en España el año pasado fue de tan sólo el 0,19 por ciento. Supone casi la congelación de los salarios. ¿Cómo se explica semejante diferencia? La razón parece clara: los 9 millones de trabajadores cubiertos por un convenio colectivo consiguieron un aumento en su nómina de 1,43 por ciento por término medio. Sin embargo, si para el conjunto de los más de 15 millones de asalariados la subida media fue tan sólo de 0.19 por ciento, significa que el resto, los otros 3 millones de empleados sin convenio, debieron de sufrir una sensible bajada de su sueldo. Sólo así casan las cifras. Fue la consecuencia de estar abandonados a su suerte, o mejor a la libre voluntad del patrón. Se entiende aquí por qué la última reforma laboral redujo considerablemente el papel de los convenios colectivos. Y se entiende también por qué cuanto más se extiende en una sociedad la cultura neoliberal, el pensamiento en favor de la libre empresa, más cala el descrédito de los sindicatos.
El fenómeno no es único de España. Sin embargo, una mirada a otros países explica mejor lo que ocurre. Alemania, país ejemplo de eficiencia económica en Europa, según nos dicen, tiene a casi todos sus asalariados protegidos por convenio colectivo. Suecia también, aunque en menor medida. Gran Bretaña, que, como se ha dicho antes, sufrió los destrozos del sindicalismo a manos de Margaret Thatcher, todavía se resiente.
Esta deriva no afecta sólo a los trabajadores asalariados, claro está. Entre los que la padecen se encuentran también muchos autónomos, cuya retribución depende en muchas ocasiones de empresas. Y afecta especialmente desde la llegada del PP al Gobierno. Es fácil comprobarlo si se observa la renta por persona que se registró en 2011, antes de la llegada de Rajoy al poder, y se compara con la de 2016, la última que ofrece el Instituto Nacional de Estadística. Por término medio, para todas las personas esa renta, es decir, lo que uno gana cada año, bajó algo más del uno por ciento. Pero entre los que tenían un empleo la bajada fue de casi el 4 por ciento. Esta pérdida es mucho mayor si se tiene en cuenta que los euros de 2011 valían más que los de 2016.
Es evidente que los sindicatos tendrán culpa de su limitado papel actual: la concepción demasiado vertical de su estrategia, otorgando más importancia a la cúspide de las organizaciones que a la acción en las empresas, el haber valorado en exceso el peso de los gobiernos, cuando estos se acompasaban simplemente a los planes de los empresarios o el acomodo a la inercia del sistema pueden ser algunas de las causas. También las derrotas sucesivas en la marabunta de la crisis. Pero no cabe el consuelo de atribuirles la responsabilidad solo a ellos. En realidad, como comenté hace tiempo en otro artículo, no son ni más ni menos virtuosos que el resto de la sociedad. El desapego hacia los sindicatos redunda en perjuicio de la población que vive de su sueldo.
De momento, esto se ha manifestado con un incremento de la población en riesgo de pobreza o exclusión. En 2016 (último dato disponible) el 27 por ciento de la población se encontraba en este estado. Al comienzo de la crisis era el 22 por ciento. Podría suponerse que se debe al incremento del paro. Pero no es sólo eso. En 2013, el año con más parados, eran menos las personas en riesgo de pobreza o exclusión. ¿Cuál es la causa? Ha aumentado el número de trabajadores pobres, que alcanza ya el 15 por ciento de todos los empleados. Y desde la aplicación de la reforma laboral del PP, la que está ahora vigente, ese porcentaje negativo ha subido más que en los primeros años de la crisis.
En 2017 las huelgas han vuelto a revitalizarse después de dos años previos de perplejidad ante el empeoramiento de las condiciones laborales. El número de personas que han participado en las mismas fue el año pasado el mayor desde 2009. No es que la agitación por la agitación sea un camino, pero la huelga es el principal instrumento de los sindicatos y los trabajadores para defender sus derechos en las empresas, tan adecuado que está contemplado en el artículo 28 de la Constitución como uno de los derechos fundamentales. Pues eso.
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Emilio de la Peña
Es periodista especializado en economía.
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