Sala de despiece
Que nos dejen en paz
Lo mejor para la industria cultural es ser ignorada por el Gobierno. La rebaja del IVA y la creación de la comisión de igualdad son los últimos ejemplos de malas políticas en el sector
Sergio del Molino 8/04/2018
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IVA cultural.
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Los becarios y los novatos que han trabajado conmigo en algún proyecto se han sentido dolidos ante la indiferencia de los supertacañones. Nos curramos algo fetén, que recibe aplausos fuera de la empresa, pero los que han encargado el trabajo no abren la boca. Los novatos se inquietan por el silencio de la superioridad (¿lo habremos hecho mal? ¿Por qué no nos felicitan? ¿Nos van a echar?), por eso les instruyo rápidamente en la cultura corporativa: lo mejor que te puede pasar es que los jefes no digan nada, porque, cuando se fijen en lo que haces, será para destrozarte la vida.
En asuntos culturales, creo que se puede extrapolar esta actitud a la política. Lo mejor que le puede pasar a la industria cultural es ser ignorada (lo cual sucede casi siempre), pues puede dar por seguro que, cuando el gobierno se fije en ella, nunca será para bien. Incluso cuando parece que es para bien. O cuando se vende que es para bien.
Dos ejemplos recientes: la rebaja del IVA en el cine anunciada por Cristóbal Montoro y el acuerdo entre Podemos y el gobierno para crear una comisión de igualdad de género en el ámbito de la cultura.
En el primer caso, Montoro hizo como mi abuela, que podía tener un gesto de generosidad conmovedora (como pagarle un desayuno a un indigente que se acercaba a pedirle una moneda) y estropearlo de inmediato con un comentario repugnante (“que lo disfrute si es verdad que lo necesita, y si me ha engañado, dios le castigará”). El ministro podría haberse limitado a presentar la medida, e incluso haber delegado el anuncio en su gabinete de prensa, con una notita aséptica, pero no pudo reprimir la apostilla, con el tono admonitorio de quien está acostumbrado a echar broncas: “Si se baja el IVA no es para que el sector tenga más beneficios sino para beneficiar al consumidor”. Curioso, viniendo de un economista liberal defensor del libre mercado, que le diga a los empresarios cómo deben organizar su estructura de costes y cómo gestionar sus ingresos. Eso es más propio de un ministro de hacienda cubano.
Pero lo grave no es solo la apostilla, ni siquiera el tono, con ser ambos muy preocupantes por lo que tienen de insulto, desprecio e injerencia del gobierno en un sector económico. Lo grave de verdad es que a Montoro no se le ha escuchado nada parecido, ni en tono ni en forma, con respecto a otros sectores. No le hemos visto abroncar a las compañías de energía por sus facturaciones abusivas y por sus cortes de suministro a pobres que no pueden pagarse la calefacción. Tampoco le hemos visto sermonear a los banqueros cuando estos han recibido miles de millones de rescate. No les ha dicho: “Oigan, que este rescate no es para que mantengan las prácticas de usura y los bonos de los ejecutivos, que es para que empleen el dinero en conceder créditos a bajo interés a pymes y particulares”. Con el cine, sin embargo, sí se atreve. Qué se habrán creído, estos titiriteros.
Más complicado es el asunto del observatorio por la igualdad, en apariencia irreprochable y necesario. O así parece a primera vista. Que yo sepa, es la primera iniciativa de política cultural que Podemos logra poner en marcha en el Congreso (donde, hay que recordarlo, no necesita ni ha necesitado al gobierno para sacar adelante otras iniciativas, pues puede formar mayoría con otros aliados sin los votos del PP). Es la primera vez que se demuestra una preocupación por el sector cultural, y extraña que, en la lista de prioridades, la vigilancia de la igualdad (que no sé muy bien en qué se va a traducir) esté tan arriba.
Bien es cierto que Podemos, a pesar de ser un partido que despierta simpatías entre una parte considerable del mundo cultural, siempre ha tenido una postura distante y en ocasiones incluso hostil con la industria, más preocupada por la despenalización de la piratería y por potenciar las manifestaciones más amateurs o de base que por proteger la propiedad intelectual o defender los derechos mercantiles y laborales de los que trabajamos en el sector. Pero, incluso desde su posición, seguro que había otros asuntos que podría tratar con el gobierno.
Sobre todo, porque las industrias culturales son un sector, por lo general, bastante feminizado, tanto entre los trabajadores como entre los mandos. Pero lo relevante es que se trata de un sector depauperado y fragilísimo, donde la inmensa mayoría de quienes vivimos en él somos autónomos y donde casi todas las empresas tienen menos de cinco empleados. Una empresa cultural con diez nóminas es una enormidad, y una con treinta, casi una multinacional. La mayoría de las editoriales, productoras, compañías de teatro y galerías de arte generan un par de suelditos. Y los creadores que podemos mantenernos como profesionales somos una casta excepcional.
Somos un sector atomizado en el que la mayoría somos nominalmente empresarios (en tanto trabajadores por cuenta propia), por lo que nos regimos por el derecho mercantil: nuestros jefes son clientes en realidad. Los sindicatos y la magistratura de trabajo no tienen competencias sobre los abusos que recibimos, ante los que solemos estar completamente indefensos.
La mayor preocupación de un trabajador cultural en España es pagar la trimestral del IVA y acabar el año con un sueldito. Para ello, se multiplica, trabaja las veinticuatro horas, reduce gastos, renuncia a contraer gripes y no dice no nunca a nada. No sería extraño que alguien que trabaja en esas condiciones, sin saber si podrá seguir en activo el año siguiente, reciba como un insulto la comisión de la igualdad. En empresas unipersonales o de tres trabajadores, dos de ellos a media jornada y temporales, el gobierno puede hacer muchas otras cosas antes de importunarles con criterios de paridad en el consejo de administración o lo que sea que vayan a plantear. Por ejemplo, podría dejarles en paz, que sería una política cultural mucho más eficaz y estimulante que la que plantean, que suena a cosmética inocua que no incomoda para nada al gobierno (por eso la acepta encantado).
Ni Montoro ni nadie: yo sigo prefiriendo que nos dejen tranquilos, que nadie se fije en nosotros, que nos dejen agonizar y morirnos tranquilamente.
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Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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