Pikionis, el arquitecto silencioso
En 1951, el griego recibió el encargo de ordenar los accesos a la Acrópolis. Logró crear un camino de lucidez hacia la maravilla ateniense
Javier Martín Fandos Atenas , 13/06/2018
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Ni en lo más alto, ni en lo más audaz, ni siquiera en lo más bello; la belleza y la sensibilidad se encuentran a menudo concentradas en la exquisita y aparentemente mínima intrusión del artista en el espacio sobre el que despliega su acción. La eficacia es a veces el modesto refugio en el que se ocultan las obras de arte más valiosas, las que tienen vocación más de motor que de carrocería, las que logran la perfección del oxímoron dejándose ver sin ser vistas.
Ese mismo contradictorio espíritu está presente también en toda la obra del arquitecto, paisajista y filósofo griego, Dimitris Pikionis (1887-1968), pero muy particularmente, en la decisiva intervención que Pikionis realizó en la década de los cincuenta del siglo pasado, para ordenar los accesos a la Acrópolis de Atenas y a las tres colinas cercanas: Pnix, la Colina de las Musas y la Colina de las Ninfas.
Hay apellidos que bastan por sí solos para dar nombre a lo que hoy llamaríamos una marca, una seña de identidad inconfundible y genuina, que no admite comparaciones ni imitaciones. Del mismo modo que Antoni Gaudí i Cornet es simplemente GAUDÍ y su identificación con Barcelona es total; Dimitris Pikionis es sencillamente PIKIONIS, y su trabajo no se entiende sin Atenas, del mismo modo que la Atenas más conocida no sería la misma sin su trabajo. El epíteto de arquitecto silencioso lo comparte con otros colegas, pero el genio callado de Pikionis es único y tal vez ese silencio y la humildad de su labor se hayan confabulado para que su figura no sea más conocida.
En 2018 se cumplen 50 años de su fallecimiento. Es probable que su ciudad le recuerde especialmente con este motivo, y si no lo hace, nada impedirá que su memoria crezca y que el olvido lo haga aún más grande de lo que es.
En 1951 Constantinos Karamanlis, ministro de Obras Públicas de Grecia, encargó a Dimitris Pikionis la ordenación paisajística y urbanística del entorno de la Acrópolis de Atenas, como parte del proceso general de recuperación de la zona arqueológica del centro de la ciudad. Se trataba de replantear los accesos y las conexiones entre la Acrópolis y las tres colinas cercanas, que contienen los vestigios más antiguos de la democracia.
Pikionis, que había recibido un encargo, en apariencia utilitario, realizó sin embargo un prodigioso y moderno proyecto de arquitectura total al servicio de la arquitectura y de las ideas del pasado glorioso de la Atenas clásica. El proceso de construcción fue largo, lento y complicado. Las obras se iniciaron en mayo de 1954 y no finalizaron hasta febrero de 1958. Casi cuatro años en los que no faltaron las críticas y las presiones hacia el arquitecto para que culminara la obra. Pero Pikionis sabía lo que hacía, era consciente de su responsabilidad y no podía dejar nada al azar para conseguir un paisaje, unos accesos y un entorno dignos del núcleo urbano donde se habían fraguado los cimientos de la cultura occidental.
Los caminos que llevan a la Acrópolis o a la Colina de Filopapo no fueron diseñados para llegar a un destino, sino para recorrer ese destino. En su concepción, Pikionis repartió su mirada a partes iguales, entre lo que podía ver si alzaba la vista y lo que se situaba bajo sus pies. Hoy, cuando recorremos esos senderos, la obra de Pikionis nos incita constantemente a mirar al suelo, pero en su ánimo no estaba distraer nuestra atención de todo lo que nos rodea, que es magnífico (las bases de la civilización en la que todavía creemos), su intención era más bien la de amalgamar, perfeccionar y revalorizar todo ese magnífico legado, mediante una intervención de tipo alquímico o iniciático; el camino no es sólo un medio para llegar a la meta, el camino lo es todo cuando lo que se persigue no es la meta sino la plena consciencia y la comunión con la belleza.
Opera el humilde prodigio de integrar la maravilla de la Acrópolis en un conjunto que le otorga su verdadero valor ético y político
Pikionis no sólo ordena el paisaje y lo urbaniza, sino que, con su obra, opera el humilde prodigio de integrar la maravilla de la Acrópolis en un conjunto que le otorga su verdadero valor ético y político, rescatándola del que, de otro modo, habría sido el miserable destino de tantos monumentos del pasado: ser, sin más, objeto de pasmo, que contemplan desde la distancia hordas de turistas, y al que dan la espalda los habitantes de la ciudad que los acoge.
Esa es una de las grandezas de Pikionis; el ego del artista, a menudo exagerado, se aplaca en él, y se mitiga tanto como para que el arquitecto que es se conforme con lo horizontal, se contente con la vereda y apenas ose usar su genio para alzarse del humilde suelo no más allá de un metro, y ello en contadísimas ocasiones. Los caminos que nos llevan a la Acrópolis, a la Colina de las Musas, a Pnika o a la Colina de las Ninfas añaden al espacio que ordenan el punto justo de excitación necesario para provocar una íntima emoción sin llegar al asombro; para turbarnos sin arrojarnos a la estupefacción; para fascinar, seducir o hechizar, sin provocar el fácil aturdimiento de la sorpresa. Y todo eso lo consigue Pikionis con una grandiosa modestia, con la contención del artista que huye del efectismo, de la arrogancia y de la tentación de creerse más importante que su obra. Sólo de este modo, el resultado de su humildad logra trascender la vacía originalidad, que a menudo confundimos con el genio. La intervención del arquitecto logra fundirse y confundirse con la naturaleza y con el pasado, extrayendo del espacio público su máxima potencialidad, al tiempo que logra borrarse a sí mismo de una manera sublime.
Los materiales que utiliza para la elaboración de sus alfombras pétreas (como acertadamente han sido llamados sus caminos y veredas) son materiales de derribo: mármoles y cerámicas procedentes de la ingente cantidad de casas neoclásicas del siglo XIX que fueron demolidas con fruición durante la primera mitad del XX. Pikionis, muy crítico con esa destrucción desarrollista, les da a estos materiales una segunda vida, imperecedera esta vez, y los pone en contacto con las obras inmortales de la Grecia clásica, que sí lograron al primer intento perdurar a través de los siglos y acariciar la eternidad. Esos materiales recuperados vuelven al circuito de la construcción y vuelven también a la naturaleza, al suelo mismo del que todo nace y surge, y al que todo regresa.
Reciclaje, sí, pero en Pikionis, el reciclaje adquiere un significado que va mucho más allá de lo utilitario o de lo ecológico, la reutilización de materiales tiene para él un significado dialéctico y relacional, cargado de simbolismo: los elementos desechados se reconvierten y se descontextualizan, para transmutarse (de nuevo la alquimia) en el necesario punto de contacto entre el pasado remoto de la Grecia clásica y el presente, en el que el artista modela un paisaje nuevo y primordial. De este modo, la intervención de Pikionis reinterpreta el pasado mítico de Atenas, y lo hace utilizando elementos de un ayer mucho más reciente, que interpelan con eficacia a lo esencial que pervive en el patrimonio que hemos heredado.
Pikionis no es sólo un arquitecto o un paisajista, es sobre todo un pensador, un filósofo
Pikionis dialoga permanentemente con todo lo que le rodea. El objeto de su obra es mediar en la relación que el paseante entablará con la ciudad, y para ello, él mismo se coloca en el centro de la discusión y conversa no sólo con lo palpable, sino también con intangibles, como el tiempo; o desconocidos, como los ciudadanos destinatarios de su obra. Si se comparan las fotos que el propio Pikionis hizo de algunos motivos que tapizan sus caminos, con el estado actual de los mismos, se aprecia que el paso del tiempo, los elementos atmosféricos y sobre todo los millones de pies que los han ido pisando a lo largo de los años, han pulido la obra, la han mejorado y la han llenado de vida. Parece como si el arquitecto hubiera dejado voluntariamente a las pisadas de los caminantes la tarea involuntaria de perfeccionar su obra; y como si quisiera transmitirnos que, del mismo modo que la erosión natural del viento y del agua contribuye a formar el paisaje, la acción del usuario de una obra de naturaleza eminentemente social y pública debe dejar su impronta sobre ella, y no sólo a nivel energético o espiritual, sino también de un modo real y perceptible.
Pero Pikionis no es sólo un arquitecto o un paisajista, es sobre todo un pensador, un filósofo. La estrecha vereda, casi senda, que lleva a la Colina de las Musas es el mejor ejemplo de su pensamiento: el camino serpentea por la ladera y nos conduce hasta la monumental tumba de Filopapo, desde donde tenemos una de las muchas mejores vistas de la Acrópolis que pueden encontrarse en Atenas. Ciertamente, Pikionis nos muestra el camino, nos ayuda a llegar, pero lo hace sin olvidar que las Musas son inspiración y no orden, son sugerencia para la creación y no obra terminada. El camino está ahí, pero en su recorrido se nos invita a abandonarlo para recrearnos en todo lo que hay a su alrededor, no sólo las magníficas panorámicas de la Acrópolis, del Golfo Sarónico o de la propia Atenas, sino también las sorpresas que Pikionis coloca a cada paso en forma de dibujos hechos con pedazos de piedra y restos cerámicos. Todos esos diseños, aparentemente elementales, remiten a los símbolos en los que se asienta la sabiduría común de culturas pretéritas: discos solares, triángulos, cuadrados, círculos, libros sagrados, ánforas, arcas, estrellas, ojos...
Este camino, creado con un nivel de detalle digno de análisis, es la antítesis del pensamiento único, es una magnífica invitación al pensamiento crítico, a la convivencia de lo diverso, a la iniciativa y a la creatividad. Es el camino que transita por el universo de las Musas. Es el camino que da la espalda al totalitarismo y que abre las puertas de la libertad y de la sensibilidad, dos valores que marcan la diferencia entre una vida malgastada y una que valga la pena.
Todo el camino está jalonado de vegetación baja, que sin impedir la vista de lo que nos rodea, matiza esa vista. La rotundidad del Partenón necesita ser velada por las agujas de los pinos mecidas por la brisa. El sentido de la Acrópolis, como símbolo de la ciudad en la que nació la Democracia, se enriquece al enmascararse entre las ramas de los olivos cargados de verdes y negras aceitunas y se humaniza entre las hojas y los frutos de los algarrobos. Las modulaciones que arroja la vegetación son los matices del pensamiento hecho paisaje. Pikionis nos enseña a escapar de las visiones absolutas, nos obliga a valorar las variaciones de la luz y del color, nos acerca poco a poco a la cima, logra mitigar el ansia por alcanzarla, y nos sugiere que la verdad es el resultado del camino o es el camino mismo: Ulises, la Odisea, Kavafis y su “Itaca”, la mística oriental, Machado…
Sólo en la cima de la colina, desaparece, y no del todo, la vegetación y la vista se torna despejada. Pero en la cumbre de la Colina de las Musas no hay miradores deliberados, y el turista, el simple visitante o el asiduo ciudadano ateniense deben conformarse con unos peñascos resbaladizos que se asoman con peligro a la ciudad. Manteniendo en pie el equilibrio sobre ellos o buscando una oquedad de la roca para tomar precario asiento y resguardarse del viento, es posible todavía, en gran soledad y con plena consciencia, detenerse y contemplar la ciudad completa, la presente y la pasada, la eterna y también la futura Atenas.
Los políticos del siglo pasado encargaron a Pikionis una obra pública de carácter utilitario: ordenar los accesos al entorno de la Acrópolis ateniense. Pero hizo mucho más que eso. Pikionis, a quien los griegos no estarán nunca suficientemente agradecidos, logró que antes de alcanzar la cumbre de las colinas tengamos que interpretar, entrever y dialogar largamente con lo que siempre tuvo la vocación de enseñarse y enseñarnos. Antes de llegar a la cima, antes de ver la luz que nos ha sido prometida, nos habremos demorado el tiempo necesario para que, al final, la maravilla de la Acrópolis y de todo lo que la rodea sea verdaderamente nuestra.
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Javier Martín Fandos es columnista, colaborador habitual de El Periódico de Aragón y de otros medios de prensa. Ha publicado, entre otras obras, la novela Morir en Agosto (Candaya) y el libro de relatos Paraguay no tiene mar (Calambur).
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