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Por la boca muere el pez y se nombra el mundo. Desde lo más universal a lo más próximo, desde la última galaxia a lo más íntimo la vida es en cuanto la decimos. Cuanto hacemos no existe si no lo relatamos.
Y el sexo, lo mismo.
Recién leído el valiente artículo de Anita Botwin en este aliviadero de ideas que es CTXT me vino a la cabeza uno de los más estupendos libros de Steiner y puede que de los últimos también: Los libros que nunca he escrito, un ensayo Frankenstein (je) con artículos antiguos y alguno nuevo. El más divertido, y que viene al caso, trata sobre cómo nombramos las relaciones sexuales en diferentes idiomas y es genial, como todo lo suyo. Aparte de sesudas e ingeniosas reflexiones sobre la sexualidad humana, metido en la harina de la palabra, el profesor políglota señala el abismo que existe entre las palabras sexuales digamos que técnicas, de pura anatomía, y las coloquiales que suelen ser directamente vulgares y hasta soeces. Según él no hay un campo cómodo donde los amantes habiten sin caer en eufemismos cursis o en la grosería directamente. No es inusual recurrir a apodos infantiles, muy tiernos eso sí, para referirse a las partes pudendas de unos y otras, con diminutivos que harían sonrojar por ñoños a Miss Marple. O no se nombra nada, lo cual puede resultar consolador o lo contrario, la prueba una incomunicación que orillamos para tener la fiesta literalmente en paz. Reflexiona el maestro sobre lo peligroso que resulta la incompetencia del lenguaje en uno de los actos de mayor comunicación física, y emocional, de los individuos y luego se para en uno de esos descubrimientos tan suyos, hijo de ese espíritu juguetón que su solidez intelectual no le ha hecho olvidar. Constata Steiner con asombro, y para hilaridad de los lectores, una curiosidad: en lenguaje coloquial la expresión hacer el amor en varias lenguas empieza con f: fuck en inglés, foutre en francés, follar en español, pflucken en alemán (la p es muda) e incluso fotre en catalán. Le llama la atención al sabio que se use la misma expresión para fastidiar que para folgar y añade con muchísima sorna “¿Qué le pasa a la efe?” Podría ser, conjetura, que haya un misterioso mecanismo anatómico que convierta a la efe en la depositaria perfecta para definir la coyunda y la fornicación y pudiera ser que por una tara, vete tú a saber de qué pasado belicoso, asociemos ese mismo placer con su ausencia. Y cuando queremos joder a alguien no hablamos precisamente de hacerle feliz.
El ensayo de Steiner aunque es casi un juguete literario da en el clavo de algo tan profundo como la comunicación, o su ausencia. Con menos títulos universitarios y con el único afán de hacer pensar sonriendo, Chumy Chumez dejó dicho en una viñeta que “el hombre es el único animal que mata por placer y hace el amor por otras razones”.
Botwin habla de la empatía también en el amor. Desde la sororidad, añade también con su poco de guasa. Y todo ello en medio de una reflexión, quisiera creer que general, sobre la sexualidad masculina y su lectura más atroz: la cacería de las manadas y otras hordas como expresión viril en modo juerga y en plan machote de marcha. No se trata, excuso decir, de culpar al hombre como tal, a todos y cada uno, que los hay buenos y muy buenos huelga decirlo, sino la construcción del hombre como ser social y sexual como depredador. Lo mismo te cazo un león que me tiro a una hembra con el noble afán de procrear y de paso aliviar ese instinto natural que anida arriba, la cabeza se supone, y abajo, ya me entienden. Amparo Rubiales, referente del feminismo, escribió hace poco, y al hilo también del hartazgo femenino de sentirse presas de cacerías y jolgorios, sobre la falocracia. Todo un universo de iconos identitarios en torno al falo y a su poder, toda una manera de ser, de amar, de existir a mayor gloria de la capacidad voraz del pene y de la actividad sexual en modo titán. Desde el pionero Josep Vicens Marqués hasta los últimos libros de Octavio Salazar hay una corriente crítica sobre el modelo de masculinidad y la idea del hombre no supremacista, en cuanto a su sexo digo.
En la construcción de la mujer liberada ¿cuánto de esa falocracia de la que habla Rubiales nos hemos apropiado en una imitación de aquello que al fin y al cabo era el Poder y nosotras sus víctimas?
Pero ¿y nosotras? El descubrimiento del clítoris, Master y Johnson y sobre todo el célebre informe Hite enterró para siempre el papel secundario, de simple receptora, amantísima, del atributo del varón e incluso puso en jaque al coito como única forma de yacer entre hombre y mujer y pasárselo en grande. Exquisitas emociones aparte, qué sería de nosotros sin ellas, las mujeres empezaron a hablar de sí mismas como sujetos de deseo y no exclusivamente de objetos (aunque el ABC recuerde a las ministras recién nombradas que una mujer no debe descuidar jamás su maquillaje, será porque le impide pensar o algo, supongo). Pero asumido el posible papel de activas, cada cual según su personalidad y también el día… ¿cuál es el modelo? Reconozco que me divertí un tiempo con las chicas de Sexo en Nueva York y que resultaba refrescante su soltura pero, pijerías aburguesadas aparte, me resultaba agotador esa búsqueda de macho (que termina en boda, por cierto, muy revolucionario todo y nada conservador, por las quejilas) cada noche, con algunas excepciones de cita de chicas para hablar… de hombres. Cada una que se busque la felicidad como le plazca pero a mí no solo me llegó a aburrir muchísimo sino que, distancias aparte, me evocaba a los grupos de chavales recién salidos de la mili contando chistes verdes, jo, jo, jo. Exagero. Pero sólo un poco. Por no hablar de las mujeres de Almodóvar en Todo sobre mi madre y su conversación sobre las felaciones (“hace tanto que no me como una polla”) situación que yo no he vivido nunca y menos aún he dicho o he oído decir a mis amigas que no son precisamente catequistas ni mojigatas ni todas lesbianas. En la construcción de la mujer liberada ¿cuánto de esa falocracia de la que habla Rubiales nos hemos apropiado en una imitación de aquello que al fin y al cabo era el Poder y nosotras sus víctimas? Me explico, para que no crean que practico una especie de vida sexual sana a lo vegano amatorio: las relaciones personales, sexuales o no, son tan infinitas y libres como queramos, sin más límite que la voluntad de la pareja, o las parejas, que me acuerdo de la Habitación oscura de Isaac Rosa y me pongo hasta tierna. (No se pierdan esa intrigante y valiente novela a la altura de las películas La liasson pornografique o “Secretaria”). Pero dentro de esa libertad y de la reconstrucción de las relaciones entre iguales, sin roles preconcebidos de conquistador y conquistada ¿hasta qué punto no hemos caído a veces en un cambio de roles que como Lampedusa cambiara todo para que todo siguiera igual?
En esta revolución de los roles todos deberíamos salir ganando. Desde la libertad y desde el respeto. Confieso que cada mañana, muy temprano, cuando oigo la radio y escucho un anuncio de un energizante (¡ay, pobre Carlos Sobera!) que dice a los hombres que con tal prodigio triunfarás y repetirás, me da una compasión infinita. Que el placer sea casi una obligación y un rasgo de salud y vitalidad debe ser agotador. Vaya condena mis queridos varones con tener que tener la espada inhiesta las 24 horas a riesgo de parecer un capón. Estímulos comerciales aparte en el informe cualitativo que encargó hace años el Centro de Estudios andaluces sobre consumo de prostitución había una constante en todos los grupos encuestados: los hombres compran sexo para aliviar su condición natural, su necesidad biológica de meterla, con perdón, tan apremiante como respirar o beber o comer. Tanto que ni siquiera se preguntan qué efecto produce en el otro ser humano que se pague por usar su cuerpo (poseerla en lenguaje de cuñado ilustrado).
Como dijo una amiga, periodista y presidenta de una afamada Fundación con nombre de escritor portugués: “si en lugar de flúor en las aguas hubieran puesto bromuro la vida sería mucho más pacífica”. Se non è vero è ben trovato.
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Autora >
Mercedes de Pablos
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