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El antifascismo y el miedo al poder de la izquierda

Toda política antifascista tiene que ayudar a resistir las oleadas de extremismo de derechas mientras intenta desarrollar un apoyo popular que permita desmantelar las condiciones materiales y culturales que lo engendraron

Maximillian Alvarez (THE BAFFLER) 26/09/2018

<p>Protestas en el campus de Berkeley en agosto de 2017.</p>

Protestas en el campus de Berkeley en agosto de 2017.

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[Este artículo es una adaptación de la conferencia que di en la Universidad Purdue el 18 de abril, y que organizó la delegación Purdue de la Red Antifascista Universitaria (Campus Antifascist Network)]. 

Hoy en día, la gente en Estados Unidos suele mostrarse profundamente incómoda, cuando no se retuerce de asco, al escuchar la palabra “antifascismo”. En la mayor parte de los casos, parece como si se tratara de una palabrota. Solo eso debería ser prueba suficiente para demostrar la desesperada falta que hace.

En general, y entre otras cosas, me describo como un antifascista. En concreto, trabajo en los comités directivos locales y nacionales de una organización llamada Campus Antifascist Network (CAN), cuya misión es construir amplias coaliciones que aglutinen a las distintas comunidades que existen en los campus universitarios, con el objetivo de prevenir que se afiancen las fuerzas subrepticias del fascismo y para movilizarse en su contra cuando aparecen. En calidad de eso, regularmente colaboro y organizo eventos con personas de muy diversa índole que no dudarían en describirse a sí mismas como antifascistas (desde socialistas de la DSA hasta anarquistas o demócratas de base). De forma colectiva e individual, nuestros grupos realizan un gran trabajo que entra dentro de lo que se considera la más amplia y polifacética causa antifascista; una causa que, en contra de lo que suele pensarse, no se limita únicamente a dar puñetazos a nazis y a supremacistas blancos como Richard Spencer.

Sin embargo, he descubierto que quizá el mayor obstáculo para el avance de esta causa y la consecución de un mayor apoyo en su favor es el amplio estigma popular que se asocia con antifascismo en la política presente. Atenuar el tenaz control que ejerce este estigma sobre el pensamiento de nuestros conciudadanos, y ayudarles a ver que sus luchas diarias están más estrechamente relacionadas con la causa general del antifascismo de lo que podrían pensar, es una tarea hercúlea, pero vital, que no tiene comparación posible. No debería ser difícil ver que uno de los primeros indicios del desplazamiento del subconsciente estadounidense (e internacional) hacia una política y filiación de tipo fascista es la denigración generalizada que se hace de aquellos que más se dedican a contrarrestar el fascismo.

Por el bien del futuro de la izquierda, debemos trabajar juntos para recuperar el rol del antifascismo (tanto en el ámbito de base, como en el imaginario popular); debemos desligar al antifascismo y a su reputación de los malentendidos que se vierten sobre él y del estigma radioactivo que continúa haciéndolo parecer más desagradable que nunca, precisamente cuando más se necesita; y quizá más importante todavía, debemos rescatar al antifascismo del vacío desalmado y falto de ironía que se oculta detrás de la cara de idiota de Madeleine Albright.

Palos y piedras

¿Dónde está el origen de este estigma? Para ser justos, una parte proviene precisamente de las locuras y la desorganización de las actuales políticas antifascistas, incluido el fracaso de los antifascistas por combatir la mala prensa que reciben con una “marca” que conecte con un público más amplio y consiga influenciarlo. Sin embargo, para ser más justos todavía, una gran parte de nuestra lucha cuesta arriba por disipar las numerosas fuentes de desinformación que tienen al activismo antifascista como objetivo, está relacionada con el aumento de una industria doméstica que se dedica a difamar al antifascismo y que está compuesta por una amplia gama de expertos y políticos, que va de la extrema derecha a la izquierda extremista.

Sin embargo, esto no quiere decir que todos los argumentos en contra del antifascismo sean iguales. De hecho, después de recibir multitud de ataques verbales incendiarios, uno empieza a tener la sensación de que, sin contar las caricaturas absurdas y el alarmismo cínico, la derecha comprende al núcleo radical del antifascismo mejor que muchas personas de la izquierda. La derecha entiende que lo que actualmente llamamos “antifa” no es más que una parte de un movimiento más amplio. Un movimiento (o un “movimiento de movimientos”) compuesto por diversos grupos de izquierda cuyo compromiso con el antifascismo es (o debería ser) completamente indisociable de su impulso colectivo por derrocar las existentes fuerzas sociales desiguales, dominantes, excluyentes y violentas, que los fascistas y los protofascistas querrían adueñarse y convertir en un arma que poder utilizar en su propio beneficio. Al mismo tiempo, muchos en la izquierda están ocupados en distanciarse del antifascismo como tal y dejar aislados a los antifas como si fueran una secta aberrante con poca o ninguna conexión con la izquierda “verdadera”. (Están, por decirlo claro, apuñalando por la espalda a los antifas, que son considerados por lo general un sinónimo de los anarquistas, y dejando a camaradas como los acusados del J20 en la estacada).

Podemos ver ante nuestros propios ojos cómo las habituales críticas desde dentro de la izquierda contra los antifa en particular, y contra los antifascistas en general, comienzan a afianzarse y convertirse en opiniones generalizadas sin discusión posible. De esta versión de consenso, afloran tres críticas principales sobre el antifascismo:

  • El antifascismo está, en su sentido más literal, equivocado. El movimiento antifa, según ese argumento, concentra exclusivamente su energía en pelearse con individuos despreciables y grupos de odio radicales como si fueran la mayor y más urgente amenaza contra la sociedad, sin importar lo insignificantes y marginales que sean. Al hacerlo, los activistas antifascistas ignoran los horrores políticos y socioeconómicos del presente. Al fijar su mirada en un mal quimérico situado en un horizonte lejano, en lugar de ver las realidades materiales del presente, son incapaces de reconocer que es poco probable que se produzca un auténtico resurgir fascista si tenemos en cuenta que las condiciones históricas objetivas de nuestro momento actual se parecen muy poco a las que engendraron el fascismo de verdad en Italia después de la I Guerra Mundial o en Alemania y en España poco tiempo después.
  • El antifascismo es pueril. Esta acusación se basa en que los antifascistas no siguen ninguna doctrina, que sus acciones las llevan a cabo en gran medida activistas desorganizados que convierten en realidad sus fantasías de machotes que luchan de forma literal contra nazis en las calles y que utilizan los puños para conseguir justicia y gloria. (Esta imagen por lo general va acompañada de una percepción de los antifascistas como militantes con una mentalidad cerrada que no están interesados en discutir y que tienen el gatillo fácil para tachar de “fascista” a cualquiera que no está de acuerdo con ellos). Su obsesión con la acción directa, e incluso violenta, que a menudo provoca comparaciones con la alt-right, demuestra su falta de madurez y su falta de habilidad para organizarse a largo plazo y a gran escala.
  • La táctica del antifascismo es corta de miras. Los críticos sostienen que, aunque puede que las tácticas más fácilmente reconocibles contra las movilizaciones fascistas (sobre todo dar puñetazos a los nazis y la “negación de plataforma” (no-platforming)), cosechen beneficios en el ámbito local y de forma inmediata, en el fondo no son más que catárticas y antipolíticas. Para ellos, los excesos exagerados y provocadores de las políticas antifascistas demuestran el peligroso menosprecio que siente nuestro movimiento por el poder de percepción popular y por las estructuras de poder más importantes que conforman la vida y la política estadounidense (unas estructuras de poder que a menudo utilizan las tácticas de los antifascistas como excusa para reprimir a la izquierda misma).

En pocas palabras y según esta visión, la política antifascista es fácil. Es totalmente reactiva, y no está concienzudamente organizada; es emocional, y no está muy bien pensada; se centra única y exclusivamente en combatir las amenazas inmediatas sin preocuparse mucho por la imagen o por los efectos a largo plazo; y se limita a enfrentarse frontalmente con individuos o pequeños grupos extremistas sin prestar atención a la situación histórica general que los engendró.

El espejo de Ockham

No obstante, esta no es la realidad del antifascismo. La idea de que las políticas antifascistas son simplistas y limitadas se basa, irónicamente, en una interpretación limitada y simplista de lo que es el antifascismo. Esa interpretación es lo que sucede cuando el sesgo negativo, los rumores y las caricaturas generalizadas se repiten tanto como para convertirse en una sólida realidad. Es lo que sucede cuando una mala experiencia personal con gente que se llama a sí misma antifascista se convierte en el modelo para juzgar las políticas antifascistas en su conjunto. Es lo que sucede cuando una visión miope de las cosas tal y como aparecen (o no aparecen) en internet se confunde con una cobertura completa del mundo en general. Igual que un proyector de vídeo, se proyecta a través de los ojos una determinada visión sobre la vida, directamente sacada del ordenador, que sale por el gran orificio de la propia cabeza.

La imagen real es bastante diferente, y dice mucho más sobre la izquierda actual, que cada vez haya más segmentos que se apresuren a rechazar el antifascismo, como si este representara una especie de antítesis caricaturizada de nuestros objetivos principales. Porque el antifascismo no es una ideología repetida, sino que, en el fondo, es una forma de hacer política (una postura política firme) con toda la finalidad y voluntad de un movimiento popular, que se aprovecha de la larga y transnacional infraestructura de la política socialista, comunista y anarquista para frenar en seco las movilizaciones fascistas, y al mismo tiempo, como describe el historiador Mark Bray, “desarrollar el poder comunitario popular e inocular el fascismo en la sociedad mediante la promoción de una visión política de izquierdas”. Se trata de una política concertada, basada en la coalición, que percibe la violencia de la extrema derecha y los impulsos autoritarios populares como una continuidad histórica y como una probabilidad repetible en los convulsos extremos dialécticos del capitalismo y del nacionalismo.

Por ese motivo, los antifascistas entienden que es peligrosamente reductor asumir que el antifascismo es innecesario porque nuestras condiciones históricas son diferentes de las que dieron lugar al fascismo en el siglo XX. En palabras de Geoff Eley, un reputado historiador del nazismo: “No tiene sentido trazar paralelos directos entre las políticas actuales de la extrema derecha y las políticas que se autodenominaban fascistas en aquel entonces”. La verdadera pregunta es: ¿qué tipo de condiciones materiales y qué crisis (inter)nacionales harían que políticas de corte fascista resultaran atractivas para las personas de hoy en día, personas cuya fe en las operaciones e instituciones de los gobiernos democráticos presentes está erosionándose rápidamente, tal y como sucedió en el pasado?

Al contrario de lo que sugieren quienes lo critican, el antifascismo no se basa en luchar contra la fantasía alarmista y temerosa del futuro de una distopía totalitarista, sin preocuparse por las heridas abiertas de este presente lo suficientemente distópico. Más bien, el antifascismo es, si cabe, el que más pendiente está del presente, porque adopta una postura sobria y verdaderamente materialista (en ausencia de una sólida alternativa de izquierdas) en relación con una inevitable deriva nacional hacia soluciones de estilo fascista para las crisis globales del siglo XXI: cambio climático; intensificación de guerras internacionales por los recursos naturales; crisis de refugiados y migrantes cada vez más graves y, por ende, inquietud por las fronteras abiertas y la identidad nacional; la automatización del trabajo; grados cada vez más notorios de desigualdad económica y precariedad financiera; etc.

A medida que estas crisis se multiplican, aumenta la probabilidad de que Estados Unidos y otros países se sientan atraídos por los impulsos fascistas que cada vez más caracterizan nuestro siglo. “Mentalidades defensivas, conjuntos de políticas organizadas en base a la ansiedad, la cerrazón como paradigma social emergente, son los factores que motivan progresivamente las tendencias autoritarias y violentas de los gobiernos contemporáneos. Si combinamos todo esto”, escribe Eley, “podrá producirse el tipo de crisis que fragüe una política similar al fascismo”. La persistencia de una situación de crisis ha permitido, y seguirá permitiendo, que prosperen las políticas de derechas al estilo de Trump. En vista de esa situación, cualquier política de izquierdas que no sea conscientemente antifascista está condenada al fracaso.

Por tanto, el asunto no es reclamar que el fascismo reciba un tratamiento más justo, hay cosas mucho más importantes que eso. Además, tampoco tengo motivos para reiterar aquí una explicación más completa y sofisticada de la historia y el funcionamiento práctico de las políticas antifascistas cuando otros ya han dedicado horas extraordinarias a hacer precisamente eso (véase Natasha Lennard, Mark Bray, Shane Burley, Alexander Reid Ross, etc.). El asunto es que, para poder reivindicar el antifascismo en nombre de una izquierda ecuménica que esté a la altura de las necesidades de este siglo, nos vemos obligados a enfrentarnos a serias contradicciones ideológicas y tácticas que se integran dentro de las principales críticas de izquierda a las políticas antifascistas actuales.

Tales contradicciones, sobre todo en lo que se refiere a establecer cómo deberíamos abordar la cuestión del poder, están directamente relacionadas con el futuro de cualquier política que se considere de izquierdas en Estados Unidos. Si no se aborda esta cuestión, no solo seguirá entorpeciendo nuestra capacidad colectiva para luchar contra las movilizaciones fascistas cuando aparezcan, sino que también socavará la tarea última de elaborar una política de izquierdas que corrija las perversas condiciones materiales de las que surge y en las que se afianza el fascismo.

Pérdidas netas

Ahora agárrense fuerte, porque vienen las alusiones al errático y provocador Freddie DeBoer. Actualmente, es casi imposible mencionar a DeBoer durante una conversación de izquierdas sin provocar una acalorada orgía de ataques ad hominem en la que todos acaben frustrados e insatisfechos. Esto no es del todo sorprendente, ya que el sello distintivo de DeBoer en internet es sobre todo el de provocar, e incluso dividir, a los compañeros de izquierdas.

No obstante, quiero dejarlo claro: tengo exactamente cero interés en meterme en las “políticas” de culto online (positivo o negativo) a la personalidad. Simple y llanamente, son una auténtica pérdida de tiempo. Sin embargo, si tenemos en cuenta la presión que ejercen estos temas sobre la dirección que toma el discurso interno de la izquierda actual y si tenemos en cuenta cuánto modulan nuestro propio pensamiento y nuestra receptividad hacia ideas opuestas, creo necesario ofrecer un descargo de responsabilidad.

Casi no conozco a Freddie, nunca nos hemos encontrado en persona, aunque nuestras limitadas interacciones han sido cordiales. Lo que sí sé es que no tengo ningún derecho a hablar de su carácter o sugerir cómo el mismo debería encajar la interpretación que los demás hacen de su trabajo. Aunque pudiera, ¿de qué serviría? Y, de todos modos, esto no va sobre él, ni sobre cualquier otro individuo que se mencione aquí (esto trata de trabajar en las ideas, no de acusar o condenar a individuos). Sin embargo, en la medida en que los argumentos de DeBoer sobre las políticas y tácticas antifascistas se reutilizan extensamente y suponen una rama influyente y relativamente extendida del pensamiento progresista dominante, sería difícil, y al mismo tiempo ridículo, ignorarlos. (De hecho, en algún momento u otro, DeBoer ha empleado casi todas las caracterizaciones negativas que se enumeran más arriba). Por eso me centraré en esos argumentos y en nada más.

Poder roto

Uno no puede realmente comenzar a hablar de políticas antifascistas, o de cualquier otra política, en realidad, sin hablar primero de poder. ¿Cuánto poder tenemos actualmente? ¿Cómo conseguimos más? ¿Cómo y dónde, en nuestros respectivos entornos, podemos aprovecharlo de manera eficaz y con qué objetivos? ¿En qué consiste el poder legítimo en la actual economía política y cuánto de lo que consideramos poder no es más que fárrago, comodidad o distracción? ¿Qué tipo de poder tienen nuestros enemigos sobre nosotros? ¿Cómo determina su poder quiénes somos y cómo pensamos? Y, ¿de qué medios disponemos, de manera individual o colectiva, para protegernos?

Estas preguntas básicas suponen el necesario punto de partida para cualquier cometido de carácter escrito u organizativo que se considere “político”. Yo mismo soy un escritor y organizador, pero rara vez soy capaz de ofrecer respuestas satisfactorias a estas preguntas. Sin embargo, al menos intento mantener una visión lo más amplia que puedo sobre ellas, porque si no pienso en el poder, lo más probable es que esté dejando que el poder piense por mí.

Es muy sencillo: sin un cálculo serio y estratégico sobre la cuestión del poder, no existe política de izquierdas. Y para cualquiera que lea, escriba u organice en la actual esfera política de izquierdas, la necesidad de realizar semejante cálculo es particularmente aguda. Teniendo en cuenta que las fuerzas reaccionarias claramente tienen el control, cualquier fallo por nuestra parte en lo que se refiere a evaluar de manera sobria las opciones estratégicas de que disponemos en la actual estructura de poder podría fácilmente tener consecuencias desastrosas.

Sin duda, las políticas antifascistas contemporáneas suelen funcionar como chivo expiatorio para los críticos, que las tildan de fracaso pragmático, para explicar la realidad de cómo funciona el poder hoy en día. De hecho, para un contingente cada vez mayor de la izquierda, se ha convertido en una práctica habitual desdeñar las políticas antifascistas haciendo referencia, o postergando, al poder en sí. Esto se hace especialmente patente cuando se trata de “antifascismo” dentro del movimiento estudiantil.

Esta línea de pensamiento cuenta con diversas variaciones del mismo argumento, que han avanzado ya algunos de mis compañeros de izquierda, como por ejemplo Freddie DeBoer y Angela Nagle. Tanto DeBoer como Nagle sostienen que la izquierda se centra demasiado en cosas como construir marcas personales, realizar “sensibilizaciones” y predicar a nuestro coro habitual de internet. También sostienen que, además de cualquier otra forma perceptible de poder, la izquierda carece seriamente de la habilidad para lidiar con los fundamentos prácticos y teóricos de sus propias convicciones sobre el poder, y que en su lugar optan por emplear visiones de consenso mal definidas, algo que no creo que esté muy lejos de la realidad.

Sin embargo, en mi opinión, el problema es que el poder como tal está comenzando a rechazar cada vez más las políticas antifascistas de gente como Nagle, DeBoer, etc., que cualquier otro principio teórico de izquierdas. Para ilustrarlo, voy a emplear una larga cita de DeBoer, que proviene de un debate que tuvo lugar en el programa televisivo de Katie Halper, donde él y Nagle compartieron sus opiniones sobre los activistas universitarios que emplean la táctica antifascista de la negación de plataforma:

“Cuando hablamos de estos debates sobre la libertad de expresión, siempre nos situamos en este extraño universo teórico en el que [la gente de izquierda] tiene poder político de verdad, y eso no es así. Históricamente sabemos que si se resume el discurso de alguien no es el de la derecha, que hoy en día es quien domina la política electoral estadounidense, sino el de la izquierda. Eso es MaCartismo; eso es acabar con el activismo palestino en los campus universitarios. Ha sido un esfuerzo coordinado extremadamente popular entre los directores conservadores de esas universidades y ha sido mucho más eficaz que otros esfuerzos por acabar con el discurso de odio… ¿Quién creemos que va a sufrir el mayor castigo si se implementa una nueva serie de medidas para regular lo que la gente puede hacer o decir?...Si hay alguien que va a sufrir las consecuencias del intento por controlar el discurso, a causa de la división de poder en Estados Unidos, es la gente de color, son los gais, lesbianas y transgénero, son las mujeres. Eso es Estados Unidos. Y…tenemos que pensar, no en términos de ese mundo teórico ideal en el que somos los censores, sino pensar en cómo se distribuye el poder en Estados Unidos y cómo es más probable que seamos los censurados”.

Nagle añade que el tipo de políticas de izquierda que esto describe es también defectuoso porque, como hemos oído en tantas ocasiones, hace que agitadores como Milo Yiannopoulos y Richard Spencer aparezcan como víctimas a ojos del público y así generen empatía. Al mismo tiempo, la táctica de la negación de plataforma hace que sea mucho más fácil que la gente que mira las noticias crea que nosotros en la izquierda somos precisamente los grupos violentos e intolerantes que la derecha dice que somos. Después, DeBoer va aún más lejos y sostiene que “la estructura de poder que existe en Estados Unidos” permite que los vengativos legisladores conservadores tengan la capacidad de contraatacar, y lo harán con toda seguridad, contra los censores políticamente correctos de los campus, y se servirán de las manifestaciones como justificación para recortar aún más los fondos de las universidades públicas.

La coalición oculta

Ya sea por accidente o a propósito, al utilizar esa lógica apresurada se está metiendo en el mismo saco a diversos grupos y problemas, y algunas cosas importantes se están quedando en el tintero.

Como demuestra la conversación previa, en la actualidad, la táctica de negación de plataforma se asocia casi exclusivamente con los foros de las universidades y se considera un exceso que utilizan (en el mejor de los casos) estudiantes de izquierda equivocados que lo aplican con demasiada facilidad. Lo que quizá es más problemático con el enfoque que los estudiantes dan a la negación de plataforma hoy en día es su frecuente, y casi inherente, dependencia de una estructura de poder administrativo paternalista (una dependencia que es consecuencia de un modelo de educación superior cada vez más corporativizado que trata a los estudiantes como clientes y a los administradores como divisiones de recursos humanos de los que se espera que arbitren todas las demandas políticas).

Los intentos estudiantiles por denegar una plataforma en el campus a los oradores peligrosos pasan por pedir a la dirección que les retire la invitación o que elabore nuevas políticas que regulen cosas como “el discurso de odio” (o lo que es lo mismo, equipar a las maquinarias directivas reaccionarias con mayores poderes censores). Sinceramente, esta postura infantil y dependiente de la jerarquía que se adopta en las universidades hacia la negación de una plataforma es un blanco fácil para las críticas de DeBoer, Nagle y otros (hasta yo la he criticado, aunque por motivos diferentes).

Pero por eso también es importante destacar la postura marcadamente antifascista hacia lo que ahora llamamos negación de plataforma, que tiene una larga historia que se remonta un siglo atrás y que de ningún modo se limita a los campus universitarios. DeBoer no les dice a los antifascistas algo que no sepan cuando hace alusión a los mayores y más notorios esfuerzos de las autoridades institucionales y gubernamentales por negar una plataforma a los oradores y activistas de izquierda relacionados con grupos externos de protesta que están estigmatizados, como por ejemplo el movimiento BDS. Como señala Mark Bray: “Los antifascistas no están de acuerdo con implementar prohibiciones estatales contra las políticas ‘extremistas’ porque cuentan con políticas revolucionarias y antiestatales y porque esas prohibiciones se usan más a menudo contra la izquierda que contra la derecha”. En su lugar, los antifascistas prefieren el poder colectivo, autónomo y de base para desestabilizar, denunciar, bloquear y aplastar las reuniones fascistas. De ahí el mayor éxito y empoderamiento de los activistas independientes que se organizaron contra la aparición de Richard Spencer en la Universidad Estatal de Michigan en marzo, o de las unidades antifascistas que denunciaron públicamente a los nacionalistas blancos, o los miles que se presentaron para rodear pacíficamente la reunión de extrema derecha que tuvo lugar en Boston a principios de 2017.

De hecho, uno de los desarrollos más significativos que se ha producido últimamente en los campus universitarios es el rechazo a las políticas descendentes de reparto y un acercamiento hacia el modelo antifascista ascendente, autosuficiente y basado en la coalición. Además, al no depender de la dirección, el cambio ha generado nuevos vínculos entre los activistas universitarios y las comunidades que les rodean, ha conseguido inspirar nuevas luchas que van más allá del mundo cerrado y privilegiado de las habituales preocupaciones universitarias y, al mismo tiempo, ha servido para oponerse a los esquemas de poder opresores y neoliberales de las universidades mismas.

Este emocionante desarrollo podría tener importantes consecuencias para las políticas universitarias y para la izquierda en general, pero difícilmente te enterarías si solo escuchas a muchos de los críticos internos de la izquierda, incluidos DeBoer y Nagle, porque las políticas antifascistas se pintan, más o menos, como una rama infantil de las políticas universitarias típicas, y las personalidades políticas universitarias como poco más que un contraste molesto y caricaturizado de las políticas reales (y realistas).

La verdad más asequible

Como paréntesis corto pero necesario, solo quiero repetir algo que he escrito y comentado en numerosas ocasiones: el discurso importa. Los discursos empaquetados sobre el movimiento estudiantil poseen mucho más poder de permanencia cultural y proporcionan un mayor arsenal que la compleja realidad del movimiento estudiantil sobre el terreno.

Todo lo que estamos haciendo para movilizar un frente de resistencia antifascista amplio, diverso y sostenible tanto dentro como fuera de la universidad ya está siendo obstaculizado por la omnipresencia del discurso de derechas sobre el movimiento estudiantil. Y de hecho, ese es el motivo de que la derecha haya dedicado tanta energía durante décadas a elaborar y publicar caricaturas políticamente correctas sobre el activismo universitario. El discurso que se emplea es la manida historia de “la corrección política sin límite”, a las órdenes de una clase insurgente de “guerreros de la justicia social” que imponen su voluntad, vigilan el discurso y las acciones de los demás y rechazan que participen opiniones que ellos consideran “ofensivas”.

Seamos claros: hay muchos aspectos del movimiento estudiantil que son, francamente, molestos, estúpidos, agotadores, contraproducentes y totalmente de cara a la galería. Si alguien quiere defender que se elimine el movimiento estudiantil podría utilizar como ejemplo una multitud de casos que aparentemente prueban que se ha transformado de forma irreparable en un disfraz exagerado y pseudopolítico que rezuma privilegio, egoísmo arrogante e intolerancia rutinaria. Sería una alarmante falta de sinceridad pretender que esos problemas no existen. Por eso es tan vital desarrollar nuevas formas de resolverlos o adaptarse a ellos (se podría empezar por destacar los movimientos estudiantiles que desafían ese modelo en lugar de obsesionarnos con los movimientos que lo utilizan).

Pero la gente de izquierdas no ayuda absolutamente a nadie cuando regurgita de forma perezosa y ciega el relato políticamente correcto de la derecha, que da por hecho de forma falsa y destructiva que esos problemas existen únicamente en los movimientos estudiantiles. (Como si los egos sobredimensionados, las discusiones sobre representación y privilegio, las prioridades enfrentadas y el “postureo moral” no se dieran en ninguna otra rama de participación ideológica u organización popular).

¿Para qué sirve ese discurso exagerado de excepcionalismo universitario, además de para justificar más todavía la creencia de la derecha en que las facultades y las universidades son el verdadero problema? ¿Para qué sirve la mitología políticamente correcta, además de para debilitar la necesaria resistencia que debemos ofrecer frente a los reaccionarios y las virulentas campañas que lanzan contra la libertad académica con el objetivo de someter a los profesores y estudiantes de izquierdas? ¿Qué uso tiene reprender a esos superficiales maniquíes vivientes que se exceden en su función de guerreros de la justicia social como si ellos solos fueran los ignorantes instigadores de la ofensiva y vengativa campaña de la derecha en contra de la educación superior y del activismo estudiantil, cuyas raíces se remontan a la década de 1960?

¿Cree alguien realmente que los legisladores republicanos van a detener de forma repentina la falta de inversión pública y la privatización de las facultades y universidades que se inició hace décadas si los estudiantes frenan de repente sus protestas contra los oradores polémicos? Hace al menos 40 años que utilizan a los movimientos estudiantiles como chivo expiatorio y lo seguirán haciendo mientras les funcione (si algún día necesitan otro chivo expiatorio, lo encontrarán). Porque no se trata de encontrar un equilibrio, sino de acaparar poder, de remodelar la educación superior a imagen y semejanza de la clase dominante conservadora, con el objetivo perenne de establecer una oligarquía capitalista, racista, sexista, anti-intelectual y destructora del planeta. Aceptar sus términos en la guerra por la educación superior sin cuestionarlos y restringir nuestras políticas para darlos plena cabida es una verdadera estupidez.

Y aun así, la triste realidad es que en el actual ecosistema mediático de izquierdas sigue estando increíblemente de moda “arrastrar” a las universidades como una forma fácil de legitimar el propio pensamiento dogmático de izquierdas. Si quieres mejorar tu perfil como político “realista” con los pies en la tierra, siempre puedes sumar puntos acusando a los movimientos estudiantiles de obsesionarse con la vigilancia lingüística, las “políticas identitarias” y el postureo moral en estado de  alerta, mientras ignoras las numerosas injusticias institucionales del propio sistema educativo superior y el tipo de problemas políticos y socioeconómicos concretos que importan a la gente normal.

Obviemos que este caudal de clichés acusadores ahoga los incontables esfuerzos políticos de la universidad y su entorno por abordar estos mismos asuntos haciendo precisamente lo que una política de izquierdas más amplia debería estar haciendo: encontrar puntos de encuentro, construir coaliciones diversas y desarrollar estrategias que ejerzan influencia sobre el poder. Obviemos que, a pesar de lo que sugiere la gente que no ha hecho sus deberes, la Red Antifascista Universitaria es simplemente una de muchas organizaciones que vinculan de forma expresa un modelo antifascista de hacer política con una crítica sistemática de las injusticias económicas, políticas, raciales, etc. del neoliberalizado sistema de educación superior y el lugar que ocupa en la destructiva política económica neoliberal en su conjunto.

Fobia a la política

No obstante, si repites algo las suficientes veces, la gente comienza a aceptarlo como una verdad establecida. Si afirmas una y otra vez que tu enfoque político es el más realista, eso basta para convencer a la mayoría de la gente. Aun así, cualquiera remotamente familiar con la situación sobre el terreno sabe que DeBoer y Nagle son solo dos personas de entre una multitud creciente de pensadores de izquierda que promueven su visión política como contrapeso “práctico” y “realista” frente al mundo abstracto, corto de miras y redundante del movimiento estudiantil, sus avatares antifascistas claramente relacionados y cualquier otra secta de izquierdas que supuestamente no preste atención a la realidad del poder.

Ese realismo fetichista se disfraza de dosis de verdad ganada a pulso o de cubo de agua fría que aparentemente tantos de nosotros en la izquierda necesitamos si alguna vez queremos tomarnos en serio conseguir nuestros objetivos. Sin embargo, en la práctica, no sirve para mucho más que para realizar un ejercicio de autoafirmación, que se puede reutilizar eternamente para justificar lo que yo llamaría una falsa política estacionaria. Este es un enfoque político que se autorrealiza, ya que asume que la izquierda debería mantenerse a la espera hasta que adquiera más poder y, al actuar como si pudiera abrirse paso en la estructura real de poder existente sin provocarla para que muestre sus dientes, garantiza que nunca lo conseguirá.

La seña de identidad de esta falsa política es fácil de identificar: el miedo. Miedo a una mayor represión; miedo a dotar a nuestros enemigos de armas más sofisticadas que puedan utilizar en nuestra contra; miedo a fracasar en la tribuna de la opinión pública; miedo al poder y a los caprichos reaccionarios de los poderosos. Y sobre todo, quizá, es el miedo aterrador a perder la pelea y terminar con menos de lo que tenemos ahora mismo. En pocas palabras, es el miedo a la política. En la práctica, todo ese miedo se traduce en una precaución paralizante en nombre del “pragmatismo” y en aferrarse con nerviosismo al statu quo.

En una discusión aislada sobre las estrategias de los movimientos estudiantiles que terminan dotando de mayores poderes censores a los colosos directivos descendentes, puede que ese miedo esté justificado. Pero esta no es una discusión aislada. Lo que queda claro es que ese característico miedo al poder está intentando convertirse en un principio organizador de la política de izquierdas en general. Por ejemplo, ese miedo característico funciona como una línea de unión que conecta el argumento de izquierdas de DeBoer contra la negación de plataforma y el argumento de izquierdas de DeBoer para, de entre todas las cosas posibles, salvar el SAT (un examen estandarizado para la admisión universitaria).

En el episodio más reciente de su intento por emular el malvado profesional de Leftbook y Left Twitter, DeBoer publicó un artículo en la revista Jacobin titulado “La razón progresista para defender el SAT”, en el que no se muerde la lengua: “Si crees en la igualdad, deberías defender el SAT”.

Solo hay un pequeño, pero evidente problema con eso. Como te puede decir cualquier profesor de secundaria, el SAT es de todo menos una herramienta igualitaria para examinar y medir los logros estudiantiles. El desprecio de la izquierda por el SAT no está infundado y DeBoer lo reconoce: “Los estudiantes negros e hispanos y los estudiantes pobres no sacan tan buenos resultados como sus homólogos blancos y ricos, pero esto es un síntoma de una desigualdad más amplia, no de un examen prejuiciado… Las desigualdades raciales y de clase del SAT son ciertamente preocupantes, pero solo porque demuestran la persistente desigualdad de nuestra sociedad”.

En resumidas cuentas: las disparidades en materia de raza y clase de los resultados del SAT son una cosa real y preocupante, pero estas disparidades no son más que un reflejo de las desigualdades raciales y de clase de la sociedad en general; no suponen ninguna prueba de que el examen en sí sea implícitamente parcial o injusto. Además, las principales alternativas para determinar los logros de los estudiantes, como por ejemplo las “evaluaciones holísticas” que se centran en los cursos avanzados y en las materias extracurriculares, solo servirían para inclinar la balanza todavía más a favor de los ricos y privilegiados. Por eso, en ausencia de mayores cambios en nuestra sociedad sumamente desigual, las personas de izquierdas solo empeorarían las cosas si se deshicieran del SAT y por eso deberían luchar para conservarlo.

Veamos, no hay nada intrínsecamente erróneo con este argumento. En lo que a argumentos se refiere, es tremendamente lógico. Solo que no es un argumento de izquierdas. Si acaso, más que nada, se trata de una mención clintonesca que pretende conservar el statu quo y disfrazarlo de retórica igualitaria meramente formal. Es un argumento para no perder algo, para que las cosas sigan como están, para permanecer estacionarios y hablar de una política de izquierdas factible dentro de la estructura real de poder existente. Es un argumento para dejar algo totalmente en paz por miedo a que algo malo pueda ir a peor.

En este cálculo de avestruz sobre lo que es políticamente posible, la desigualdad se vuelve aceptable si tenemos en cuenta la amenaza de una desigualdad mayor. Sin embargo, ¿no reside la única justificación para decir que un argumento es de izquierdas en una cierta fidelidad con la lucha central por combatir y erradicar esa desigualdad? Y si eso es así, ¿qué uso tiene publicar un artículo en una revista de izquierdas y sostener que es “progresista” acatar la desigualdad? ¿Para qué sirve? De forma implícita, parece ser que, tanto DeBoer como aquellos que piensan como él, creen que una postura de izquierdas conveniente pasa por amonestar a personas de izquierdas por ser de izquierdas, es decir, por perseguir una visión del mundo que sea mejor y más justa que el actual statu quo.

Si aplicamos esta lógica, la izquierda no está jugando a ganar, por emplear un símil deportivo, sino que está jugando a no perder. Es más, si tenemos en cuenta las abrumadoras pruebas de que estamos perdiendo por goleada, la lógica implícita es que hay que jugar lo más a la defensiva posible para que no nos expulsen definitivamente del campo de juego. Absolutamente todo en esta visión es razonable, y está abocado a un desastre seguro.

Si observamos de manera sobria los actuales desequilibrios de poder político, económico y de gobierno en Estados Unidos, como DeBoer nos incita a que hagamos, ¿qué razones tenemos, si es que hay alguna, para pensar que sacaremos algún beneficio del desfase existente si nos quedamos quietos, luchando solo por el statu quo o simplemente avanzando a paso de tortuga para protegernos y retirándonos rápidamente cada vez que el poder amenace con represalias? En todo caso, la estructura real de poder existente es una prueba mayor de que presentar una dura batalla por la progresiva comunidad de valores que queremos, incluso aun a riesgo de fracasar, es mejor que el fracaso garantizado que supone recortar gradualmente nuestras luchas y amoldarlas a los espacios cada vez más pequeños que nos deja el poder. Es la prueba de que quedarse quieto mientras el mundo sigue girando a lo loco es una condena de muerte. Es la prueba de que las fuerzas del expolio capitalista, el supremacismo blanco, la reacción cultural y el militarismo están siempre avanzando, aunque nosotros no lo estemos, en una guerra de posicionamiento sin fin; y, que no quepa ninguna duda, ellos están jugando a ganar.

Esta vez habrá fuego

Tratamos al poder como si fuera fuego. Lo queremos, soñamos con él, pero más que nada nos da miedo quemarnos, aunque nos cocine vivos a fuego lento. Esta postura no está totalmente injustificada: la izquierda estadounidense se ha pasado la mayor parte de su miserable vida quemándose. Aunque eso es casi, por definición, lo que la convierte en izquierda. Nuestras políticas se han construido, o deberían haberlo hecho, a partir de las brasas y cenizas de la historia. Las políticas de izquierdas surgen del drama colectivo y calcinado de aquellos que la maquinaria del capital, la supremacía blanca, el patriarcado, el imperio y las interminables guerras han atrapado y consumido.

Y sin embargo, todavía seguimos fingiendo que es reconfortante y necesariamente realista que la izquierda construya una política cautelosa basada en el miedo sobredimensionado a enemistarnos con las mismas fuerzas que trabajan para destruir lo que somos, y a nosotros también si es necesario. Fingimos que llegará un momento en que la izquierda podrá avanzar sin miedo a que el centro la arroje a los leones y que la derecha reaccionaria no peleará al máximo por acabar con ella.

Fingimos que podemos luchar por el mundo que debería ser sin que el mundo que es nos queme en el intento. Pero, ¿cuándo fue eso así? La lucha por el poder es, por definición, un riesgo de incendio. Allí donde hay política hay ardor. ¿Cuántos de los logros decisivos de la izquierda que aportaron más dignidad, igualdad, justicia y bienestar a la vida de las personas a lo largo de la historia no se consiguieron chamuscándose las manos por completo?

Esta es quizá la mayor y más necesaria contribución que la orientación antifascista puede ofrecer a la izquierda hoy en día: una comprensión urgente de que la historia seguirá avanzando con o sin nosotros. Ayudar a reconocer que permanecer estacionarios es una sentencia de muerte mientras los extremistas violentos siguen adoptando iniciativas más osadas y los triviales poderes institucionales conspiran de forma descarada en nuestra contra en el cambiante terreno de nuestro momento cada vez más extremo; ayudar a resistir oleadas de extremismo de derechas mientras seguimos intentando desarrollar un apoyo popular que nos permita desmantelar de forma progresiva las condiciones materiales y culturales que lo engendraron: ese es el núcleo de cualquier política antifascista que merezca ese nombre. Y así es como debería ser para cualquier política de izquierdas del presente.

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Maximillian Álvarez es doctorando por partida doble y capacitador de estudiantes universitarios de los departamentos de Historia y Literatura Comparada de la Universidad de Michigan. Obtuvo su licenciatura y se graduó con honores en la Universidad de Chicago en 2009.

Este artículo se publicó en inglés en The Baffler

Traducción de Álvaro San José.

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Autor >

Maximillian Alvarez (THE BAFFLER)

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