PAN Y ROSAS
Café azucarado y una sola mesa
El hospital de campaña de Santa Anna es parroquia y salón de estar para los sintecho de Barcelona
Mar Calpena Barcelona , 16/01/2019
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Sobre una mesa plegable junto al altar, el desayuno del día. Cuatro bandejas con bocadillos de pan de molde, bagels y trozos de roscón de Reyes no muy distintos a las de cualquier panadería del centro. El menú varía en función de las donaciones, pero nunca falla el café. Azucarado. “En la calle el azúcar es muy necesario. Da energía y protege del frío”, cuenta el sacerdote Xavier Morlans, uno de los impulsores –junto al rector Peio Sánchez y la religiosa Viqui Molins– del Hospital de Campaña de la parroquia de Santa Anna de Barcelona. En esta iglesia-monasterio, un retazo del siglo XII oculta a salvo del rugiente siglo XXI que cruza la vecina Plaza Catalunya, toman café a diario unas ciento veinte personas que no tienen techo.
En estos desayunos no hay azucareras ni se necesitan las cucharillas; son un gasto más que se elimina, porque todo cuanto llega debe ser contado y racionado. Los voluntarios, jarras de plástico en mano, sirven café dulce a los que hoy han acudido. Detrás del altar, una majestuosa piedad esculpida por Llimona, que encuentra un eco las figuras de algunos sintecho dormidos en los bancos traseros de la iglesia o acurrucados en las sillas y en los escalones de los laterales de la capilla. La inmensa mayoría de los sintecho son hombres. Algunos de los chicos charlan en voz baja, y una mujer entra con un perrito y se sienta a su lado. En Santa Anna piensan que los animales son los amigos, la defensa y el calor de quienes duermen a la intemperie, y también hay que alimentarlos. Otras personas aprovechan para cargar su móvil o consultar internet a través del wifi de la iglesia. “Sabemos que llenar la iglesia de pobres y perros es una imagen impactante, que incluso ha molestado a algunos católicos conservadores. Y que por eso mismo tiene una enorme potencia que no podemos menospreciar. Podíamos haberlos reunido en un local en un piso, pero quizás no entrarían. Y la iglesia también es suya”, explica Morlans. “Aunque no somos un comedor social”, aclara también el religioso. “Nuestro propósito no es dar comidas y cenas, para esto ya hay otros equipamientos, sino que lo queremos es darles una sala de estar, como en una casa, un sitio en el que encontrar reposo. El desayuno es una de las herramientas que utilizamos para acercarnos a los que sufren”. El papa Francisco pidió que se abrieran algunos templos como “hospital de campaña para curar las heridas del alma y el cuerpo”. “Y eso hicimos”, prosigue Morlans, “porque una parroquia ya no puede entenderse como la iglesia de una circunscripción geográfica concreta”. En las cercanías de Santa Anna, como ocurre en el centro histórico de muchas otras ciudades, apenas quedan ya familias ni feligreses. Los han sustituido los comercios y los turistas. “En Europa las parroquias urbanas se van cerrando, y los obispados las alquilan como cafés o galerías de arte, o las abren al turismo. Nosotros no queríamos eso para Santa Anna. Se estima que en 2050 el 80% de la población de Europa vivirá en ciudades, y en el centro hay mucha gente sintecho y sin rostro que nos necesita”.
El último censo de Arrels, otra entidad centrada en el sinhogarismo, estimaba que un día cualquiera hay 1.080 personas durmiendo al raso en la ciudad. Morlans, risueño, interrumpe la conversación de vez en cuando para saludar a alguno de ellos. A todos ellos les estrecha la mano, les mira a los ojos y les pregunta cómo han pasado la noche. “Si le preguntas a alguien qué le ha llevado a la calle, le haces revivir sus peores experiencias. Hay que saber escuchar, tener mano izquierda y esperar que todo cale”. Uno de estos usuarios es Tony. Tiene cara de frío –la temperatura ha caído a tres grados sobre cero esta noche– y, como todos los usuarios del Hospital de Campaña, apenas ha pegado ojo, porque dormir en la calle significa que en cualquier momento alguien puede atacarte o robarte. Llegó de Nigeria hace veinte años, y estuvo trabajando en la construcción y en hostelería. Una enfermedad lo llevó a perder la vivienda, y las ayudas que tenía. Lo instan a acudir a la asistente social que se encarga de los casos de sin hogar para ver si puede ayudarlo a encontrar un trabajo, pero la asistente está en la otra punta de la ciudad, y eso lo complica todo. Dice que irá, y Morlans le insiste para que no lo deje. Tony ha cantado el “Silent night” en alguna de las celebraciones de Santa Anna, porque otro de los ejes del proyecto son las actividades artísticas, que se celebran aprovechando las hermosísimas capillas y el claustro gótico, y que han llevado a utilizar la iglesia para conciertos, obras de teatro y exposiciones, que sirven para recaudar fondos para el proyecto. “Cuesta hacer que se comprometan”, explica mi cicerone, “porque para ellos ’la semana que viene a las cinco’ es una idea que no existe. Construyen su vida día a día”.
Además de con Tony hablo con Carmiña (“Soy Carmiña, la de la Bonanova”), vestida con un elegante pero apolillado chal de pieles blancas, quien nos cuenta que se va a dar clases de inglés y pide la bendición de Morlans. O con Jaume, que por su aspecto y sus maneras podría pasar por otro de los voluntarios. “A mí no me entrevistes”, dice riendo, “que yo soy un caso atípico, que voy bien afeitado y hablo catalán. Aquí estamos todos por drogas, alcohol o problemas psíquicos, que supongo que es lo mío, pero yo me encuentro bien y en la calle ya no me suenan los móviles y tengo tiempo para leer”. Morlans, astuto, le pregunta sobre qué cosas le ilusionan, sobre qué le gustaría hacer en el futuro, y Jaume le habla con entusiasmo sobre varios proyectos, como crear rutas guiadas por personas sintecho.
La cocina en la que se preparan los desayunos es la antigua sacristía. En ella se apilan cajas de fruta vacías junto a una estatua de la Virgen María. De coordinar la logística y los voluntarios se encarga la religiosa teresiana Anna Noccio. Enérgica y organizada, esta napolitana conoce bien los sueños y los espejismos de la gente que vive en la calle, e intenta hacérselo entender a los voluntarios. “De lo que te cuentan, no te lo puedes creer todo. Hay que mantener con ellos el sentido crítico, porque a veces mienten, se te intentan ganar, por pura supervivencia. Así es como funciona fuera”. En el hospital no se pregunta a nadie por sus creencias (aunque sí por sus alergias e intolerancias alimentarias), y sólo se exige respeto a los demás. Las autoridades no permiten que se deje entrar a menores y están prohibidos el alcohol y las drogas, aunque a veces sea muy difícil controlarlo. Los días que llueve hay más problemas, malas miradas y algún amago de pelea, pero el conflicto no suele ir más allá porque los propios usuarios han aprendido a poner paz.
“A veces causan más problemas los voluntarios, porque muchos quieren ayudar, pero delante de un problema no saben cómo decir las cosas, o son inflexibles o por el contrario se involucran demasiado. Les digo a los voluntarios que dejen la mochila emocional al salir, porque si no eso te destruye”, comenta Cuomo.
El hospital de campaña sólo ofrece desayunos, y puede pasar que un voluntario vea que hay cajas de leche como para ofrecer también algo por las tardes, pero que eso suponga quedarse sin para los días siguientes. “Es duro cuando cerramos la puerta a las siete y media de la tarde y todo el mundo tiene que irse”. El hospital, que comenzó en 2016 a raíz de la ola de frío que se vivió esas navidades, cuenta con las donaciones del Banc d’Aliments, de las que le hacen los donantes privados y la de algunos restaurantes cercanos, y trabaja en red con otras entidades similares. El trabajo lo lleva a cabo gente como Consol, conductora de autobús, quien viene tres días por semana antes de irse al trabajo. Hoy está cortando chorizo para los bocadillos y lleva la corona de un roscón de reyes en la cabeza. “Yo me pinto y me arreglo para venir a verlos cada día, porque no se merecen encontrarse una cara triste. Somos los primeros que rechazamos cualquier alimento que nosotros mismos no nos comeríamos. Y estar aquí me hace muy feliz, aunque también se sufra. Anoche salí a la terraza de mi casa a tirar la ropa sucia al balde, y cuando me dí cuenta del frío, ya no pude pegar ojo pensando en ellos”, cuenta mientras se le escapa una lágrima de emoción. Otros voluntarios relatan experiencias similares. Algunos antes daban dinero, y ahora que ya no tienen dinero que dar, colaboran con su tiempo. Una vez al mes voluntarios y usuarios celebran juntos el cumpleaños de todas las personas nacidas en esa época con una merienda que les regala otra empresa. Lo disponen en una mesa que tanto les sirve para esa fiesta, como para llenar papeles, como a modo de altar en la eucaristía. “Una mesa que tiene muchas utilidades”, ríe Morlans, “pero nunca todo al mismo tiempo”.
Sobre una mesa plegable junto al altar, el desayuno del día. Cuatro bandejas con bocadillos de pan de molde, bagels y trozos de roscón de Reyes no muy distintos a las de cualquier panadería del centro. El menú varía en función de las donaciones, pero nunca falla el café. Azucarado. “En la calle el azúcar es muy...
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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