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Una crónica rescatada

Primavera de 2001 (otoño en el hemisferio norte). Un paseo por el bonaerense barrio de Palermo Viejo, tan asociado a la memoria de Jorge Luis Borges, cartografía la Argentina inmediatamente anterior al “corralito”

Ana Basualdo 14/07/2018

<p>Calle Jorge Luis Borges y Soler, Palermo Soho, Buenos Aires. </p>

Calle Jorge Luis Borges y Soler, Palermo Soho, Buenos Aires. 

Andrew Milligan y&B (flickr)

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Palermo Viejo, 2001

La primera versión de esta crónica se publicó en el catálogo de la exposición El Buenos Aires de Borges (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, 2002); la despojé aquí de referencias obligadas a la casa y el poema de Borges, y dirigidas a un público no argentino, en beneficio –allí estaba lo  más vívido– de la reproducción de fragmentos de una charla con dos muchachos que vivían en la calle (Maxi y el Pelado) y que en un momento se avinieron a escribir –en hojas que arranqué del cuaderno y les puse en  una mesita de mosaico, en una plaza– “lo que se les ocurriera”, sobre tópicos como “esquinas rosadas” y “navajas”; y de otros personajes de índole parecida. Cabría buscar en estas capturas alguna clase de indicio del descalabro cuyo nombre ganó fama mundial (“corralito”), desatado cuando estaba ya de vuelta en Barcelona, escribiendo lo que sigue. A.B.

Para Edgardo Dobry

Octubre (últimas dos semanas)

Plaza Italia

Será por el día gris –desde el lunes que llueve a cántaros, llovizna, para un rato y vuelta a empezar– que la plaza Italia parece (en lugar de la entrada que fue a los bosques de Palermo) abandonada, evitada por el gentío que camina por Santa Fe, sube o baja de los  colectivos o el subte, entra y sale de un maxi–kisco en la esquina de Serrano (ahora Borges) pero no cruza la plaza, y parece que no sólo porque lo único que hay, enfrente, es el paredón mohoso de la Sociedad Rural, sino por mantenerla vacía como una reliquia, con los kioscos de libros viejos  destartalados y negros de hollín todavía cerrados, los libreros con aura de indigentes tomando mate entre los charcos, los jacarandáes ornamentales como candelabros art-nouveau, el monumento a Garibaldi chorreando agua y el piso de flores lilas machucadas... Por ahí no pasa nadie, salvo una pareja de franceses jóvenes, que viene corriendo bajo la garúa con capuchas de plástico transparente, él sacando fotos, ella anticipa un epígrafe entusiasta: “¡Nieve lila!”. Él ya lo incluye en el encuadre, alejándose del pedestal (Garibaldi, a caballo, mirando al río) para que quepa la pintada, Palermo Aguanta, “Palermo” en negro y “Aguanta” en verde, a la izquierda de la chica, que posa contra el mármol mojado en el mismo lugar en que, en una foto de la Galería Witcomb, sin fecha, pero en todo caso anterior a 1904 (cuando se instaló el monumento a Garibaldi), aparece un barrial apaisado con huellas circulares de ruedas de carros (por donde la pareja bailotea, dejando marcas en los caminos de ladrillo molido, que también se llenan de agua) en primer plano, y muy atrás seis obreros con camisas blancas y carretillas posando al lado (tres y tres) de un hombre con traje y sombrero hongo, y más atrás los cinco Portones de hierro que Sarmiento hizo poner en 1875 como entrada al Parque 3 de Febrero, y desde ahí, en el medio, la avenida Sarmiento disparada hacia el río (tan cerca entonces que las mareas dejaban camalotes enredados en las verjas), y al margen derecho (donde estaría pronto el Jardín Zoológico) una casucha blanca, baldíos y un ombú, y al izquierdo, más baldíos y ombúes dispersos. Como saltando de la foto –que se corta antes de lo que sería la avenida Las Heras, curva que los colectivos agarran a violenta velocidad, la pareja cruza y desaparece en el Jardín Botánico, donde tampoco hay nadie, salvo un grupo de estudiantes de dibujo alrededor del busto de bronce de Charles Thays (que lo diseñó en 1892 y lo dirigió hasta 1914) en el centro de un cantero de acantos brillantes por la lluvia, que casi lo tapan.  

Serrano (ahora Borges)

Verdulería La Amistad (Serrano y Güemes): un cartelón curvo tapa todo el primer piso de una presumible casa bauhaus y, en la ochava, un plano inclinado de cajones y pirámides de fruta; y nadie, a las once, comprando ni una zanahoria. Dos chicas que vienen de Santa Fe piden cambio de cinco pesos y, desde atrás de las balanzas blancas colgadas en la oscuridad de la ochava, contestan que no hay. En la otra cuadra, pelucas polvorientas detrás de cristales esmerilados, fachadas “italianas” con carteles –“Se vende”– de la inmobiliaria El Estudio, una hoja de cuaderno pegada en la vidriera de un zapatero remendón: “Vendo pantuflas de paño a plazos”.

Serrano-Paraguay

Borg’es. Borge’s / Bar-Confitería / Pizzería: grafías tentativas, una en rojo en la vidriera y otra en un cartel rectangular (letras rojas sobre fondo verde) encajonado en una hornacina amarilla, encima del alero, iluminado con tres focos halógenos.  

A las once y media de la mañana huele a tostada quemada y café. Las paredes son la mitad para abajo amarillo girasol y la mitad para arriba anaranjado, con un listón verde en el medio; al lado del mostrador una foto desteñida de un tigre de Bengala blanco. En una mesa contra la ventana que da a Paraguay, un tipo calvo lee un rato el Clarín y después se lo cuenta al que tiene sentado enfrente, más joven, que al final se cansa de los intervalos:

— Leé en voz alta y se acabó, ¿no?

El tipo vigila, por la ventana, la media docena de diarios –abrochados con pinzas de la ropa a un atril de alambre, junto con la foto carnet de un perro pequinés– que vende en la vereda, baja la cabeza y lee:

... en la casa de la calle Castagna 5126, en Villa Tesei, partido de Hurlingham, las paredes y los pisos estaban llenos de sangre, y todo revuelto. En el jardín, el asesino cavó un pozo bajo un limonero. Envolvió a las tres víctimas —estaban vestidas— en sábanas y las metió en la fosa. Después las cubrió con un poco de tierra, las tapó con una mesada de jardín de cemento armado, y más tierra encima.  Los cuerpos estaban apilados: abajo de todo el del hombre, el de la nena en el medio y el de la mujer arriba...

Primero parece que escuchan pero pronto se desentienden. Una mujer alta que acaba de entrar con aire frágil y malhumorado, anteojos de sol (llueve) y el pelo de peluquería partido en la nuca por la almohada, empuja con una uña roja el cenicero Cinzano de latón azul lleno de colillas, como si apartara un orinal: “Me podés sacar esto, por favor…”. Otra crítica al marido con la madre (“no sabés lo que me hizo anoche…”), en la única mesita contra el ventanal bajo que da a Serrano. Una vieja enérgica agarra del mostrador, al lado de las bandejas con empanadas, un diario arrugado, se moja el dedo en la lengua y pasa las páginas sin leer ni mirar nada. Y un gordo con flequillo que se quedó pendiente, con la boca abierta y una medialuna en la mano, de la mujer que acaba de salir: “Cruzo a ver si llegó el remedio y vuelvo…”.

.... Omar Quiroga trabajó durante varios años para Aerolíneas Argentinas. Después tuvo dos comercios: un locutorio y un local de Todo por 2 pesos. Finalmente, hace unos años recibió plata por la venta de un departamento y se compró tres autos —un Renault 19, un Peugeot 504 y un Dacia—, que alquilaba para que los trabajaran como remises. Desde hacía unos meses la casa de los Quiroga estaba en venta. Un vecino contó que el hombre tenía planes de irse a vivir a Chajarí, en Entre Ríos. Los vecinos sospecharon al oír los ladridos de la perra, encerrada en el garaje.

Como una charla turbia, la historia se corta (paró de llover, el que leía alisa el diario en la vereda, lo abrocha al atril y se sienta en el banquito de lustrabotas) en cuanto, pasadas las doce, entran corriendo cinco adolescentes con el pelo rubio hasta la cintura y uniforme del Colegio Bluebell (faldas escocesas verde y blanco y remeras blancas: bluebel@cannen.com en verde, en la espalda), que piden Seven-Up, puré de calabaza y sandwiches de miga.

Borge’s (o Borg’es) y, enfrente: Cyberborges, diseño de páginas (sic) y sistemas de web a medida, en letras negras y verdes sobre fondo amarillo huevo. El color de los letreros (fluorescente en una esquina, pintado en otra) iguala el locutorio pulcro lleno de jóvenes a la pizzería mortecina con empanadas frías en el mostrador y moscas; el locutorio parece inaugurado ya con ese nombre y la pizzería haberlo cambiado ayer, prótesis irrisorias puestas sin rubor en fachadas racionalistas de los años treinta y cuarenta.

La manzana

A mitad de cuadra, en un mosaico blanco y –parecería que a juego con los colores del colegio Bluebell– con letras verdes:

Serrano núm. 2435

En este solar vivió el escritor
Jorge Luis Borges (1899-1986)
los primeros años de su infancia
desde 1901 a 1914.

Lo que aseguran que sí queda de la casa de Borges es, en el corazón de manzana, donde ahora está el patio de recreo del colegio Blue-bell, una palmera

Están hartos, dicen los vecinos, de que les toquen el timbre: pero buscando qué, se pregunta un arquitecto recostado contra la capota de un coche, desalentado ante el adefesio de ladrillo a la vista –con balconcitos de madera lustrosa, macetitas como dedales con diminutos pensamientos y prímulas de plástico y un porche de templete egipcio de cartón– en el terreno donde estuvo la casa de Borges: “... indefinible, ridícula, moda horripilante de chalecito de country en la ciudad...”, dice el arquitecto. Lo que aseguran que sí queda de la casa de Borges es, en el corazón de manzana, donde ahora está el patio de recreo del colegio Blue-bell, una palmera. A la izquierda de un vestíbulo de mármol (una entrada por Guatemala, otra por Paraguay) con trofeos de campeonatos de rugby, beisbol, badminton, hockey... expuestos en vitrinas, el portero acapara, atrás de una bambalina de cristal, una zona  donde escucha tangos por la radio, fuma, mira llover y toma mate. El patio vacío y ahí la palmera: la copa abierta en perfecto círculo y el tronco ancho y alto, en un cantero con hiedras y ficus mojados.

En la fachada de una pinturería, alta como un hangar y vacía (Serrano y Guatemala), la estrofa 5 de “La fundación mítica de Buenos Aires” inscrita en una placa municipal ámbar:

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.  

El orden coincide con una vuelta a la manzana en el sentido de las agujas del reloj: de la pinturería (Guatemala-Serrano) al café El Pingüino de Palermo (Serrano-Paraguay), de ahí a una inmobiliaria con fachada de cristal (Paraguay-Gurruchaga), a una casa rosa con postigos verdes reputada como posible inspiración del “almacén rosado” (Gurruchaga-Guatemala) y vuelta a la pinturería. En la manzana de enfrente, un comité del Partido Radical que parece la reproducción de un rincón de culto a Yrigoyen: vereda de ladrillos, parra, Santa Rita escarlata, paredes de rancho encalado con una franja rojo sangre, y adentro fotos de Yrigoyen y de estrellas de Boca, almanaques viejos, mostrador de pulpería, sillas de plástico y un tipo flaco y huraño sirviéndole un té en bolsita a un viejo que lee el Clarín, vigilado por otros que esperan turno para el diario. Ventanas a la calle con el televisor prendido al mediodía. Una confitería mustia con vidrieras combadas y rótulo plateado, sospechosa de vender sándwiches rancios. Una casa-chorizo convertida en boutique con mamparas blancas, vacía: tres vendedoras van y vienen como modelos automáticas por un tubo de metacrilato traslúcido que antes era el zaguán.

Té en la librería

... mi abuelo fue diplomático del zar, en la Revolución de Octubre huyeron disfrazados de enfermos de cólera en un carro tirado a caballos, con sábanas blancas... (entra, da vueltas alrededor de las dos mesas con novedades de segunda mano)...

Habla Héctor Alejo Waslavsky (cincuenta y nueve años), en el umbral de la librería Cigit (“Compra-venta de libros usados y antiguos – literatura-poesía-filosofía-arte-historia – J.L.Borges 2015, ex Serrano 4833-4510”), entrando y saliendo a zancadas hasta el cordón de la vereda (una bicicleta apoyada en un plátano, una silla plegada), tratando de interesar a cualquiera que entre o salga de la librería o se pare a mirar la vidriera:

mi papá estudió ingeniería en Inglaterra, mi tío fue arquitecto en Viena en 1923... Se apoya contra la estantería, al lado de la mesita con la caja, un mate y una azucarera de latón, una taza de té, libros y papeles, y el librero, Matías (veintitrés años), sentado en una banqueta.

mi papá aprendió castellano con el diario La Nación, recluido en un hotel... se presentó en Evan Thornton & Cia., en la calle Defensa 465, lo hicieron director del área de asfalto, techos y caminos... tuve un tío director de la banda de música y mi mamá fue bordadora de ropa para obreros y la primera italiana que se recibió de médica y, cuando fue médica de la colectividad turca...

A espaldas de ese corpachón inquieto con ropa vieja demasiado abrigada, el librero Matías se lleva el índice a la sien y mueve los dedos de la mano derecha (tiene el brazo enyesado hasta el codo) invitando a seguirle la corriente: un murmullo de asamblea clandestina con algo de merienda en un patio (sobre todo cuando llega, con pasteles de manzana, la madre del amigo con quien hace dos años abrió la librería y que ahora, retirado en el Bolsón, les manda frascos de mermeladas) con gente de su edad que aparecen en parejas y, sordos a lo que esté diciendo Héctor Alejo Waslavsky adentro o afuera (mientras la gente pasa mirándose reflejada en el cristal y parándose, alguno, a escucharlo), se sientan alrededor de Matías arriba de una pila de diccionarios, o en el piso, tomando mate y planeando la distribución de salas en un futuro “galpón”, que uno de ellos dibuja al dorso de un folleto, donde funcionará una mezcolanza de “talleres” baratos, como un cortafuegos contra la invasión de restaurantes y bares de lujo y la especulación inmobiliaria que tienta a los vecinos, murmura Matías con una oratoria narcotizante que arrastra ecos de Jauretche,  cebando mate con la mano izquierda, trayendo un té en bolsita (el yeso lleno de firmas) desde la trastienda minúscula, separada de la librería por una cortina de arpillera teñida:

.. soy librero de libro usado desde adolescente en Avellaneda, donde nací, gano para el alquiler… entra mucha gente pero vendo tres o cuatro libros por día… salgo a sentarme a la vereda, miro a la pareja de viejos de enfrente que leen el diario juntos delante de la ventana… en esto, que era un barrio de talleres mecánicos...

Waslavsky sigue, apoyado en el plátano, mientras anochece: ... mi papá hablaba ruso, inglés, francés, alemán...

La cantante calva

A las tres y cinco, quince chicas de dieciséis y diecisiete años entran a la clase de literatura –hoy, La cantante calva de Ionesco– en una de las aulas que dan al patio. Empiezan, sin preámbulos:

… los personajes son casi anónimos...

… es una crítica a los prototipos ingleses...

… desarma la identidad de los personajes, rompe el código de la época...

… lo lógico y lo ilógico ...

… el bombero y la criada...

… no tienen profundidad psicológica pero tienen oficios...

… ecos de “Antígona”, “El avaro”, “Casa de muñecas”...

… Nora se reliberó... sabe que no va a ser feliz y opta por el autoconocimiento...

La profesora dirige, levantando de vez en cuando el índice y provocando (con dos palabras), aquí y allá, cambios de rumbo y movimiento rápidos orientados a un fin (sus intervenciones, a través de las únicas frases que reproduzco enteras):

… el conocimiento es una rama de la felicidad...

   –Es la raíz.

…. conflictos  aislados, desconectados...

   –No son conflictos, son temas.

… oraciones coherentes pero incomunicadas...

    –Línea dramática ¿ monótona..?

    … no, monocorde... no es lo mismo que monótono… 

Y las chicas actúan como un equipo de hockey entrenado (Ibsen, Esquilo, Molière, Calderón de la Barca...) jugando sin la exaltación de un torneo y parecería que sin esfuerzo.

Noviembre (del sábado 1 al viernes 7)

Amaneció con sol pero se despeja del todo recién por la tarde. Al anochecer el aire ya se calentó y huele a asado. Dice el cajero rubio de una gomería, en tono de misterio, como si a finales de setiembre camiones-pajarera recorrieran las calles Thames o Godoy Cruz alentando conspiraciones

... en primavera por acá sueltan zorzales... y últimamente en verano se ven colibríes y mariposas del Iguazú...  Sí, y murciélagos con rabia..., se mete una mujer con su hijo en triciclo, sin que nadie le pregunte, doblando por el pasaje Russell.

Estacionado en Thames, un furgón de casa rodante lila, con una imagen serigrafiada de Marilyn y, en letras crema: Food Marilyn. Se vende. Cerca, vacían escombros de una casa-chorizo, pintan cornucopias de yeso con acrílico plateado, amueblan un restaurante con sillones de terciopelo verde y mesas de billar blancas.

Maxi y el Pelado

En Gurruchaga y Costa Rica, a la hora de la siesta, dos chicos borrachos de tetrabrik reclaman salir en una polaroid, de vereda a vereda:

–¡Eh, señora, nos saca una foto!

Un gordo grandote y un rubio fibroso que lo usa de mole, como sombra, posan contra el paredón de un mercado abandonado. Recién se dan cuenta de la pintada en el paredón, con letras negras más grandes que ellos, cuando la ven en la foto: Oscar: tu corazón sigue latiendo en tus amigos de Palermo Viejo. Dicen que lo conocieron. El gordo es un gato montés encerrado en una carne fofa infantil llena de costurones, tajos y granos en la cara, y el nombre de un navajero del novecientos: Máximo Godoy. Tiene veinticuatro años, lo llama Maxi.  El rubio –Sergio Villori, de veinte– podría haber sido, con rulos y en otra época, un atorrante de Mamma Roma; pelado, es más grave y nervioso que el gordo.

Maxi  ... el 6 de octubre me tomé el colectivo y me fui a Fiorito. Era el cumpleaños de mi mamá. No la encontré, hablé con una vecina pero yo estaba superborracho... andaba girando girando y la gente se persigue... antes trabajaba en un bar trucho, en Avellaneda... en el sótano se pasaban películapornográfica, pero cerró... lo que más me gusta en el mundo es la Cumbia Villera. La cachaca, a lo paraguayo, en Constitución... la bachaca... el bronco, que es de lo´boliviano...

Pelado  ...competénciaentrebolíche¿vio?...

Duermen en un auto celeste abandonado en la calle Nicaragua, enfrente de la plaza Palermo Viejo. De vez en cuando limpian parabrisas:

Maxi ... no queremo ir preso... yo estuve seis meses... los que piloteaban el pabellón le sacaban una pata a una silla o a la cama, las achataban contra el cemento, las afilaban y te daban puntazos, como espadas, viste... a mí  se me vinieron encima pero yo me los esperé con los puños... me cortaron la panza, mirá... lo peor es si te marcan: cuatro puntos y un  punto en el medio quiere decir que cuatro ladrones están encerrando a un policía...

Pelado ... es un código, vio...

Maxi ... y la víbora quiere decir Muerte a la Yuta, y si te agarra la yuta...

Navajeros. Pero no “hombres furtivos que se llaman silbando y se dispersan de golpe en la noche de los callejones” (Borges, Evaristo Carriego) sino muchachos de Villa Fiorito que perdieron trabajos miserables y sostienen también, “por impulsión, una guerra de duelos individuales con la policía”. Lo insólito, ante la pantalla borgeana en que se tiente proyectar imágenes del Palermo actual, es el dúo de villero y nieto de albañil italiano: el villero muestra cicatrices que le dejaron otros; el rubio rapado, los tajos que se hizo él mismo.

Pelado ... me pelé porque no me gustan los rulos... me corté todo yo... en la cárcel de menores, con un cuchillo de plástico... lo rompí y me corté todo... míreme los brazos...

El villero Godoy tiene “el brazo más ganoso de atropellar, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero” y en la ciudad un itinerario propio, una ruta de bailantas que describe como minas de lujuria. El Pelado es nieto de un genovés y de los borrachos alucinados y tensos de Pavese:

... en el auto, a la noche, me fumo un porro y me pongo a leer una revista vieja... me hincho la cabeza para poder dormir...

... un día me lo crucé a mi viejo por Avellaneda... yo salía con una chica de abajo de un puente... me gritó por la ventanilla que me iba a matar...

... y agarré una maceta pesadísima y me la llevé porque creí que era mi abuela... me había tomado once pastillas... agarré a mi abuela para llevarla al geriátrico y un tipo me corría porque se pensó que le robaba una maceta...

Para Maxi, en cambio, “abuela” es un sonido remoto y resguardado, que aflora cuando le pido (sentados a una mesita de ajedrez, en una plazoleta con corral de arena y toboganes) que escriba qué le “sugiere” la expresión “esquina rosada”: “a mí lo que me sugiere es la esquina de la casa de mi abuela en Mendoza / un poco roja / relinda”.

“El barrio se convierte en orilla [...] el color de las tapias rosadas cita el color rural de las esquinas de campaña” (Beatriz Sarlo).

––––––––––

En la calle Darwin, al lado de las vías, ensaya la murga Los herederos de Palermo.

En Gurruchaga y Guatemala, un gomero sombrea una parrilla borravino y se junta con los plátanos en una bóveda oscura de tres cuadras. Un vendedor de plantas boliviano encarrila –sonriente a los bocinazos– un carrito de alambre en los pedazos de rieles de tranvía resurgidos, con el empedrado, entre el asfalto roto. En la vereda de la parrilla bordó –llena de gente, mediodía, sábado– le compran una Santa Rita. “Si no se lo puede llevar –a alguien que duda, en otra mesa, ante un jazmín– déme la dirección y se lo llevo yo...”. “¿Y te vas a ir hasta Belgrano con el carrito?”. “Señora sí, caminando...”.

Abajo de una marquesina de cristal, una vieja polaca de ojos grises y anteojos remendados con cinta scotch –Helena Ochad Socolovich– le ceba mate a un mecánico santiagueño volcado sobre un motor de auto.

Tiene pinta de abogada que se pasa el día taconeando por los pasillos de Tribunales y ahora, con las piernas cruzadas, espera en lo del dentista: chaqueta y pantalón azul marino, blusa blanca desabotonada hasta el corpiño y pañuelo estampado (azul, blanco y rojo). Pero no es un consultorio sino la esquina de El Salvador y Gurruchaga, y está sentada en una silla-tijera de lona ocre y tubos de acero azul, abajo de una sombrilla a gajos celestes y blancos y acodada a una mesita redonda con mantel de hule blanco y juegos de cacerolas azules. Que vende. Pasa un ómnibus escolar rojo, chicos con delantal blanco. Nadie compra nada, la mujer absorta en una revista de viajes.

Un muchacho con pelo rasta baja por la calle Honduras en bicicleta, la apoya en el tronco de un jacarandá, se sienta en la vereda del bar El Taller y abre un libro de cuentos de lord Dunsany.

En un banco de la plazoleta Cortázar, al lado de los juegos para chicos, un hombrecito de unos setenta años repara, con un destornillador de relojero, una lámpara de cobre de once brazos:

... soy Isidoro Keitel... judío polaco... trabajé en  Lámparas Imperial... hice las lámparas del casino de Necochea... soy de Zárate... ahora tengo un tallercito en mi casa pero como estaba el día tan lindo... ¿Harvey Keitel?... creo que podría ser primo mío... mi papá vino a la Argentina... a Zárate... y un hermano de mi papá se fue a América del Norte, a lo mejor es un hijo de él, quién sabe... hace poco estuvo acá sí pero no no, cómo lo voy a llamar yo por teléfono ...

En la calle Uriarte, una mujer con bastón me ve admirar –cree– una casa-chorizo desguazada que exhibe, como gran cosa, una doble faz: la fachada antigua con las ventanas con reja por donde asoman los gomeros del jardín de –segunda fachada– un chalecito de ladrillo a la vista y al lado su reproducción, en madera naranja, para infantes, y otra en marrón para el doberman. La mujer (cocinera) asegura que el invento de su jefe es superior. Mete la llave en la cerradura de un portón de madera verde, al costado de un muro alto: dos, tres llaves. Duda, pero el orgullo debido puede más que el miedo a los ladrones. Mira a un lado y a otro y abre dos segundos: un quincho de country entre palmeras, ibiscus rojos, sombrillas y piscina.  “Él es un empresario del papel y viene acá nomás a comer asado con los clientes...”, y cierra.

En El Salvador, la fachada negra del local de Charly García, al lado de un zaguán de media cuadra de largo y una puerta celeste desteñida, al fondo. Calzoncillos tendidos en un balcón ruinoso, entre la fachada forrada con papel de diario barnizado de la Papelera Palermo y el frente fucsia de “Atacama: Imaginación Comunicativa”.  El dúplex transparente de “La Matriz, (restaurante-bar-música-café literario)”. Cerca, un cartel manuscrito (Chapa – Pintura y algo de mecánica) clavado en el tronco de un plátano, al lado de este otro, “Peluquería La tijerita / Corte de Cabello al Físico”, en un cartel pintado a mano bajo un alero de chapa.

En Gorriti, a media cuadra de las vías, una mujer acaricia a un perro abandonado. Pero dice que no lo acaricia sino que le aplica “energía” con la palma derecha en la sien, sin tocarlo: “...le hago Reiki para que se tranquilice y encuentre dueño...”.

Hollywood, Soho, etc.

El Palermo Viejo de moda está pintado de fucsia, violeta, turquesa, morado, amarillo, naranja

El Palermo Viejo de moda está pintado de fucsia, violeta, turquesa, morado, amarillo, naranja... Ante la apertura continua de restaurantes, cafés, librerías, teatros, tiendas, no faltan vecinos que pronostican: “... son como escenografías de película  que se van a quedar vacías, comidas por la humedad y los ratones... O peor, ocupadas por villeros violentos...”.

... Florería La Mejor Flor. Librería Prometeo. Librería Un gallo para Esculapio. Disquería Miles. Boutiques: van Doomselaar, Nicanor Bravo, María Acher, Harapos Reales, Juana de Arco, Oda, Unlimited, La Lúdica. Bares, restaurantes: Lewobsky (arte & bistró), Lelé de Troya, El Mystico, OMM, The Glam (fuckin´bar & resto), Spirit (deli & Oyster Bar), Ton & Son, Señal de Diseño, Kayoko, Si Supieras, Pabellón Juárez...

Radio 10

Los locutores hablan detrás de un cristal, ante grupitos de gente que los critica con desgano. El tema de hoy es el Censo: condenar o no a los maestros que no quieren censar gratis, ser o no voluntarios, abrirles o cerrarles la puerta a voluntarios que podrían ser ladrones camuflados... Los altoparlantes propagan voces de oyentes por la calle, donde no hay nadie, salvo los pocos que escuchan en la vereda y algún taxista dormido en el auto bajo los plátanos, con la ventanilla baja y una lata de coca-cola inestable entre las manos cruzadas en la panza. Un locutor rubio, en mangas de camisa, intercala llamados “patrióticos” apoyando, como sin querer, lo sarcasmos de un oyente: “Los maestritos, que se vayan a corregir sus cuadernitos...”. Los que siguen la charla en la vereda –escolares que se paran a comer un sándwich, desocupados errantes, un maestro que escucha y anota lo que oye por la radio en un block– aparecen reflejados en el cristal ahumado, más visibles, a las tres de la tarde, con sol, que las siluetas de los locutores, que manotean como cautivos en un acuario, con micrófonos flexibles, en la semipenumbra. Los que se paran a escuchar no se conocen, pero se saludan sin énfasis, como si fueran vecinos, y se ceden lugar en los bordes de la maceta oval de cemento donde se sientan, de cara a la vidriera de la radio. Alguno se levanta riéndose con crudeza y se va.

Godoy Cruz

Roberto Arlt llamó a la calle Godoy Cruz, que bordea las vías, Avenida del Gato Muerto:

“La avenida es ancha, de tierra, se estira entre el marco de las casas pobrecitas; unas chivas lascivas dan vuelta como si buscaran una montaña donde pastar, una señora benemérita ha pelado una gallina y ha lanzado las plumas al barrial que se endurece bajo el sol y es cosa de sacar una libreta del bolsillo y comenzar a anotar la diversidad de residuos que se pudren al aire y a la visa y paciencia de todo el mundo” (Aguafuertes).

Godoy Cruz corta Gorriti, y Gorriti las vías. Dos chicos flacos levantan un sofá de un montón de basura, lo arrastran por un terraplén de pasto húmedo y lo bajan a una callecita lateral, con sauces. El sol se pone por atrás de los cubos superpuestos, blancos y rojos, de la mueblería La Viruta, entre nubes que pasan corriendo. El mismo lugar, al borde de las vías, desde donde Arlt miró a una mujer pelando una gallina en un barrial y Borges el poniente:

“Ante esa indecisión de la urbe donde las casas últimas asumen un carácter temerario como de pordioseros agresivos frente a la enormidad de la absoluta y socavada llanura, desfilan grandemente los ocasos como maravilladores barcos enhiestos” (Inquisiciones).

Por la vereda de Godoy Cruz, la sombra de los plátanos (el doble de altos que las casas, a un lado, y que los galpones chamuscados del ferrocarril San Martín, al otro) es sólida como un techo, salvo la hilera de chorros de luz en el hoyo de las bocacalles. En la esquina de Nicaragua, un tapial con madreselva y un portón roto enmascaran –lo dice un gordo en camisa abierta y cadenita al cuello, desde la vereda de enfrente– “una casa de la magnate Amalia Fortabat o de algún otro famoso, que para despistar a los ladrones aparentan dejadez...”. En la calle no hay nadie, sólo este hombre de aire desconfiado y próspero, apurándose a cerrar un portón de chapa de hierro recién pintado de verde que centellea al sol (pausa en la sombra, al cruce con Nicaragua, que acá se corta), al lado de un galpón de cinc flamante y alto como los plátanos, con un mural naïf que lo cubre casi hasta el techo. Cuando el hombre se mueve, hacia la calle, parece que saliera de la tranquera pintada en la parte baja del mural, dejando atrás una perspectiva de campos alambrados y camino de tierra y un primer plano con una  vaca manchada, un burro, un caballo de perfil y un gallo posado en un poste, arriba de un pedazo de madera con la dirección (Godoy Cruz 2345) sustraída a la calle considerada pecaminosa. Un paisaje calcado de láminas gauchescas de Florencio Molina Campos para los almanaques de la fábrica Alpargatas, pero por este cielo pampeano no pasan bandadas de churrinches sino –sobre una alfombra voladora celeste– el cómico Tato Bores caricaturizado con alas, anteojos y moñito lilas, levita al viento, una copa de champán en una mano y el toscano en la otra: “... lo hice pintar para borrar el semen de los travestis, que usaban esto como hotel...” (hasta que la unión de los vecinos logró espantarlos, no hace mucho).

Tato Bores vuela sobre un paisaje de Molina Campos, imitando a los que convirtieron el jardín de Rosas en parque público: “Cubriéndolo de flores, borremos como una esponja el recuerdo de ese tirano infame” (Cámara de Senadores, 1874).  ¿Por qué Tato Bores? El dueño del galpón no da referencias del muralista e insiste en la función de “esponja limpiadora” del mural.

Murga

En las paredes (sin ventanas) fotos del cómico Alberto Olmedo, del cantante Sandro, de Evita y de Madonna y un banderín de Huracán

El director de la murga Los Herederos de Palermo –Rubén Enrique Piña o Rubén el Gallego, treinta y cinco años– en cambio, pintó para los travestis un mural reguarango y repiola,  pero los vecinos lo taparon con pintura celeste…. Palermo se hizo retilingo, pero yo voy a seguir peleando como mi abuela gitana, montenegrina y peronista… la otra abuela era irlandesa…  como el río seco / que viaja por las Honduras: una chacarera que escribí sobre la flexibilidad laboral… la mía es una murga bien murga, yo toco la guitarra y un poco de violín… en mi casa había quedado un fantasma: la fuerza de mi abuelo y de mi abuela contra la debilidad de mi padre… Nariz el murguero me enseñó a boxear, hay que jugarse todo cuerpo a cuerpo: por eso me inventé lo de las remeras (serigrafiadas, con caricaturas de Sábat de Aníbal Troilo, Gardel,  Ceferino Namuncurá... que vende por los bares) y puse un código: tantas horas laborales por día patrocinan la murga…  hago talleres murgueros en la villa 21,  atrás de la cancha de Huracán…  una noche, en el centro, en una cola para el cine le quise vender una remera justo a Sábat, primero me  tiró la bronca y después me palmeó

Está sentado en un banquito de mimbre, en las paredes (sin ventanas) fotos del cómico Alberto Olmedo, del cantante Sandro, de Evita y de Madonna y un banderín de Huracán, una estantería con manuales de psicología y sociología, fascículos de historia argentina y las Obras Completas de Roberto Arlt. Una cama de una plaza con una colcha azul con flecos apoyada en la pared. Al fondo de un zaguán angosto descubierto, en el pasaje Russel. 

In memoriam

(En la Plaza Campaña del Desierto, llamada por los vecinos “de Palermo Viejo”)

Carlitos, un correntino (treinta y nueve años) de ojos verdes hundidos entre patas de gallo sucias, que vive en el centro de la plaza –una pináculo con ombúes en círculo y un banco redondo de madera–, abre una especie de libreta hecha con hojas de cuaderno juntadas de la calle y atadas con un piolín y lee, muy despacio, en voz muy baja:

Para el trovador muerto.

Juancito: un 23 de julio, cuando el frío calaba los huesos, partistes rumbo a Dios, una guitarra criolla en silencio quedó, porque tus dedos rudo ya no le harán brotar melodías que acompañaban a tu voz aflautada (carcajadas, silbidos de unos que se acercan), con la que supistes dar alegría a los borrachos de la plaza Palermo Viejo, y hoy al recordarte, como respuesta, un silencio sepulcral invade toda la plaza, los zorzales y las calandrias quieren ocupar tu lugar pero, por más que se esfuercen, no podrán jamás igualarte.

Se le acercaron tres o cuatro (uno estaba tendiendo al sol, en el respaldo del banco, un vaquero y una camisa recién lavados en un surtidor de riego, con una pastilla de jabón del baño de un bar) que también duermen en la plaza, o pasan ahí horas tomando vino de tetrabrik con naranjada.

Carros

Un temporal repentino cae sobre la terraza entoldada de la parrilla bordó, en Gurruchaga y Guatemala, a las nueve de la noche. Sobre la esquina donde el sábado pasado, al mediodía, un vendedor de plantas boliviano se empeñaba en calzar las  ruedas de su carrito de alambre en tramos de rieles de tranvía (asomados, junto con el empedrado, entre islotes de asfalto), ahora cae una tormenta tropical. Parejas de punta en blanco bajan corriendo de los taxis; en la bocacalle ya se formaron dos ríos: uno hacia las vías y otro a la olla de Honduras. El olor a vegetal húmedo y a lluvia es más fuerte que el olor a asado, que sin embargo aumenta con la jarana de los que llegan empapados y pasa  por la terraza a ráfagas picantes; gotas pesadas como cascotes golpean el agua marrón, que se inmiscuye en las raíces de los gomeros como raíces de mangle. De golpe, por el torrente de Gurruchaga pasa una flecha inverosímil: un caballo, un carrito de frutero sin barandas, un muchacho flaco y desnudo hasta la cintura con una sábana volante anudada al cuello, inclinado como un lápiz para tirar al máximo de las riendas, adelantándose a los más de quinientos carros de cartoneros que a esta hora de la noche cruzan los puentes, desde los suburbios. Mil quinientos cartoneros (según la subsecretaría de Medio Ambiente, muchos más según el diario Clarín del 13 de noviembre) cruzan a eso de las nueve de la noche, en quinientos carros, los puentes Alsina, Pueyrredón, de la Noria y las avenidas que llevan del Gran Buenos Aires a la Capital.  Los carros con “epigrafía de corralón”, que Borges catalogó en Las inscripciones de los carros, propagaban por las calles “una afirmación incesante”: Quién lo diría, Casi nada, Derecho Viejo, Aquí viene Araña, El picaflor, El lecherito, El porvenir... Estos no dicen nada.

Buenos Aires, 2001 - Barcelona, 2002.

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Autora >

Ana Basualdo

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