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El cierre de Starbucks: una práctica política vacía

La cadena internacional de café reaccionó al racismo de un empleado con una jornada de sensibilización para sus trabajadores. La estrategia de lavado de imagen reconcilió a la marca con sus consumidores, aunque no cambió nada

Nathaniel Friedman / Jesse Einhorn (THE BAFFLER) 18/07/2018

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A principios de mayo, un empleado de Starbucks en Filadelfia denunció a la policía a dos clientes que se negaban a abandonar el establecimiento. Los hombres, ambos afroamericanos, afirmaban estar esperando a un amigo. El jefe del local, que era blanco, afirmaba que aquellos hombres “habían entrado sin permiso y estaban perturbando el orden”. El video del incidente se hizo viral; Starbucks se limitó a expresar su “decepción” por el incidente y prometer que no volvería a pasar; una declaración escueta y claramente insuficiente ante los ojos de muchos, que provocó aún más rabia y desató la amenaza de una iniciativa de boicot a la empresa. Starbucks volvió a disculparse, esta vez con mayor precisión, en un intento por reducir los daños, y anunció el cierre de 8.000 sucursales de EEUU el 29 de mayo para que todos los empleados pudieran asistir a un curso de sensibilización.

A simple vista, pudiera parecer una victoria en la batalla cada vez más controvertida por la igualdad racial en EEUU. La reacción del jefe es un ejemplo de racismo en la vida cotidiana que se combate con formación y sensibilización, aspectos que deberían estar implantados en todos los centros de trabajo. Ciertamente, no tendría que haber hecho falta llegar a una crisis de comunicación corporativa para que la compañía incorporara tan repentinamente la iniciativa a su política de empleo, aunque más vale tarde que nunca. Se puede afirmar que huele a ardid publicitario, o aplaudir al leviatán del café por haber reaccionado con tanta rapidez. 

Lo cierto es que la estrategia para salvar la cara suscita inevitablemente un profundo escepticismo. Los ejecutivos de Starbucks, ante la creciente presión ejercida por los consumidores, no sólo salieron airosos de la situación y se hicieron con el control del relato. Lograron revertirla y lograron reparar, reforzar incluso,  su imagen de marca de empresa con una buena práctica política. Si bien su primera reacción había sido bastante decepcionante, la compañía logró explotar y reforzar la idea de aspirar a implantar una buena política de empresa. El bombardeo publicitario pretendía convencer al mundo no solo de que Starbucks era una buena compañía, sino de que se esmeraba en hacer las cosas mejor.

Y es en este punto donde la situación se torna a todas luces siniestra. Con nuestras loas a este último amago de reforma de la propia imagen corporativa participamos en la clásica fantasía neoliberal de satisfacción del deseo. Aún inconscientemente, hablamos de las políticas de las empresas como si de algo maleable se tratara, cuando en realidad son uniformes e inquietantes. Starbucks es una multinacional de enormes dimensiones, inextricablemente anclada en el sistema del capitalismo global y, como tal, es cómplice de todas las formas de opresión que el sistema genera y enaltece. Sin embargo, en la era de las marcas, las corporaciones no son meras entidades de negocio. Nuestra percepción de nosotros mismos como consumidores con capacidad de discernir conlleva el deseo correspondiente de poder establecer una relación personal, seria, con los productos y servicios que mantienen nuestros egos voraces en las nubes.

Starbucks, al aparentar que hace las paces con sus detractores, consigue mantener la falacia de que efectivamente se puede hacer las paces

Para terminar de completar la ecuación, las marcas adoptan una vida antropomórfica propia. Puesto que tenemos la necesidad de comprometernos con ellas desde el ámbito personal, creemos que poseen personalidades, inclinaciones, voces, vibras e incluso una identidad política propias y características como si de un individuo se tratara. Esta lógica ha demostrado ser enormemente controvertida cuando las marcas, y las corporaciones que las crean, reivindican tener un estatus cívico igual al nuestro (véanse el caso Citizens United y Hobby Lobby de Roberts Court). Sin embargo, esta imagen de las corporaciones como marcas “colegas” no se cuestiona ni se confronta en el mercado de consumo más amplio.

Las marcas, como si reconocieran estos parapetos cívico-procedimentales, saben dónde están los límites de su práctica política; una marca sólo puede hablar o intervenir en determinados asuntos hasta cierto punto, antes de que entren en juego otros sistemas interdependientes, de mayor calado. En otras palabras, la práctica política de nuestras marcas tiende a ser a la carta; saben coger los temas de forma aislada, y se refieren a ellos sin pensarlo como “causas”. De ahí que el autonombrado líder de #BlackLivesMatter, DeRay Mckesson, haya dado una charla patrocinada por los magnates de los préstamos hipotecarios flagrantemente racistas de Wells Fargo –como si la brutalidad policial pudiera separarse con pulcritud de otras formas de violencia como los préstamos abusivos y otras mecanismos de opresión económica. Desde el momento en que la crítica radical interseccional planteada por Black Lives Matter se reduce a un único tema de debate, este está listo para que se lo apropie la corporación.

Esta es la dinámica que se observa ante la reacción de rabia que provocó el incidente de Starbucks. El hecho se toma aisladamente: “Starbucks tiene que abordar el problema del racismo entre sus empleados”, para luego enfrentarlo fácilmente mediante la aplicación de medidas llamativas (como el parón para la jornada de sensibilización, o la iniciativa Race together de 2015, aún más efectista). Y voilà:  se ahorra el mal trago a la corporación de tener que asumir toda la responsabilidad por su conducta despreciable. Y, al permitir generosamente a nuestros caciques corporativos confeccionarse a medida semejante coartada, de paso nos zafamos de toda culpa: estamos dispuestos a perdonar a las corporaciones, que pongan al mal tiempo buena cara, porque intuitivamente las tratamos como marcas que reflejan quienes somos y quienes queremos ser.

El resultado es muy favorable para las corporaciones. No solo les permite parecer concienciadas en materia de asuntos raciales y presentar sus productos con una imagen de marca de justicia social; además, su rapidez de reacción y capacidad de reducir los daños causados sirve para evitar toda amenaza de acción colectiva en forma de huelga o boicot. Ante la ausencia de cualquier presión externa de este tipo, los directivos de las corporaciones toman las riendas de los términos del debate y del posicionamiento crítico. Al proclamar su propia identidad verbal, logran definir los términos de la traición a la confianza, qué daños pueden subsanarse y cuáles serían los términos de una práctica política aceptable. Al mismo tiempo evitan que se les vaya de las manos una potencial reacción crítica hacia su marca de mayor calado, admitiendo  los errores que más les conviene y quitándose de encima un problema que en definitiva seguirá sus propias y particulares pautas para resolverse. 

Esta dinámica cobra fuerza y se beneficia  del carácter atomizado de la contestación al suceso. Además, las acertadas iniciativas orientadas hacia la formación barista o las fatuas “conversaciones sobre las cuestiones de raza” alrededor de una taza de café permiten a nuestras marcas favoritas perder el menor número de consumidores posible, algo imposible si se llegara a una fórmula de acción colectiva caracterizada por una lógica de inherente polarización.

Aún más, al aparentar que hace las paces con sus detractores, consigue mantener la falacia de que efectivamente se puede hacer las paces; que, como marca, su responsabilidad política es equiparable a la de cualquier individuo.

Para entender mejor cómo se manifiesta este falso reclamo en la vida cotidiana, es muy instructivo observar cómo funciona la identidad política individual bajo el neoliberalismo. Al poder permitirse preocuparse solo por determinadas cosas –ya sea por pereza, por privilegio o por un egoísmo perverso– el yo político funciona como una especie de gestión de la marca personal. Este mecanismo nos permite obviar el sistema de opresiones interdependientes que nos rodea, e ignorar los muchos otros mecanismos que nos animan a entender la política como algo más que el típico juego de siempre o una melé para obtener una ventaja marginal en el ciclo informativo en temporada de campañas. No, la lógica política de la marca nos convierte a todos en protagonistas de una suerte de activismo que refuerza nuestra propia imagen pública. O, dicho en otras palabras, la práctica política a la carta de las marcas deriva directamente de lo que hoy en día pasa por implicación política. De hecho, el cuidado ensamblaje de una cosmovisión del mundo poco proclive a los sobresaltos –aderezada con un toque de Blak Lives Matter por aquí, o un estallido de solidaridad #Me too por allá– casi siempre goza de mayor apoyo social que otra que ahonde  en aspectos estructurales y exija una mayor rendición de cuentas. Y, armados con memes y hastags al estilo de una marca, somos libres de poner en práctica una política de consumo personal sin costes, sin que lleguemos a subvertir el orden ni a tener capacidad real para incitar al resto a que se adhieran  a otras cosmovisiones del mundo.

En este sentido, se produce una simbiosis reveladora: las marcas son individuos pero también es cierto que los individuos son marcas, y esa práctica política superficial tan útil para las corporaciones es también conveniente (e instrumental) para la gente, cuya principal preocupación es cómo perciben los demás su propio grado de concienciación relativa, y que acaba definiendo los límites de su activismo político.

Dados los presupuestos de los que parte nuestra política corporativa, la declaración inicial por parte de Starbucks –aún siendo ineficaz– fue la acertada. El postulado de la “manzana podrida” –recurso frecuente para alejar a los agentes asesinos de las instituciones de la ley y el orden–, podría aplicarse perfectamente en este caso. El jefe mostró su racismo y fue destituido rápidamente; se expulsa a la manzana podrida, problema solucionado, por lo menos hasta que surja el siguiente. Algo parecido a un remedio casero, en el mejor de los casos, pero que por lo menos supondría llamar a las cosas por su nombre: un jefe de sucursal racista es un jefe de sucursal racista. 

De modo que, en lugar de evaluar con honestidad las prerrogativas o responsabilidades corporativas, tenemos un falso camino del medio 

Otra opción hubiera sido que Starbucks hubiera dado un paso más –“no se puede denunciar a la policía a las personas equivocadas”– e iniciado un debate sobre si es o no oportuno tener capacidad de denunciar a cualquiera, o sobre los derechos que supuestamente tienen los consumidores en estos espacios cuasi públicos, y qué tipo de orden cívico, como titular de ese espacio, tiene derecho a mantener Starbucks. Pero, obviamente, ni Starbucks ni ninguna otra marca corporativa admitiría ninguna de las premisas básicas necesarias para mantener un debate serio en estos términos –la idea de que deben respetar los conceptos de igualdad socialdemócratas fundamentales, además de tener licencia para adaptarse a la imagen del movimiento du jour.

De modo que, en lugar de evaluar con honestidad las prerrogativas o responsabilidades corporativas, tenemos un falso camino del medio. Y esto también acaba resultando ventajoso a la marca: aunque Starbucks sale mal parada en el corto plazo, la compañía ha mejorado su perfil público de marca con una identidad política autónoma, que encima es capaz de auto enmendar sus errores. El mito permanece incontestable y tiene vía libre para seguir business as usual.

Bueno, ¿y sobre esos 8.000 locales que cerraron durante un día? Desde abril, había más de 16.000 locales de Starbucks en EEUU, contando los gestionados por la compañía y las franquicias. Quiere decir que aunque la dirección de Starbucks haya dado la impresión de que toda la cadena iba a cerrar durante un día, lo cierto es que los consumidores no tuvieron muchas dificultades para disfrutar de su macchiato.

Sin embargo, la lección que cabe extraer de este ejemplo no es de índole financiera, ni siquiera se trata de una cuestión de gestión, propiamente dicha. Mientras muchos de nosotros seguiremos debatiendo si la escenificación de salvar la cara acaba aumentando la credibilidad de la compañía más de lo que se merece, la pregunta sin respuesta, y en gran medida no planteada, es si la marca merece tener ningún tipo de credibilidad. 

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Nathaniel Friedman es editor de Victory Journal y colaborador de GQ
Jesse Einhorn es miembro fundador del grupo FreeDarko.

Traducción de Olga Abasolo.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.

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Autor >

Nathaniel Friedman / Jesse Einhorn (THE BAFFLER)

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