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Un marketing de mendigos

Sobre la sacralización de las librerías, y la idea, cada vez más extendida, de tomar al librero como un ‘resistente’

Santiago Gerchunoff 6/10/2018

<p>Estantería de la librería La Central.</p>

Estantería de la librería La Central.

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Desde hace unos años está en boga una idealización triste de las librerías. La librería como trinchera, la librería como espacio de resistencia. La librería como una institución sagrada en perpetua retirada, la librería, en definitiva, como “iglesia”. He trabajado diecisiete años de librero y cuando empecé, con veintidós, a poco de llegar a Madrid, conseguir ese trabajo fue como si me tocase el gordo, una fiesta: ganarme la vida con barra libre para mi vicio. Si me hubieran dicho que mi oficio era similar al de un sacerdote, me hubiera reído a carcajadas. Sin embargo, en todo este tiempo, cada vez que toca reflexionar sobre este oficio, parece que no hay otro modo que emplear un tono solemne, melancólico y llorón. Con la épica roma del “en peligro de extinción”. 

¿De dónde viene y por qué se ha expandido esta visión? ¿Beneficia en algo al librero esta presentación pública victimista y plañidera? ¿De verdad les conviene a las librerías este marketing de mendigos?

Genealogía del librero como sacerdote

Más allá de las dificultades reales a las que se enfrentan las librerías (tendencia audiovisual en el consumo cultural, venta en grandes superficies, internet), hay una ideología que voy a llamar walterbenjamisnimo de peluquería que alimenta y excita –al menos en el mundo hispanoparlante– esta consagración del librero como resistente y víctima de un holocausto cultural. Uno de los hitos de esta ideología es la inclusión del epígrafe sobre el famoso “ángel de la historia” de Walter Benjamin en el comienzo del libro de Sebald Los anillos de Saturno. Sebald fue un brillante escritor alemán que dedicó todos los esfuerzos imaginables a investigar las ruinas que deja el progreso moderno; un programa de trabajo histórico y literario marcado por las famosas tesis sobre filosofía de la historia; allí Benjamin interpretaba un dibujo de Paul Klee, el Angelus novus, como una trágica representación de la Historia, que avanza de espaldas al futuro, mirando impotente las ruinas y los cadáveres que deja una tempestad imparable que, según el filósofo, representa al progreso. Desde el punto de vista sacralizador, las librerías serían una parte de estas ruinas preciosas, supervivientes de una implacable crueldad.

Pero el imaginario de Sebald estaba marcado por la Segunda Guerra Mundial y el desastre que dejaron tanto el nazismo (Austerlitz) como la destrucción de Alemania por parte de los aliados (Sobre la historia natural de la destrucción). Pues bien, creo que la idea de la librería como trinchera/iglesia que propugna el walterbenjaminismo de peluquería se sostiene, sencillamente, en una metonimia perversa entre librerías y Holocausto. La forma más fácil de comprobarlo es analizar uno de los del librero como sacerdote : Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig. Se trata de un relato corto, en el que el sobrevalorado autor alemán narra con gran cariño la peripecia de Mendel, un librero judío vienés de una memoria prodigiosa (barbado, taciturno, rabínico), cuya carrera y vida acabarían destruidas por la gran guerra. El efecto emocional sobre el lector funciona por un desplazamiento mediante el cual la cultura libresca, encarnada en un librero judío que termina en un campo de concentración, queda santificada por la metonimia: si Mendel, que era un gran librero, fue exterminado por la barbarie de la guerra moderna, entonces toda la cultura libresca está amenazada y tiene por defecto el carácter intrínseco de víctima de la modernidad. La destrucción de Mendel y la de su oficio aparecen como una y la misma cosa. Y el nazismo y los avances tecnológicos que terminarían amenazando a las librerías, aparecen también, subrepticiamente, como una y la misma cosa. Se trata de un pequeño fraude, porque así como es indiscutible que el nazismo fue una amenaza casi inigualable para la civilización, es también innegable que la historia de las dificultades contemporáneas de la cultura libresca no tiene nada que ver con el nazismo. 

Y si este desplazamiento funciona entre algunos libreros, que se autoconciben como pequeños Mendeles, seres taciturnos y melancólicos en peligro de extinción, se debe a que su enorme sobrecualificación los convierte en resentidos potenciales: ganan poco y son mucho menos reconocidos de lo que merecen. Las fantasías de todo lo que podrían haber hecho fuera de una librería, la certeza de tener mucha más cultura que muchos de los autores de libros que se dedican a vender, lo poco que cobran, el escaso reconocimiento que tienen, los empuja a abrazar la figura de “sacerdotes sumos de la conservación cultural”, de “prescriptores”, de seres con una posición jerárquica y sacra sobre los clientes-lectores.

El librero como camello

Pero las librerías realmente existentes no son templos de resistencia al nazismo, ni los abundantes buenos libreros de hoy son monjes al cuidado de un tesoro civilizatorio a punto de desaparecer.

Los aspectos que esta ideología niega y deja de lado son los que en realidad más brillan y sostienen la vida de las librerías de este siglo. Contra la visión jerárquica, sacra y moralizante, se opone la horizontalidad y el placer como estructura y motor de la vida de las librerías. En efecto, al paradigma edificante de la librería-iglesia, del librero-sacerdote-prescriptor y del libro como objeto de culto se le puede oponer el paradigma hedonista y festivo de la lectura como placer, como alegría e incluso como vicio: la librería como una zona expendedora de materia gozosa, punto de encuentro entre viciosos. El libro más como una droga o una fruta jugosa que como un tótem. ¡El librero no es un sacerdote, es un camello! Una de las mejores librerías de Madrid, se llama, precisamente, Traficantes de Sueños.

Porque los libreros realmente existentes no hablan a los clientes desde un púlpito, más bien conversan con ellos y los escuchan, y gracias a esa charla interminable se van formando mapas que les permiten recomendar, no atendiendo sólo a su mero gusto personal (que es un componente pequeño del cajón de herramientas que debe manejar un buen librero) sino a lo que más le convenga a cada lector en ese momento. El buen librero es, admitámoslo, un transmisor de información y de entusiasmo, un nodo privilegiado, un conector preciso, pero no un “prescriptor”. Y sus conocimientos (en el caso que los tenga) no nos harán mejores personas, sino que más bien nos conducirán a lecturas que nos gusten, que nos piquen, que nos desafíen o que nos sirvan, que nos den miedo o que nos hagan reír. Desengáñense: los libros no van a convertirles en mejores personas, y mucho menos están contribuyendo a la supervivencia de una sociedad en peligro. 

Pero ser un conector, un eslabón, no es algo malo ni denigrante. Basta fijarnos en cómo para el Sócrates que aparece en el Ión, el propio poeta era poco más que un transmisor del entusiasmo, un inspirado, a quien no le pertenece ni la belleza de su obra, porque solo los dioses podrían considerarse responsables de algo tan elevado como el arte. Los poetas (como los libreros) son apenas (y ya es mucho) sus transmisores. Esta idea es anterior al encumbramiento moderno del artista, y podemos aplicarla al mundo de hoy convirtiendo a los lectores, en tanto que pueden hablar de las obras que leen con entusiasmo, también en eslabones, conectores de esa cadena, que también involucra a los escritores, a los editores, a los críticos y a los libreros: segmentos de una empresa tan grande que nadie puede atribuirse la responsabilidad de su pervivencia. 

Finalmente, si de verdad quisiéramos encontrar algo imprescindible y propio en el oficio de librero, algo que la “barbarie” del progreso tecnológico no puede reemplazar, no sería esa su capacidad de prescripción, sino justo lo contrario; su capacidad de desrecomendar, de hablar mal de libros. Una parte esencial de una relación veraz y placentera entre dos personas que hablan de libros es poder defenestrar títulos y autores. Y si este placer nos parece más sofisticado que disfrutar de una fruta es porque el goce literario es reflexivo, y aunque sea más placentero leer un libro bueno que un libro malo, ¿quién puede asegurar que no es más divertido defenestrar un libro que alabarlo? Ninguna máquina puede hacer eso. Deberíamos liberarnos de una vez por todas del marketing de mendigos.

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Santiago Gerchunoff nació en 1977 en Buenos Aires. Vive desde 1997 en Madrid. Es doctor en Filosofía por la UCM, escribe ensayo y crítica cultural y fue librero fundador de librería Muga, de Vallekas.

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1 comentario(s)

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  1. Salvador

    que lastima que lo pretensioso del autor haya hecho que el mensaje se dejara de lado. No hay ninguna elaboracion real en el porque de las desventajas del "marketing de mendigos" sobre los libreros. No pierdan su tiempo en leer una coleccion de adjetivos descalificatorios sin ningun contenido.

    Hace 6 años 1 mes

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