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Ser paisaje: invitación a la lectura de Víctor Català

En plena recuperación de escritoras injustamente olvidadas, Víctor Català (Caterina Albert) está disfrutando de un revival que coincide con el anuncio de la publicación de sus cuentos completos, ‘Tots els contes’

Marina Porras 13/10/2018

<p>Caterina Albert, en su estudio.</p>

Caterina Albert, en su estudio.

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Para entrar en el estudio donde pintaba Dalí en Portlligat, hoy transformado en casa museo, debemos atravesar un pasillo estrecho. En la pared de este pasillo están colgadas dos reproducciones en blanco y negro del Ángelus, el famoso cuadro de Millet con el que Dalí se obsesionó. En el cuadro, dos payeses rezan compungidos en una pausa durante el trabajo. Los personajes se confunden con el entorno y el cuadro tiene un aire de calma depresiva muy extraño. El paisaje del cuadro es muy plano, no hay ninguna montaña en el horizonte y eso hace que la luz sea aún más neutra y atonal. Cuando entramos en el estudio daliniano impresiona el contraste entre la calma del cuadro y el paisaje salvaje de Cadaqués que vemos por la ventana. El día que visité la casa estaba lloviendo y el viento resonaba por todas las habitaciones. En una rarísima asociación de ideas, que no desentonan en ese lugar excéntrico, me vino a la mente la soledad desamparada de Mila, el personaje de la novela de Víctor Català Solitud (Edicions 63, Barcelona, 2017). La soledad de la protagonista, perdida en una ermita en medio de la montaña, no tiene aparentemente nada que ver con la casa daliniana rodeada por el mar. Pero ver el cuadro de Millet colgado justo delante del estudio me hizo pensar en la quietud exasperante que hizo enloquecer a Mila en una montaña que no queda muy lejos de ahí. De hecho, los dos artistas –Dalí y Català– nacieron separados por tan solo treinta kilómetros de distancia, uno en Figueres y la otra en la Escala, aunque sus paisajes fueron bastante distintos. Dalí convivía con los acantilados salvajes de Cadaqués y Català vivió enfocada hacia las montañas ampurdanesas del interior. Pero si tuve esta extraña relación de ideas es porque diría que los dos artistas comparten un rasgo: su enorme capacidad imaginativa les inducía a filtrar el paisaje que tenían alrededor para transformarlo en obra. 

Caterina Albert i Paradís (cuyo seudónimo literario era Víctor Català i Montseny) es la primera escritora catalana moderna. Nació en 1869 y murió en 1966, a los 96 años. Vivir durante nueve décadas y media, entre el siglo XIX y el XX, permite vivir muchas épocas distintas en primera persona. La escritora nació en l’Escala, un pueblo ampurdanés, en una familia de propietarios rurales. Tuvo una infancia de niña privilegiada en un entorno que debía ser bastante aburrido y solitario. Fue al colegio pocos años pero tuvo profesores particulares de pintura, escultura y música; fue una niña sensible y dotada desde pequeña. Le interesaba la arqueología, el folklore, la etimología, y aprendió francés e italiano de forma autodidacta. Su padre murió cuando ella era muy joven, y tuvo que cuidar de una madre con la salud enfermiza. “Escribía para distraerme de mi vida de monja y de ventanas cerradas, en un pueblo donde no había ni profesor de piano, los ratos que dedicaba a la literatura eran mi único entretenimiento”. 

Su vocación literaria comenzó pronto y lo hizo, como tantas, con la poesía. Publicó un primer poemario El cant dels mesos (1901) y pese a que repitió dos veces en una carta le contaría a Joan Maragall que componía versos “como una forma de expansión inocente”. Su carrera empezó con otro género, el teatro, y lo hizo envuelta en polémica. En 1898 presentó a Els Jocs Florals de Olot el monólogo La infanticida, una pieza teatral durísima sobre una chica que queda embarazada fuera del matrimonio y temerosa de la reacción del padre arroja a su bebé recién nacido dentro de la muela de un molino. El monólogo fue premiado y cuando se descubrió que su autora era una mujer el escándalo fue notable. Caterina Albert se negó a recoger el premio y a representar la obra, y se reafirmó en el gesto de usar un seudónimo como protección, sobre el que cargar el peso moral y las responsabilidades derivadas de la escritura. 

Víctor Català fue una autora prolífica. Escribió dos novelas, siete libros de relatos, un volumen de monólogos teatrales y un libro de prosas de corte biográfico. Su carrera estuvo marcada por dos periodos de silencio muy significativos. El primero duró de 1907 a 1920. Son los años de dominio del Noucentisme, un movimiento que desde las instituciones imponía los cánones culturales y apostaba por unos modelos muy alejados de la apuesta rupturista de la escritora; también contribuyó a este primer retiro la reforma lingüística de Pompeu Fabra, que consideraba un corsé opresivo para su estilo (aunque acabaría adaptándose a la nueva normativa), la combinación de inconveniencias propició su retiro. El segundo silencio fue más largo y más duradero, 14 años, de 1930 a 1944 (lo rompió publicando un libro de cuentos en castellano), está marcado por dos dictaduras, una guerra y una posguerra. Murió su madre y sus hermanos enfermaron, fueron años en los que Català tuvo la sensación de estar viviendo entre fantasmas. 

Una caricatura simplista de la escritora nos puede inducir a pensar que estamos hablando de una señora que no ha salido nunca del pueblo de pescadores donde nació, y que se entretenía poniendo por escrito la vida de los payeses y la gente que rondaba sus fincas. Esa imagen no corresponde con la escritora que fue Català, plenamente integrada en la vida intelectual catalana. Conocía en profundidad la modernidad de Barcelona, y se carteaba con los escritores más importantes de su época. Para escribir, eso sí, prefería la calma de su casa y de su pueblo. En buena medida la caricatura fue una creación propia. Se ha discutido mucho sobre las entrevistas que concedió, donde jugaba a parecer más inocente e ingenua de lo que era. Si nos fiamos de sus declaraciones públicas, parece que sea una escritora que no sabe nada sobre literatura. Parece que todo lo que ha escrito le fue dictado por algún genio místico y desconocido. Es una modestia desapegada que recuerda mucho al gesto de Josep Pla cuando simulaba ser un pobre y sencillo payés del Ampurdán. Esa actitud les permitía distraer a los periodistas con declaraciones pintorescas y no dar demasiadas explicaciones sobre lo que escribían.  

Si nos fijamos en la parte de su obra que está ambientada en la ciudad, advertimos que Català tenía mucho qué decir sobre la vida urbana de su época. La escritora conocía de primera mano los contrastes de la ciudad; escribía sobre el choque entre clases sociales, los bajos fondos y las presiones de la masa sobre el individuo. Todo eso es visible en sus relatos ambientados en la ciudad y en una de sus dos novelas, Un film (3000 metres) (Club Editor, Barcelona, 2017) situada en Barcelona. Pero si Català se impuso en el panorama literario fue por la manera como entendió y explicó el ruralismo: el imaginario de un mundo muy concreto se transformó en literatura. El crítico Gabriel Ferrater dijo que nacer en una familia de propietarios rurales le había proporcionado un imaginario tan poderoso que configuraba toda su obra. Ese imaginario le proporcionó un contacto directo con los protagonistas de sus historias, con los relatos folklóricos y las leyendas fantásticas que nacían de su entorno. El suyo es un mundo de contrastes muy marcados, de violencia y resignación, de desesperanza. Solo desde esta perspectiva podemos entender la ferocidad de los relatos recogidos en Drames rurals, uno de sus libros más famosos; se le criticó que se fijaba demasiado en la parte oscura de la vida y no dejaba margen para nada vital o alegre. “Yo quiero a la vida tal como es –responderá ella– dulce y amarga, clara y oscura. Querría abastarla toda, pero ¿qué culpa tengo si las tintas negras son las que más impresionan mi retina? ¿Tengo que seguir o no mi vocación?”. 

Los relatos de Català son interesantísimos, pero la obra maestra de la autora es Solitud, una novela publicada en 1905, cuando la autora tenía 36 años. Si buscan en Google Imágenes ‘Massís del Montgrí’, verán que la silueta de la montaña parece una mujer tumbada, con el torso y el pecho mirando al cielo. Es el escenario de la novela, que cuenta la historia de una mujer que se descubre a sí misma en la soledad de esa montaña. Mila, la protagonista, está casada con un hombre bobo, vago y, detalle relevante, impotente. La novela empieza con la ascensión del matrimonio por la montaña que les ha de llevar a la ermita donde van a vivir. Mila se descubre convertida en ermitaña por la fuerza de sus circunstancias, y en la soledad de ese paisaje discurre la trama del libro. La protagonista queda desamparada en una ermita recóndita y mantiene un pulso de supervivencia con su propia vida, atravesando fases de depresión y de delirio erótico frustrado por la incapacidad de los hombres de su entorno para satisfacerlo. Todo está contado en tercera persona pero focalizado en el personaje de Mila. Todo pasa en su cerebro. El resto de personajes son figurantes que giran a su alrededor y alimentan su conflicto. Solitudes la historia de una mujer entre la convención forzada de un matrimonio fracasado, la pregunta por la existencia de un amor satisfactorio y la correspondencia de todo lo anterior con el deseo salvaje y animal. La novela se desarrolla y se vertebra a través del paisaje. La montaña antropomórfica, esa silueta de mujer tumbada, remite al personaje de Mila. La fusión entre ella y la montaña se teje durante toda la novela y, como cuenta Toni Sala en el prólogo de la obra, “en los últimos capítulos ya podemos decir que Mila está paseándose dantescamente sobre sí misma”. No es que Mila sea un elemento del paisaje: el paisaje absorbe al personaje. 

Esta es una novela impresionante, por muchos motivos. Lo es por el dominio de la escritora sobre los tempos de la narración: el paso lentísimo de las estaciones sobre el carácter de la protagonista. Lo es por el juego ambiguo de una mujer que se transforma en contacto con la naturaleza y que no quiere abandonarse a los impulsos salvajes que nacen de ésta. También lo es por el estilo con el que maneja el catalán, como apunta Toni Sala la novela está escrita tan cerca del idioma que no se sabe dónde empieza el artificio y donde la modulación natural de la lengua. También es meritorio el juego simbólico que sobrevuela toda la obra y va revelándose a medida que se aproxima el desenlace: Mila vive en una ermita, y en la ermita hay una capilla donde encontramos un santo: Sant Ponç, que le horroriza y protagoniza sus pesadillas. Las alucinaciones oníricas no son nada extrañas en la narrativa de Català, su imaginario mezcla religión y folklore, realidad y sueño, Ferrater sostiene que toda la novela es una alucinación erótica de una mujer desorientada. En una escena la protagonista se duerme en el campo, medio desnuda y muerta de calor, y despierta del sueño cuando se da cuenta que un hombre está husmeando a su alrededor. Ella se asusta y se excita, en una reacción ambivalente que marcará el tono del libro: “una ola ardorosa hecha de vergüenza, de felicidad, de miedo y de deseo, todo a la vez”. Ese sueño acechado de monstruos y de deseo salvaje, de ecos dalinianos, es quizá la escena que me hizo pensar en ella en Portlligat. 

Català es una escritora que supo llegar al fondo de lo despiadado y lo trágico. En su obra no hay comodidad ni conformismo, encontramos un interés profundo por el claroscuro, por los sentimientos humanos alejados de las convenciones. Su obra es paisaje, entendiendo por paisaje la bestialidad de la naturaleza. Es una reivindicación de lo salvaje escrita desde una libertad creativa absoluta en una época donde no era sencillo perseverar en una empresa así. “Dogma, escuela, código, conjunto de reglas dentro de una esfera de creación significa limitación, que equivale a merma: la merma es decadencia y la decadencia traspaso, muerte”. Esa obsesión por ser una mujer libre quedará fijada en una obra trabajada durante décadas, que demuestra el empeño incansable de una escritora obsesionada con cumplir su vocación.  

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Marina Porras (Barcelona, 1991) es crítica literaria. Colabora como periodista en distintos medios, trabaja en una librería y es investigadora en formación del grupo “Literatura Comparada en el Espacio Europeo" en el departamento de Teoría de la Literatura de la UB.  Está preparando una tesis sobre los ensayos literarios de Gabriel Ferrater. 

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