Caravana a Grecia
“Luchen por nosotros, día tras día”
Amanda Andrades Tesalónica (Enviada especial) , 16/07/2016
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A través de las ventanas de los buses se ven desfilar olivares, campos secos con la cosecha ya recogida, pequeños viñedos, tranquilos pueblos de interior. Todo muy idílico, tal vez demasiado. Solo hay un pero, la excursión no acabará en la visita turística a un monumento, sino en un centro de detención, el de Paranesti, muy cerca de la frontera de Bulgaria.
“¿Madre mía, dónde los tienen?”, pregunta Ana en voz alta, cuando el autobús de la acampada antifronteras No Borders lleva casi tres horas de ruta y hace ya rato que la autovía quedó atrás para dar paso a una montañosa carretera secundaria. “¡Parece que fuéramos a una cárcel de máxima seguridad!”, exclama esta militante de SOS Racismo, licenciada en Derecho y especialista en derechos humanos.
Pero Paranesti, que en Madrid se llama Aluche, no es un penal, sino un centro de internamiento de inmigrantes sin papeles. Uno de esos lugares a los que se reduce para muchos el destino europeo. Un destino en el que preguntarse durante horas por el motivo del encierro, mientras se espera la deportación.
Averiguar el delito no requiere, sin embargo, mucho tiempo. Es bastante sencillo, muy sencillo: ser considerado inmigrante irregular.
En esa categoría entran todos aquellos que no huyen de una guerra abierta y declarada y, a veces, ni eso es tan claro. Aquí, en el centro de detención de Paranesti, son en su mayoría afganos, paquistaníes, bangladesíes, marroquíes, palestinos o argelinos…Unos 300, todos hombres, de entre 18 y 45 años.
Entre enero y mayo de 2016, algo más del 50% de las personas llegadas a Grecia por mar, sin un visado o un pasaporte Schengen, procedían de Afganistán (40.394), Irak (25.372), Pakistán (7.863) e Irán (5.061), según los datos de la Organización Internacional de las Migraciones.
“Ellos dicen también que hay algunos sirios”, relata Chema, uno de los integrantes de la Caravana a Grecia elegido para entrar. Ese ellos son los detenidos con los que ha podido hablar este técnico de emergencias de Bilbao.
“Yo he hablado con gente de la India”, añade Aurora, también parte del grupo sanitario. “He salido derrumbaba. No aguantaba más sin llorar. Quería salir para no hacerlo delante de ellos. ¡Qué vergüenza llorar delante de gente que está en esta situación!”, se reprocha esta matrona santanderina. La persona que agarra el micro, tras la salida de la comisión del centro, habla también de tunecinos.
Además, los internos cuentan que antes había turcos, pero que fueron deportados a cárceles de ese país, tras dos meses de estancia. “Los sacan de noche cuando se cierran las celdas”, refiere Mar, a partir de lo que le han contado.
Si hay un detalle que a esta médica de Madrid le ha llamado poderosamente la atención es su juventud. “Muchos tienen menos de 20 años. Cuánta energía, cuánta vitalidad. No había grandes problemas de salud, debido a su edad pero se llevaban la mano repetidamente al corazón, se agarraban la garganta o apoyaban la cabeza en una mano y movían el índice de un lado a otro para hacernos entender que tenían muchas palpitaciones, muchos ahogos, ansiedad e insomnio”, lamenta. No es la primera vez que Mar visita una cárcel. Ha entrado en varias desde que en los noventa se integrase en la Coordinadora de Barrios de Madrid. La diferencia está en que aquí no hay posibilidad de seguimiento. “Se quedan ahí y nosotros nos vamos. ¿Qué emociones se habrán generado?”, se pregunta. “Igual piensan ‘estos europeos van a cerrar los centros’. No podemos conocer el impacto de nuestra visita”.
La entrada al centro no es sencilla, ni siquiera estaba prevista. Policías antidisturbios con cascos, escudos, porras y máscaras antigás bloquean la entrada. Enfrente, jóvenes autónomos que insisten una y otra vez en que no se les fotografíe, aunque muchos lleven el rostro cubierto. Gritos y consignas por la libertad y contra los muros. “El pueblo quiere el fin de las fronteras”, canta un chico magrebí en árabe. Cuando se le pregunta de dónde es, sólo responde que de cerca de Casablanca en un inglés aproximativo. Suena en un altavoz La rage, de Keny Arkana. “Porque tenemos la rabia, permaneceremos de pie, pase lo que pase. La rabia para ir hasta el final, allá donde la vida quiera llevarnos”.
A cierta distancia, los miembros de la Caravana Abriendo Fronteras permanecen sentados en el suelo coreando consignas. “Estas son nuestras armas”, gritan con los brazos en alto. Muy 15M. De repente, aparece Tasula, enlace entre No Borders y los caravaneros, y en su castellano con deje latinoamericano explica que han logrado que se permita el acceso a 20 personas. Ni una más.
Con las prisas hay quienes aprovechan para saltarse los acuerdos, y priman el interés personal frente al colectivo. Entre codazos y empujones tiran hacia delante, aunque eso signifique que se quedan fuera algunos de los que la coordinación de la Caravana acababa de seleccionar para la visita. Lo de tonto, el último sucede en las mejores familias, hasta en las solidarias.
Para conversar con los internos, hay que subir una cuesta con barracones a los lados, escoltados por una veintena de policías armados. Al final, tras una doble valla con concertinas, esperaban en varios “patios del tamaño de un autobús, de ancho y de largo”, en grupos de entre 15 y 20. Los detenidos no pueden salir de este área. “Habían puesto como mesas y otros muebles delante de nuestro lado de la reja para que no pudiésemos acercarnos mucho. Ellos han tenido que pisar algunas zonas del huerto que cultivan, pero ha dado igual”, recuerda Chema.
Para intentar evitar futuras represalias por contar demasiado, se impone cierta discreción. Algunas tácticas de disimulo como hablar con uno mientras se mira hacia otro o tapar en la medida de lo posible a la persona que habla para que los policías no le vean. Para que ninguno se señale demasiado.
La reivindicación más extendida, más allá de alguna solicitud material, como el envío de ropa, es una, libertad. “Luchen por nosotros, día tras día, día tras día”, repiten. “Queremos ser libres”.
En la cena, ya de vuelta a Tesalónica, en la mesa de un restaurante se comparte además del tzatziki, las keftedes y alguna botellita de ouzo, el informe de la visita con otros compañeros que han preferido acudir a un campo de refugiados:
-- La mayoría llegaron por puerto. El traslado duró seis días. Iban engrilletados, casi sin agua ni comida.
-- Como en los CIE.
-- Les dan cinco euros al día y han de pagar la comida que cuesta tres. Se quejan de que es poco variada, arroz, pollo. A veces, huele mal, dicen.
-- Como en los CIE.
-- El médico acude cada cuatro o cinco días. Tienen miedo de que si ocurre alguna emergencia, no les vayan a atender.
-- Como en los CIE.
-- A las 12 de la noche se cierran las celdas y no pueden volver a salir hasta las 8 de la mañana. Dentro, hay un wáter.
-- Como en los CIE.
-- No han tenido la opción de pedir asilo.
-- Como en los CIE.
-- No entienden por qué están detenidos
-- Como en los CIE.
"Abran las fronteras"
Un sueño escaso de cuatro o cinco horas, una ducha revitalizante, un desayuno rico preparado por las activistas de Ca la dona (La casa de las mujeres), de Barcelona, y a la carretera de nuevo. Empieza la segunda etapa de la Caravana a Grecia.
Horas y horas de autobús por delante, hasta llegar a Milán. Horas para contar historias.
La de Marco, profesor de secundaria, está ligada a un descubrimiento reciente, de hace un año, cuando supo que su abuelo había sido un niño refugiado. Durante la Guerra Civil le acogió una familia francesa. Como en verano está en paro –es interino – no ha dudado en apuntarse a la iniciativa, de la que se enteró mediante una amiga miembro de la red madrileña de acogida a refugiados. “Hacía tiempo que no realizaba un viaje de este tipo. Otros veranos estuve en Nicaragua, Bolivia o Cuba con brigadas internacionales”, explica.
El objetivo de este madrileño, de 31 años, es doble. Por un lado, ser testigo y formarse un “criterio propio” para contárselo a su alumnado. Por otro, continuar luego con la presión política. “De aquí salen nuevas iniciativas, lo que era un viaje de una semana se convierte en algo más largo”.
También es profesora de secundaria, Virginia, de 36 años. Granadina de nacimiento, ejerce en un instituto de Ciudad Real. Este curso se ha dedicado a formar a los adolescentes en educación en valores. Para ella, fue fácil tomar la decisión de enrolarse en la caravana. “Tenía vacaciones y podía”. Ya había intentado antes aportar su granito de arena en la tarea de ayudar a las más de un millón de personas llegadas a Europa en su huida de la guerra de Siria.
En septiembre, cuando lo del “chiquillo”, Aylan, preparó su casa para poder recibir a alguna familia y se apuntó en una de las iniciativas ciudadanas de acogida que surgieron entonces. “En Ciudad Real llegó a hablarse de montar autobuses para ir a buscarles”. Todo quedó ahí, sin embargo. El gobierno se negó a aceptar esa solidaridad espontánea. Se limitó a los cauces oficiales, al acuerdo de la UE de recolocar solo a 160.000 refugiados. España se comprometió a admitir a casi 16.000. Hasta julio habían llegado 187.
La consigna para cruzar Francia es discreción: pancartas guardadas, escondidas, en los maleteros de los buses para aparentar ser un grupo de turistas de vacaciones. Por si acaso, por si hay muchos controles policiales en la frontera o en la carretera, tras el terrible atentado de Niza en el que 84 personas murieron el jueves 14 de julio.
Poco antes de llegar a Montpellier, la prudencia se hace trizas. Un atasco de hora y media provocado por un accidente, parada obligatoria, todos a la carretera. Y entonces, aparece una gaita, se improvisan unos bailes y el cristal delantero de uno de los buses se adorna con una pancarta de Caravana a Grecia. “Ninguna persona es ilegal”, “Wellcome, refugies”, comienza a gritarse, entre las miradas sorprendidas, curiosas y amables de camioneros y viajeros atrapados en el embotellamiento.
Hay que aprovechar también para picotear algo, en los buses no está permitido. Unos melones, tomates, pepinos de la huerta y los últimos pedazos de un hornazo gigante, cortesía de los salmantinos. Por fin, empieza a despejarse la carretera y toca continuar la ruta. Ya no habrá parada hasta cuatro o cinco horas más tarde, para comer. A pesar del dolor de piernas y las ganas de ir al baño, casi nadie se queja. El retraso pone en riesgo llegar a tiempo al acto de bienvenida organizado por distintos colectivos en Milán. Además, han de tenerse en cuenta los tiempos de descanso obligatorios de los choferes. A las 11 de la noche, como máximo, deben dejar de conducir.
Las nueve y cuarto marca el reloj del bus cuando por fin aparece el edificio de la Stazione Centrale. Unas cincuenta personas están concentradas con pancartas y unos stand. Un grupo de música, compuesto por italianos, refugiados e inmigrantes, marca el ritmo con canciones de reggae.
El autobús aparca y los 54 caravaneros del vehículo madrileño-sureño salen disparatados, sin orden ni concierto. Desesperados por estirar las piernas o fumar un cigarro.
Los vascos, no. En su aparición en la plaza, veinte minutos más tarde, hay disciplina. Bajan, muchos con sus pañuelos amarillos al cuello, con el lema Errefuxiateak, ongi etorri, se agrupan detrás de una pancarta, ondean las ikurriñas y gritan “Abran las fronteras”.
Los castellano-leoneses y los valencianos y catalanes ni siquiera llegan. Se les ha complicado el viaje y van directos al hotel, Rimaflow, una antigua fábrica de automoción, recuperada (ocupada) en 2013, en un polígono industrial a veinte kilómetros de Milán.
Mayra lleva 10 años en Italia. Hasta los 20 vivió en México, país en el que ya era activista. Su marido es marroquí, cruzó el Mediterráneo en una patera. Sobrevivió. La red en la que participa esta treintañera trabaja con dos asociaciones, una en Argelia y una Túnez, especializada en documentar y denunciar los casos de los desaparecidos en el “cementerio europeo” unos 30.000, según los datos que manejan. “Son muchos más. Nuestras cifras provienen de la información que nos dan las familias, del número de cadáveres que encuentra la Marina italiana”. Y de un registro, que debe ser quizás aún más doloroso, las llamadas por teléfono satelital desde las barcas. “Llaman y dicen somos 30, somos 70, 100. Si no llegan,…”.
Un chico joven, muy joven, se acerca. Pide dinero, unos 10 euros, por dejarse entrevistar. Tiene hambre. Hay que buscarse la vida. Alexa, militante de la red Milano sensa frontiere le explica que no puede pagársele por esto, pero que ella le va a buscar algo de comida. Aprovecha para informarle de una escuela a la que puede acudir para aprender italiano. “Es gratis”, insiste.
Issa huyó con 16 años de Gambia. Cuando se le pregunta por qué, su respuesta es breve: gay. “Pero, ya no lo soy”, añade con un mirada borrosa y triste. La homosexualidad está castigada en este país con penas de cárcel que pueden llegar hasta la cadena perpetua, tras la aprobación de una nueva ley en 2014. Lleva año y medio en Italia. Antes, ha cruzado por Senegal, Mali y Libia, donde fue encarcelado. De ahí, una barca y el cruce del Mediterráneo.
-- ¿Cuál es tu sueño?
-- Definitivamente, ya no sé cuál es.
2.618 kilómetros de solidaridad
Acabada la primera etapa, Madrid-Barcelona, aún quedan muchos kilómetros por delante, 2.618 en concreto, los que separan la capital catalana de Tesalónica, los que recorrerán unas 260 personas en cinco autobuses procedentes de Salamanca, Bilbao, Vitoria, Valencia y Madrid. Es la Caravana abriendo fronteras, una iniciativa de denuncia política, coordinada por una veintena de organizaciones de una quincena de ciudades.
El autobús de Madrid tenía como punto de partida Atocha. La cita, a las 15:30 de la tarde del viernes. La hora prevista de salida, las 16. Por supuesto, sale con retraso, aunque no mucho, sólo media hora, el tiempo de esperar a un “compañero” que se ha visto atrapado en un atasco.
Unas cincuenta personas se han acercado a despedir a la caravana madrileña. Portan carteles contra los muros que levanta la UE en sus fronteras y de bienvenida a los refugiados. El coro de la Solfónica, nacido durante el 15M, ameniza con un par de canciones, una de ellas, en griego. Entre los que han venido a decir adiós y desear un buen viaje, cinco concejales de Ahora Madrid, Nacho Murgui, Carlos Sánchez Mato, Mauricio Valiente, Javier Barbero y Romy Arce.
Una vez que el bus arranca se ponen en marcha también las conversaciones. Hay que conocer al compañero de asiento y, al menos, a los que están sentados más cerca. Para ello, están las clásicas preguntas de cómo te llamas, de dónde vienes, a qué te dedicas, pero también las dinámicas y juegos de grupo que ayudan a romper el hielo y establecer confianza. Desde un Trivial, con las tarjetas que ha traído alguien, hasta una ronda de presentaciones micrófono en mano.
Algunos de los 54 pasajeros han coincidido antes en las reuniones preparatorias o incluso llevan años haciéndolo en manifestaciones y acciones contra el racismo, la ley mordaza, el 15M, etcétera. Otros no se habían visto nunca en persona. Sólo habían hablado por Facebook, Whatsapp o Telegram. Aunque el autobús sea el de Madrid, se han apuntado muchos andaluces y castellano manchegos. Es más, los madrileños son minoría. Por profesión, destacan los maestros.
En la ronda de micro libre, se anima hasta uno de los dos conductores, el que está de descanso. “Os admiro. Con lo que está pasando, parece que miramos hacia otro lado, pero vosotros, no”. La respuesta es rápida: “Vosotros nos lleváis”.
Entre las palabras más repetidas, dignidad e indignación, emoción e incluso miedo. Temor a que aquello que “se va a ver de primera mano, más allá de lo que cuentan los medios”, en Grecia sea demasiado duro, demasiado intolerable.
Entre los objetivos de la Caravana está el de “contestar las políticas migratorias de la Unión Europea, que cada vez se acercan más a la barbarie, totalmente ajenas al dolor y al sufrimiento que están ocasionando”.
Tras el cierre de la frontera con los Balcanes, más de 57.000 personas se hallan varadas en Grecia, a la espera de un traslado a otros países europeos, que se prevé lento, muy lento, desesperadamente lento. Desde que, en septiembre de 2015, Bruselas adoptará un acuerdo para la reubicación en otros países de 160.000 personas llegadas a Grecia e Italia, sólo 3.056 han sido recolocadas.
Frente a la cerrazón de la UE, el sueño de los caravaneros puede resumirse en un rap que un chico entona. Sus versos terminan con una ritma fonética “¿Me oís? Wellcome, refugees”.
También hay otra esperanza en el horizonte, que la Caravana sea solo un primer paso. “Que en cuatro o cinco meses haya otra a Ceuta y Melilla, a nuestra frontera Sur”, expresa Pampa, activista argentino afincado en Madrid desde hace 15 años e integrante de la Red de Acogida que se creó en la capital en septiembre de 2015.
Son ya las 12 de la noche, cuando el autobús madrileño-sureño llega a Barcelona. Unas horas antes, una manifestación y un concierto han dado la bienvenida a los autobuses de Salamanca y el País Vasco. El de Valencia tampoco pudo llegar a tiempo, una avería se lo impidió. La que no se lo perdió fue Ada Colau. La alcaldesa llegó al final y subió al escenario. En su discurso insistió en que los cambios los logra la ciudadanía. De ahí su apoyo a la Caravana, recuerda Ana, de Sos Racismo Madrid, que junto a otros cinco compañeros había adelantado su viaje para asistir al acto.
Una cena rápida, algunas reuniones breves y a la cama, unas colchonetas en el suelo del polideportivo Mar Bella, cedido por el Ayuntamiento. A las 6:45 de la mañana comienza la siguiente etapa. Próxima parada, la Stazione Centrale de Milán, el lugar de llegada en esta ciudad italiana de los que huyen de la guerra, la miseria o la falta de un futuro.
A través de las ventanas de los buses se ven desfilar olivares, campos secos con la cosecha ya recogida, pequeños viñedos, tranquilos pueblos de interior. Todo muy idílico, tal vez demasiado. Solo hay un pero, la excursión no acabará en la visita turística a un monumento, sino en un centro de detención, el de...
Autor >
Amanda Andrades
De Lebrija. Estudió periodismo, pero trabajó durante 10 años en cooperación internacional. En 2013 retomó su vocación inicial. Ha publicado el libro de relatos 'La mujer que quiso saltar una valla de seis metros' (Cear Euskadi, 2020), basado en las vidas de cinco mujeres que vencieron fronteras.
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