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 Estaba en uno de esos países en los que tu espalda suda diferente. Era una sensación agradable, que te hacía sentir vivo. Salgari habla de ese sudor, si bien nunca lo experimentó. Él acudía, frecuentemente y desesperado, al puerto de Génova, donde los marineros le hablaban de los mares del Sur y de esa sensación en la espalda, que nunca conoció. Con esos y otros datos volvía a casa, a escribir durante horas y horas, para mal pagar las facturas que ocasionaban la enfermedad de su esposa, bellísima, ingresada en un psiquiátrico. Yo, entonces, no tenía nada de lo que tuvo Salgari. Al contrario: disponía de ese sudor en la espalda. Sabía que era un pequeño tesoro. Y paseaba con mi pequeño tesoro por un pequeño poblado cuando, de pronto, sucedió algo que nunca había vivido. Un terremoto. Tuve miedo. Empecé a correr. Hasta que me crucé con otra persona como yo, asustada, que llegó a mí a toda velocidad. Chocamos. Nos miramos. Él siguió corriendo en la dirección de la que yo venía. Yo seguí corriendo hacia donde provenía él. En ese momento comprendí que era absurdo correr, pues no existía ninguna dirección en la que no hubiera terremoto. Me detuve en ese momento, y nos vi a todos nosotros, asustados, corriendo y chocando. Unos segundos después, todo concluyó. El seísmo había sido breve y, aparentemente, sin destrozos. 

No he vuelto a experimentar ese primer y único rayo de calor en la espalda pero, desde entonces, he vivido muchos terremotos. Decenas. Cientos. De pronto, todo el mundo siente miedo, corre, choca. Y yo permanezco inmóvil, pues sé que, en ese trance, no hay dónde ir. Posiblemente veo, en ese momento, lo que veía Salgari cuando iba al puerto.