El Museo de la Acrópolis o algunas preguntas sobre el secuestro del pasado
El hombre no sólo destruye templos, ciudades y culturas ajenas. También los conserva, y los museos así lo atestiguan. La pregunta es: ¿qué aniquilamos cuando preservamos? Un paseo por el Museo de la Acrópolis, en Atenas, trata de responder a esta cuestión
Roberto Valencia 3/09/2017
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Museo de la Acrópolis (Atenas)
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Los ingleses descuartizaron a conciencia el Partenón. No fueron los únicos sino los últimos (o los penúltimos) expoliadores del legado griego. Antes que ellos otros imperios y civilizaciones trataron de eliminar a lo largo de los siglos las huellas de las culturas anteriores para reafirmar las suyas propias. En el caso británico, el expolio buscaba más bien apropiarse de un tesoro arqueológico de incalculable valor, de modo que algunas secciones del Partenón ateniense acabaron en el British Museum. Pues bien, un par de siglos después, los griegos están imitando a los ingleses. En 2009, apenas a 300 metros de la Acrópolis, se abrieron las puertas del nuevo Museo de la Acrópolis, un moderno edificio pensado para catalogar y preservar los restos del viejo centro de operaciones de la Atenas clásica. El edificio, se dijo, contendría las ruinas del Partenón, del Erecteion y del resto de edificios de la Acrópolis. Y han cumplido la promesa, de modo que el pago de una entrada (barata, en cualquier caso) para pasearse por las impresionantes instalaciones de la vieja Acrópolis reporta desde entonces una leve sensación de fraude. El turista que fotografíe reconcentrado o levantando el palo selfie las cariátides del Erecteion, por ejemplo, no le estará tomando las huellas digitales a las hermosas columnas-esculturas originales sino a una réplica. Las auténticas cariátides se encuentran abajo, en una sala aséptica de la segunda planta del museo, izadas sobre una tarima como si fueran criaturas superiores y liberadas de su tarea de sostener las toneladas del pórtico del templo con sus cabezas (estas señoras tan bellas no eran diosas de culto sino simples columnas arquitectónicas). Lo mismo ocurre con los frisos y las metopas del Partenón. Prácticamente todas las esculturas de valor de la vieja Acrópolis han sido secuestradas y recluidas en las seguras salas del museo. Incluso podemos ponernos un poco cursis: la vieja Acrópolis se ha convertido en un triste concesionario de imitaciones, “las esculturas genuinas derraman lágrimas pétreas en el museo por su nostalgia del glorioso esplendor al aire libre, etc”.
Prácticamente todas las esculturas de valor de la vieja Acrópolis han sido secuestradas y recluidas en las seguras salas del museo
Bien, antes que nada aclaremos que el relativo fraude al turista es irrelevante, porque los turistas y la experiencia de lo auténtico ocupan polos opuestos: el turismo de masas no anda a la caza de espiritualidades únicas en la malla espaciotemporal sino que se decanta por experiencias estándares. ¿Y qué hay más estándar que la precisión de una copia sacada de un molde digitalizado en 3D y autentificada por expertos ministeriales? No suframos por ello: si la virgen de Lourdes se apareciera mañana en Lourdes –o en Fátima–, los turistas no acudirían a fotografiarla por su excepcionalidad (¡un milagro!) sino por arropar un poco más a la masa de curiosos que se apelotonaría de inmediato por allí. Ahora bien, sí que podemos plantearnos qué supone la autenticidad a la hora de relacionarse con un resto arqueológico, y, sobre todo, reflexionar un poco sobre si eso resulta relevante.
Para completar la colección del Museo de la Acrópolis, los griegos han picado, extraído, seccionado, arrancado, elevado por los aires con inmensas grúas de construcción, izado, descendido y transportado hasta las salas del museo todas las esculturas dignas de conservarse de la vieja Acrópolis ateniense. Con suma delicadeza, con profusión de medios materiales, con sentido de la responsabilidad y empleando todo el celo profesional en pos de esta ecología pedestre: que no se malogre una sola esquina del mármol primigenio. Después, han limpiado las piezas (el polvo del tiempo que se sedimenta en la superficie supone una insoportable afrenta a la pureza), las han catalogado y, finalmente, les han destinado una ubicación adecuada en el vasto espacio del museo. Toda una oda a la racionalidad ministerial. El resultado considerado desde la Acrópolis es que el viejo recinto va claudicando ante el saqueo paulatino. El turista que suba a lo alto de la colina podrá admirar la grúa en el interior del Partenón, la cara norte de dicho edificio cubierta por un andamio, los raíles sujetos en el suelo o la otra grúa (visible desde las calles de Atenas) a un costado del Partenón informando de que el saqueo continúa. Pero, del lado del museo, la cosa no está tan clara. Si tengo que ser sincero, ignoro en qué punto culmina la operación: ¿sólo se preservan los motivos escultóricos o el plan llega más lejos? ¿se puede transportar por el aire el ya restaurado teatro Odeón de Herodes Ático, con capacidad para 5000 personas, y depositarlo en una sala? ¿qué hay del oxígeno que rodea en el templo de Ares? ¿qué de la tierra, de los árboles, de las moscas de la vieja Acrópolis? ¿todo es preservable?
La devastación está destinada a conservar las ruinas de su monumento nacional. Se trata, pues, de un descuartizamiento oficial, estatal y emblemático. Una operación sistemática diseñada para conservar la piedra como piedra. No la piedra como componente arbitrario de un recinto en el que, entre otras cosas, se ofrecían fiestas a los dioses, donde se hablaba y discutía, donde se ritualizaba el culto a las divinidades, donde se reía y cantaba, donde se ponían en pie versos y tragedias de la impresionante literatura antigua. No. La piedra ahora está alejada de su enclave original, donde tenía un sentido (mejor aún: donde contenía un sentido). Ahora, en el Museo de la Acrópolis, el mármol lo refrigera el aire acondicionado, los bustos de los dioses se ensartan en sujeciones de hierro firmemente asentadas en pedestales geométricos, los centauros son acechados por vigilantes aburridos cuya competencia es prohibirte (o no: los criterios cambian según las plantas) que lo fotografíes todo, y por oficiales de seguridad contratados a 18 euros la hora –estoy exagerando, por supuesto–.
Se trata, pues, de un descuartizamiento oficial, estatal y emblemático. Una operación sistemática diseñada para conservar la piedra como piedra
Quien visite el Museo de la Acrópolis tendrá la desagradable experiencia –para mí lo fue– de pasear por extensas plantas de iluminación aséptica en las que se reparten una infinidad de restos. Cabezas a las que les han arrancado la nariz, torsos sin cuello, muslos sin nalgas, pies seccionados por el empeine, el pliegue de una túnica a la que le falta la espalda, una mano de tres dedos que sostiene un cetro incompleto, el relieve de una extraña clavícula, un costillar o las tres cuartas partes de un costillar, cuadros de seis y siete personajes que parecen haber sufrido la ira de un carnicero sádico. El espectáculo es grotesco: una especie de museo gore de piedra que no despliega ningún rayo del antiguo aura de los dioses o de aquella cultura esplendorosa. Es como si al guionista de Posesión Infernal le hubieran permitido ensañarse con la mitología.
La piedra como piedra, entonces. Y así, se termina uno aburriendo en su visita al museo de los fragmentos. La imaginación se cansa cuando se la obliga a reconstruir el enésimo cuerpo mítico (¿llevaría barba este decapitado? ¿el brazo que parece que baja por aquí sube por allá?) y no hay modo de encontrar una narración, un mito, un poema entre tanto desmembramiento. Puesto que –y aquí está el meollo del asunto– la piedra nunca es sólo piedra. Quizás la escultura griega ni siquiera conformara un arte, tal y como ahora lo concebimos. No suponía la expresión original de un artista que materializaba de este modo su relación subjetiva con el cosmos o con la sociedad. La escultura (y el resto de bellas artes) era una técnica reglada según los períodos y las escuelas, con normas bastante precisas referentes a la representación de los cuerpos (proporciones, gestos, posturas) o a los elementos de los edificios (columnas, capiteles, etc.). Una artesanía costosa y elegante, promovida políticamente. Esto lo apreciará el turista si examina con detenimiento las figuras muchas veces completas (éstas sí) del Museo Arqueológico de Atenas. Allí pueden verse los cánones tan férreos de los distintos períodos (citemos uno muy claro: el kuros y el kore de la época arcaica) que hacen a las esculturas casi idénticas entre sí. Además, por otra parte, la piedra tallada no es sólo piedra tallada según una maestría o una pericia adiestrada, sino que ofrece el resultado de procesos históricos, religiosos, políticos y cosmológicos. La piedra aglutina y culmina una sociedad –normalmente alta– que vierte en su estética su modo de ver y de relacionarse con las cosas. Las esculturas izadas en los templos, la geometría de los edificios, la elección de los motivos históricos o mitológicos cuentan la historia de esta civilización: se la contaban a sus coetáneos como culto, como propaganda o como normativa social, y, si los conservadores actuales lo permitieran, debería transmitirnos también algo a nosotros, no exactamente lo mismo pero sí algo, para nuestro regocijo y nuestro asombro. Pero cuando la piedra se conserva como piedra, cuando se le sustrae ese propósito comunicativo y se la convierte en este desastrado pijama geológico, muere el pasado.
El culmen de la visita al Museo de la Acrópolis es la planta tercera, en la que se exhiben los elementos del Partenón. La planta más importante que conserva el edificio antiguo más importante de Occidente. Aquí se le muestran al visitante los restos del friso, las metopas y los frontones, otra vez incompletos –triturados por los distintos extorsionadores del viejo templo– y otra vez arrancados del original, desvinculados de su contexto e implementados en esta nada. El paseo es desolador: los restos de las metopas se han ensamblado en celdas geométricas que parecen un panel de logotipos, los frisos descuartizados quedan a la altura de la vista (no por encima, como corresponde a su elevación divina) y, claro, se echan a faltar las imponentes hileras de columnas, esenciales para la creación del efecto perseguido de orden y civilización. Falta majestuosidad, simetría y narración en los motivos, falta el clásico empequeñecimiento del espectador respecto a una obra grandiosa; falta espíritu. Aquí, perdido en un espacio pulcrísimo, el visitante permanece demasiado tranquilo, a salvo de cualquier interpelación estética, mirando unos raquíticos milímetros de historia empaquetada mientras la propaganda del Museo le informa de que la planta es capaz de resistir, por su intrépido diseño arquitectónico, hasta las sacudidas de un terremoto. Pues muy bien.
Falta majestuosidad, simetría y narración en los motivos, falta el clásico empequeñecimiento del espectador respecto a una obra grandiosa; falta espíritu
El resultado es que la experiencia virtual a la que uno accedía al visitar la sección griega del British Museum ya tiene parangón en la propia capital helena. Ahora los griegos se han emparentado a los ingleses, incluso puede, en honor a la reciprocidad, ironizarse con que ya están listos para convocar ese referéndum sobre el Grexit que se reclama desde ciertos sectores políticos como improvisada salida a la crisis económica. La visita al British Museum siempre resultó virtual porque Londres no es Atenas (obvio: es otra cosa a unos 2500 km del Mediterráneo) y porque, al desgajar las esculturas de su contexto original, quedaban varadas en un contexto equivocado. La mala noticia es que la experiencia en el Museo de la Acrópolis también resulta virtual, no solo porque el museo también queda fuera del recinto de la Acrópolis (aunque por poco, tan sólo a unos pocos 300 metros) sino porque comparte con el saqueo británico una pretensión, inconsciente o no: la extinción deliberada del sentido que tuvo todo eso y que aún podría tener. Y es que, más allá del culto a unos dioses bastante entrañables por sus imperfecciones, los templos nos informan de los límites de lo humano: comparados con ellos, los habitantes de Atenas eran sólo accidentes en el tiempo. Por contra, las esculturas que los griegos dedicaron a sus héroes simulan una perfección adherida al hombre que se materializa en esas proporciones anatómicas, ese aplomo en el cuerpo, esos relatos de valor en los que se insertan. Esta antítesis (común en otras sociedades) demuestra que los atenienses supieron hacer sitio a su propósito civilizatorio dentro del enorme enigma del cosmos y del desorden social mientras esperaban la llegada de un logos que tantas veces teorizaría después sobre ello. El desolador resultado de la visita al Museo de la Acrópolis nos obliga a preguntarnos para qué sirve un templo que no es un templo sino un desguace que se desentiende del misterio y del pavor a lo eterno. Para qué sirven las esculturas desligadas de sus narraciones si no apreciamos ni sus gestos de resistencia ni sus escorzos ejemplares. Para qué.
Lascaux
Al salir del Museo de la Acrópolis me acordé de las pinturas rupestres de Lascaux. Para preservar y mostrar los increíbles frescos paleolíticos descubiertos en 1940 (realizados por el hombre de Cromagnon con tres técnicas distintas, ahí es nada), el Gobierno francés encargó que se fotografiara cada palmo de las pinturas y se contrataran pintores profesionales que realizaran una copia exacta de las mismas. Urgía sellar la gruta original, que se estaba deteriorando por las exhalaciones de CO2 de los turistas, así que en 1980 se abrió la réplica exacta para albergar las visitas turísticas. En 2016 este facsímil (me encanta cuando esta palabra se aplica a algo que no es un documento de papel) fue reemplazado por el Lascaux Centre International, también llamado Lascaux IV, más moderno y tecnológico que el anterior, y que contiene una nueva réplica de mayor fidelidad. Este centro ofrece la posibilidad de que los turistas paseen por las galerías paleolíticas falsas (pero exactas), acompañados de guías y de decenas de turistas, y admirando en la bóveda de escayola de un corredor perfectamente iluminado los matices de las pinturas, sus tonalidades terráceas, el enigma de la iconografía prehistórica o las esbeltas formas animales. El recorrido se complementa con otras salas en las que, con una exuberante profusión tecnológica (pantallas, cine 3D, hologramas, todo eso), se tratan otros aspectos de la prehistoria.
Ahora bien, la experiencia en Lascaux Centre International resulta un fracaso. No hay que ponerse muy místico para darse cuenta de que, sea lo que sea lo que los primeros sapiens representaron en sus cuevas, Lascaux IV no lo evoca. El paseo por la réplica de la cueva original resulta anodino, ruidoso, tumultuoso, iluminado. Cuando un mago explica sus trucos, la fantasía que creíamos causada por alteraciones imprevistas de las fuerzas naturales se transforma en una vulgar manipulación. Lo mismo ocurre en Lascaux IV. Allí no se respira el aire escondido de la cueva ni se está encerrado en la montaña. No se tantea a oscuras buscando lo desconocido, lo imprevisto. No se siente el latido de la tierra abriéndose paso visualmente en la roca mediante las formas y los colores de los toros y los caballos pintados por los primeros genios pictóricos de nuestra especie. No hay –por recurrir a Walter Benjamin– ningún aura radiante, así que nos quedamos sin transmisión, sin sensación, sin desconcierto. El turista va a ver toros pintados y los ve. Se propone ver cabezas de caballos paleolíticos y las ve. Quiere ver una cueva y la ve. Así de insípido.
La experiencia en Lascaux Centre International resulta un fracaso. Sea lo que sea lo que los primeros sapiens representaron en sus cuevas, Lascaux IV no lo evoca
La réplica de Lascaux y el Museo de la Acrópolis suponen dos modalidades distintas de falsificaciones. Falsa, la de Lascaux IV; verdadera, la del Museo de la Acrópolis (porque allí se exponen, recordemos, las esculturas auténticas). Pero ninguna funciona porque ambas eluden su misión como vehículos de transmisión de emociones o de verdades históricas relevantes. Ninguna emite la sabiduría artística o filosófica de una época porque, en realidad, no son sino el resultado de un tonto trabajo de precisión e hiperespecialización técnica. La falsificación falsa y la falsificación auténtica publicitan cuán lejos puede llegar la mano del funcionario simulando el tono exacto de una mancha de óxido de hierro o de terrígenos sobre roca caliza –ahora sobre la bóveda de escayola–, pero, al mismo tiempo, revelan que ese funcionario jamás invocará el espíritu singular que manipuló originalmente la mancha para expresar una cosmovisión propia.
En comparación con el Lascaux Centre International, hay que agradecerle algo al Museo de la Acrópolis: su desdén por el espectáculo. Antes los museos aceptaban su papel como depositarios y emisarios del conocimiento, al presentarle al público las tipologías y las muestras de lo que preservaban: familias de plantas, tendencias pictóricas o huesos de dinosaurios. Ahora, con el boom de la tecnología y el turismo, prefieren vender el espectáculo de lo audiovisual. Se relega así el conocimiento al papel de mera materia prima o soporte primario de algo más fastuoso, inmediato y rentable: el deslumbramiento de una proyección 3D o de una interactividad preprogramada en una pantalla. De este modo, quien viene a Lascaux no echará de menos a Mickey Mouse o el infarto de miocardio en la montaña rusa. Afortunadamente, el Museo de la Acrópolis no se ha dejado vencer por el uso hacia el entretenimiento que se realiza en muchos casos con las proyecciones 3D o las proyecciones a secas. Es un edificio sobrio. Como analógico.
El presente y la Historia
Arribo por fin a la cuestión principal del ensayo, que es propiciar alguna reflexión sobre la relación que mantenemos con la Historia. En su libro La experiencia de la lectura, Jorge Larrosa afirma que existen dos maneras de hacer inofensiva la experiencia del pasado. Aunque el texto se refiere a la lectura de novelas históricas, sus apuntes resultan igualmente aplicables al arte y a la arqueología. Según Larrosa, una forma de neutralizar el pasado consiste en “darlo a leer como pasado, sin relación con el presente. En este caso se hace un método de la indiferencia, aunque esa indiferencia se disfrace de unos principios de imparcialidad y de objetividad”. La cita ilustra la experiencia descrita: las ruinas conservadas a toda costa en el Museo de la Acrópolis han sido desnudadas de la carga histórica que las definía como activadoras y aglutinadoras de una experiencia estética e intelectual de primer orden. En ese sentido, el Museo no es sino un inmenso recipiente de formol en el que se conservan cadáveres en otro tiempo palpitantes. El procedimiento ha sido, aparentemente, objetivo e imparcial. Objetivo, porque no había otra salida para la preservación de las ruinas, e imparcial porque a nadie beneficia. Pero en realidad, el modus operandi del Museo no es ni lo uno ni lo otro. Nadie está en condiciones de garantizar que, de haberlas abandonado en su emplazamiento original, las ruinas del Partenón no fueran a sufrir un lento deterioro en su exposición al aire libre, a los accidentes, a la torpeza de los visitantes o a otros factores (terrorismo, etc.). Pero, al menos, emplazadas tal y como fueron concebidas, reunirían todas las condiciones para que fuera posible ese restallido de sentido genuino en los visitantes. Y en cuanto a la imparcialidad, pues tampoco: la aniquilación del sustrato intelectual y emocional del arte y de la arqueología convierte a los visitantes de este tipo de museos en ávidos consumidores de información estipulada (año, lugar, estilo artístico, escuela, período de la pieza, etc.), ese tipo de datos de ficha de estudiante, exteriores a la conciencia, que no agita la subjetividad de los visitantes ni les permite expandirse como soñadores de épocas pasadas.
la aniquilación del sustrato intelectual y emocional del arte y de la arqueología convierte a los visitantes de estos museos en consumidores de información estipulada
La otra forma de hacer inofensiva la experiencia del pasado, afirma Larrosa en su libro, resulta cuando se abole la distancia histórica, lo que ocurre cuando se reconstruye el pasado buscando encontrar allí las causas del aquí y ahora, lo que culmina en una demostración irrefutable de la “necesidad del presente”. Contemplar las ruinas de Grecia o las pinturas paleolíticas como nuestro antecedente inevitable supone fijar los infinitos vectores, fuerzas y contingencias de la Historia según un único modelo que le conviene al presente. Lo cual, ya lo hemos visto, se consigue haciendo priorizar el componente positivista de la Historia (ocurrió-esto-y-no-lo-otro, lo-tenemos-todo-controlado, etc.) sobre su dimensión crítica. Hay otro modo, creo yo, de abordar la Historia, y es relacionándonos con su flujo como si éste fuera en realidad un otro al que desconocemos. No un otro que nos prefigura y determina completamente, (en este caso, estaríamos eligiendo solo las características del pasado que más nos convienen, o que nos resultan más familiares) sino un otro con el que establecemos una relación de extrañeza, de diálogo, de aproximación. Una relación a tientas, dubitativa e imprevisible.
La emoción verdadera
Estoy terminando. Pero no quiero dejar de contar algo que viví el año pasado. En la cueva de Font de Gaume, situada a la salida del pueblo Les Eyzies-de-Tayac-Sireuil, apenas a 30 kilómetros de Lascaux, todavía es posible visitar algunas de las cuevas “menores”, también pintadas por el homo sapiens que habitaba la zona. Los accesos, restringidos a unas pocas personas por día, se realizan en pequeños grupos, según un orden estricto y por breves espacios de tiempo. Resulta un rara avis que se conserve este servicio cuando, apenas a 30 kilómetros, la Disneyland del Paleolítico aguarda a la muchedumbre con sus artificios virtuales y su flamante tienda de souvenirs. Pero es así, y para visitar estas pequeñas grutas no se sufren las aglomeraciones de otros lugares, a pesar de que la gran cantidad de pinturas paleolíticas en toda la zona constituye un reclamo turístico bastante importante. Cuando visité la cueva de Font de Gaume, el conservador intentó que el grupo de unos diez visitantes admiráramos los frescos de un modo similar a como las miraron sus creadores primitivos. Es decir, a oscuras, inmóviles, caminando sigilosamente entre los estrechos pasillos de la gruta, capturando la escasa luz de una lámpara que hacía que en el momento preciso las pinturas aparecieran mágicamente ante nuestros ojos. Recuerdo muy bien el clima de esa breve visita, como de curiosidad serena, como de apertura, un clima que sólo se genera cuando uno se enfrenta a algo excepcional (no en vano, los allí presentes estábamos sintiendo la emoción de atestiguar el nacimiento del arte en el hombre). Quietos, formando una fila –el mejor modo de preservar no lo decide un vigilante jurado sino el respeto del visitante–, mirábamos cómo el conservador mostraba con un pequeño puntero de luz las siluetas de los grabados en la piedra, los colores de los bisontes, las danzas de los caballos, la promesa de un arte enigmático que empezó hace más de 25.000 años y todavía continúa. Asistimos impávidos a esa ceremonia; hablamos en voz baja sin que hubiera necesidad de silencio y, a pesar de la corta duración de la visita, nadie tuvo prisa. De este modo era como los hombres de Cromagnon usaban esos recintos, y todavía ignoramos si para ellos las cuevas eran catedrales donde se postraban ante sus dioses, expositores de deseos y pasiones prehistóricos, primigenios museos de arte contemporáneo, espectáculos para el entretenimiento de los clanes, periódicos o semanarios que informaban a la tribu de los últimos sucesos o simples manuales de zoología práctica.
Aquel conservador –sin duda un enamorado de su oficio– nos inició, con su sigilo, con su delicadeza y con sus palabras en la excepcional práctica de conocer la prehistoria. Aportó con su discurso lo que Lascaux IV no puede suplantar, ni con toda la tecnología que le compre a la letal industria informática (tan empeñada en destruir algunos estratos de nuestros más valiosos usos culturales). Volviendo a Atenas, yo me pregunto: ¿No sería ésta una manera adecuada y eficaz de que las ruinas de Grecia hablaran de nuevo? ¿No se podría emplear a los cientos de historiadores, filósofos, filólogos griegos en paro para que le contaran al visitante eso que la piedra descuartizada calla? ¿No es más provechoso para un país en crisis emplear a sus titulados para que instruyan a los turistas en la emoción verdadera, en el auténtico conocimiento del pasado? Siempre me sorprenden esas decenas de vigilantes aburridos que pasan su jornada laboral sentados en una silla y mirando a los visitantes que ignoran cómo comportarse con los restos de las grandes culturas. Ahí tenemos dos colectivos que se necesitan. Este año, con motivo de la celebración de Documenta 14, la extensión del festival de arte contemporáneo de Kasel que se ha llevado a cabo en Atenas, una de las actividades performativas consistió en paseos artísticos por la ciudad, en itinerarios escogidos, tratando temas prefijados y con el elemento oral como fuente de transmisión. ¿Por qué no implementar esta práctica en los museos arqueológicos?
Ni prejuicios ni devoción
Digámoslo otra vez: las ruinas de Grecia no reflejan el paso del tiempo sino el saqueo que los pobladores del país heleno han ejercido sistemáticamente sobre el mármol en los últimos mil quinientos años. Las piquetas, las carretillas, el barco en el puerto esperando las esculturas arrancadas conforman, si se prefiere, el símbolo del paso del tiempo humano, preocupado por ocultar los referentes de las culturas anteriores por medio del expolio o para alimentar su codicia. Nos hemos acostumbrado a las efigies griegas descabezadas, imaginando que un ideal esotérico se realiza en esas decapitaciones de un modo más pleno que los viejos ideales griegos, por lo demás bastante desconocidos en nuestra cultura. Nuestro imaginario sobre Grecia no sabe prácticamente nada de los primeros intentos de gestión democrática de Pericles, del carácter magnánimo (tan distinto de la piedad) de aquella civilización ni de la exploración racional llevada al extremo que vino después por parte de las escuelas filosóficas. Nuestro imaginario griego sólo recrea columnas melladas, frisos devastados y templos religiosos agujereados. Hoy día, una nueva religión se abre paso en Grecia. El dodecateísmo o neohelenismo es una práctica que rescata los doce dioses clásicos del Olimpo griego y pretende difundir entre sus seguidores un tipo de vida en consonancia con la antigua Grecia. Personalmente dudo mucho de que este tipo de neopaganismo, cocido en la ansiedad posmoderna y el hastío (o la apretura) capitalista, le proporcione un cauce sensato a la clásica sed del hombre por la trascendencia o por el sentido. Creo, más bien, que nuestra relación con el pasado será tanto más fructífera y provechosa cuanto más presente tengamos la dimensión crítica con la que debemos convivir con las civilizaciones pasadas, entendiendo por ello el diálogo fundamentado en el elemento racional y sin prejuicios que sitúen a nuestra civilización tardocapitalista por encima de cualquier tiempo pasado, sí, pero también sin devociones absolutas.
Autor >
Roberto Valencia
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6 comentario(s)
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José Luis Cerdán
Al aire libre tiene el inconveniente que la piedra sufre una inevitable meteorización. Con el paso del tiempo las cariátides devienen en apoyo informes. También están más expuestas a actos vandálicos de todo tipo. Para mí el museo es modélico de la misma manera que también lo son el de Olympia y el de Delfos.
Hace 7 años 5 meses
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Cuquito
Totalmente de acuerdo de Angelines. Desde mi punto de vista, profano y no especialista, la vista al Museo de la Acrópolis es una maravillosa experiencia (vivida hace pocas semanas) y poco tiene de fraude al turista, en mi humilde opinión...
Hace 7 años 5 meses
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Pablo Azpilicueta
Me ha resultado muy interesante el artículo. Pondré un pero y es que veo que se le da un excesivo valor al original. En ese sentido yo agradezco los frisos del Partenón que podemos apreciar en el museo y también agradezco que en la Acrópolis hayan situado unas buenas copias de las piezas originales. Copias que mis ojos -y me imagino que los de Roberto Valencia- no pueden distinguir de los originales. Fidias esculpió con mucho detalle las imágenes del Partenón aunque eran prácticamente muy difíciles de apreciar en sus detalles cuando se las miraba desde los pies del edificio y ahora también las podemos disfrutar en el museo. Yo les doy las gracias. Para no alargarme con lo del original, encuentro muy interesante y valiente el libro de Óscar Tusquets "Todo es comparable" de editorial Anagrama, me refiero especialmente al capítulo "El fetichismo de la obra original". Y gracias a Roberto Valencia por su bonito escrito.
Hace 7 años 5 meses
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Angelines
En cuanto a lo de emplear a los historiadores y conservadores parados para ayudar a entender y "sentir" el pasado que contemplamos, estaría genial... si Grecia tuviera dinero y la UE se lo dejara gastar en algo tan poco "rentable".
Hace 7 años 5 meses
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Angelines
El autor del artículo no ha visto el mismo museo de la Acrópolis que yo. O el museo ha cambiado mucho, evidentemente a peor, desde que yo lo vi la última vez, creo recordar que en 2011. Claro, un museo no puede ser nunca como ver "in situ". Pero los restos de nuestro pasado, irrepetibles, corren numerosos riesgos, no solo el deterioro por el paso del tiempo, si se dejan en su emplazamiento original. A mi el museo me pareció de lo mejor, como todos hay que verlo con calma, incluso por partes, y poner en ello un poco de imaginació (también en los yacimientos). Por otra parte, el museo fue una exigencia británica para devolver el expoliado patrimonio griego. Se puede acusar a los griegos de ingenuos por gastar el dinero, supongo que mucho, en construir un magnífico museo, en un magnífico emplazamiento, sabiendo que cómo son los británicos para eso de devolver. Yo he tenido la suerte de pasear varias veces por la acrópolis y saber que las cariátides no son las originales no ha disminuido la emoción de pisar 2000 años de historia. A cambio, me tranquiliza saber que están a salvo, no solo del viento, la lluvia o el sol también de los posibles gamberros (que los hay en todas partes) dispuestos a dejar su firma o de los expoliadores. ¡Ah! "koré" es femenino, el femenino de "kuros". Y las cuevas prehistóricas no estaban pensadas para que se pasearan por allí cientos de visitantes diarios, así que mucho mejor satisfacer la, sana, curiosidad de los ciudadanos con una réplica que perder el original en un par de años.
Hace 7 años 5 meses
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arivoi
es suyo, que hagan lo que crean conveniente. además nos dan cienmil vueltas en conservación de patrimonio. el nuestro está desaparecido, vendido o triturado. hay que saber ver la viga del ojo propio y dejar de mirar la paja del ajeno. y en mi casa pinto las paredes del color que yo quiero no el del que quiera el vecino.
Hace 7 años 5 meses
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