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SALA DE DESPIECE

Valientes en tiempos de paz

Dice que todos tenemos un punto crítico; que, cuando el pánico nos domina, todo está perdido, no hay nada que hacer, y que esa pérdida de control puede suceder en el momento más banal e insospechado

Sergio del Molino 15/11/2018

<p>La paloma de la paz de Pablo Picasso. </p>

La paloma de la paz de Pablo Picasso. 

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No hice la mili. Me declaré objetor por cobardía e insistencia de mi madre, porque en realidad quería ser insumiso. Por desgracia, Aznar abolió el servicio militar estando yo en la universidad y ya no tuve ni que renovar la prórroga por estudios. No me enfrenté a la hora de la verdad de rechazar mi destino como objetor (que era mi plan, tranquilizar a mi madre con los papeles de la objeción para luego darle el disgusto declarándome insumiso: me daba mucho más miedo mi madre que la cárcel, la verdad). Perdí la única ocasión que la historia me iba a dar para ser un héroe y participar de uno de los movimientos más dignos y menos recordados de la resistencia civil española. No sé si se acordarán de la figura del autoinculpado. Gente que se presentaba en los juicios por insumisión y confesaba haber dado cobijo y refugio a los desertores, aunque muchas veces ni les conocían. Les debemos un homenaje, por cierto. La sociedad y el Estado les deben un reconocimiento. Y tal vez un par de buenos libros y alguna peli.

Cuento esto para que se entienda que nada hay más ajeno a mí que lo militar. Los uniformes siempre me han despertado una antipatía virulenta y he tenido que hacerme muy mayor y muy libre para quitarme la estupidez y convencerme de que los uniformados sienten, piensan y sufren del mismo modo que yo y no son una especie subhumana y alienada.

Cuando escribí Lo que a nadie le importa, donde buscaba en parte reconstruir el trauma de guerra de mi abuelo, combatiente como quinto del ejército franquista en la guerra civil, me obsesioné con la literatura militar. No sólo devoré bibliografías sobre la guerra del 36, sino muchas novelas testimoniales de escritores que fueron soldados y hasta tratados de estrategia, como algún tomo de Clausewitz. Quería meterme en la mente de mi abuelo, intentar ver con sus propios ojos el campo de batalla, la primera línea, el ruido de los obuses, el olor de la carne quemada y sentir el hambre y el frío. Pronto me di cuenta de que mi empeño era imposible. No sólo porque no he vivido una guerra, ni siquiera como observador, sino porque no sé nada de la vida militar, sus rangos y sus rutinas. Intentar comprender a mi abuelo iba mucho más allá de la empatía. ¿Cómo expresar su miedo si no sé cómo suena un tiro ni he visto el socavón de una bomba? ¿Cómo interpretar sus dilemas si no he sentido en el hombro la culata de un rifle al dispararlo? Hice una novela de suposiciones y especulaciones. Me pregunté qué haría yo si me viese en el infierno en que se vio mi abuelo. Y, al trabajar así, dibujé la distancia que separa a un español del siglo XXI crecido en paz de uno del siglo XX traumatizado por la guerra, dándome cuenta de que éramos profundamente extranjeros el uno para el otro.

De la escritura de aquel libro me ha quedado una cierta afición a la literatura militar y las crónicas y novelas de frente, y acabo de caer en un libro fascinante que se me había pasado por alto, Anatomía del valor, de Lord Moran, el primer estudio que se hizo sobre los efectos psicológicos de la guerra. Lord Moran, que fue médico de Winston Churchill, estuvo dos años y medio en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en los campos del Somme, donde fue condecorado. Un tiempo después, leyó en The Times que el gobierno británico había creado una comisión para el estudio de la neurosis de guerra, y le llamó la atención que ninguno de sus miembros había combatido. ¿Cómo iban a entender el miedo si no lo habían sentido? Indignado, escribió una carta al director de The Times, y la carta apareció publicada en primera página. Un agente literario, al leerla, le propuso escribir un libro. Le costó años redactarlo, pero Anatomía del valor se convirtió inmediatamente en un clásico de las escuelas militares.

Lord Moran, además de ser una eminencia en medicina, fue un escritor de talento, por eso su libro, mucho más que un tratado psicológico, es un ensayo literario de un observador sensible que busca comprender a los demás y a sí mismo, la naturaleza de su propio miedo. Es muy subjetivo y está hecho en buena medida de anotaciones de diario y de anécdotas del frente narradas en primera persona, por eso es tan pertinente y se lee con tanto interés.

En un mundo donde los militares son algo exótico, y la guerra, algo que sale por la tele de vez en cuando, la mentalidad de Lord Moran puede sonar anticuada y reaccionaria en un primer vistazo. Se reprocha a menudo “pensar como un pacifista” cuando las fuerzas le han flaqueado en la batalla y no esconde el fondo cristiano de sus convicciones, pero eso no debería confundir a ningún lector: Lord Moran es, por encima de todo, un humanista, alguien que teoriza contra la demonización y deshumanización del enemigo y que busca comprender los mecanismos de la soledad y la desesperación, y para ello recurre al arte y a la literatura (las páginas sobre la soledad de los pilotos rozan lo poético). Y aunque es probable que sus lectores no nos veamos nunca en una trinchera ni nos despierte un bombardeo ni tengamos que recoger los restos destripados de nuestro compañero de armas, hay muchas reflexiones sobre la condición humana reveladoras y luminosas. Porque, aunque vivamos en paz, no vivimos sin dolor, y son pocos los humanos que llegan a la vejez sin tener que tomar una decisión difícil, ni enfrentarse a un dilema, sufrir un trauma o probar su propia valentía.

No he vivido una guerra, pero he pasado por el dolor más grande que un humano puede concebir: he sostenido en mis brazos el cadáver de mi hijo. Quiero decir que conozco el miedo, la angustia y la desesperación en todas sus intensidades y formas. Y, sin embargo, sólo recuerdo una vez en mi vida en la que me vi superado por el pánico, y fue algo bastante banal. Sucedió en mi adolescencia. Estaba con unos amigos en la puerta de un bar fumando porros. De pronto, aparcó un coche y salió de él un tipo con síntomas evidentes de haber tomado mucho más que un par de porros. Era mayor, unos treinta, musculoso, chulo de gimnasio, con mirada fuera de sí. Se acercó a nosotros y dijo: “Qué suerte, salgo del coche y a fumar”. Le dijimos que nos dejara en paz, que se perdiera. Y entonces, enloquecido, abrió el maletero del coche y sacó un bate de béisbol. Corrimos al bar, algo poco inteligente porque nos quedamos atrapados en él. El tipo entró con el bate dando gritos, buscándonos. Quitaron la música y yo quería portarme como un macho. Quería mantenerme firme y defenderme como pudiera, pero el cuerpo no me respondió. Reculé hasta el fondo del bar y me agazapé, acobardado. Sentí que perdí el control, que mi cuerpo no respondía a mi mente, que había decidido independizarse para librarse de los golpes. Mi cerebro racional estaba apagado o atrapado. Emitía órdenes que el cuerpo no cumplía. Y eso fue lo que más me angustió, la pérdida de voluntad.

Ese es el momento que busca localizar Lord Moran. Dice que todos tenemos un punto crítico; que, cuando el pánico nos domina, todo está perdido, no hay nada que hacer, y que esa pérdida de control puede suceder en el momento más banal e insospechado. Soldados que han sido muy valientes en acciones temerarias pueden derrumbarse ante una broma en la cantina o un comentario chusco de un civil. ¿Por qué perdí el control ante un gañán que tampoco podía hacerme nada grave, porque estábamos rodeados de gente (y le redujeron y quitaron el bate enseguida) y me mantuve firme y rocoso durante la enfermedad de mi hijo? Es un misterio que intento descubrir leyendo libros como el de Lord Moran. Aún no tengo una respuesta.

 

 

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Sergio del Molino

Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.

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2 comentario(s)

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  1. braulio

    ¿Tiempos de paz y de libertad en capitalismo? ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Creeros que la lucha de clases es un mito, quizás? Ah, no, espera.... que eso ya lo pensabais antes también...

    Hace 6 años

  2. braulio

    "Y he tenido que haceme muy mayor y muy libre para quitarme la estupidez y convencerme de que los uniformados sienten, piensan y piensan del mismo modo que yo y no son una especie alienada y subhumana." Ya, bueno, pues vuelve a hacerte "muy muy mayor" para que se te siga quitando de nuevo la tontería y te des cuenta que entre la gente decente y los uniformados, especialmente entre los torturadores, y los demás distan varias pueblos y unos cuantos abismos. Ni sienten como la gente decente, ni padecen por lo mismo, ni tienen en la cabeza valores e ideas adecuadas para una humanidad decente, sus corazones están podridos por el miedo (empezando por su núcleo familiar), miedo que siquiera son capaces de identificar como tal. Y sí, están muy alienados porque una de las cuitas de la alienación consiste en usar los intereses del sujeto para llevarlo a tu terreno. Algo así como una coacción encubierta que, llegado el momento, no parece coacción sino, incuso, favor y dadiva del señor feudal de turno. Vuelve a crecer, o sigue en ello. Todavía te queda.

    Hace 6 años

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