PAN Y ROSAS
Y un salón de té
La obra de una autora perdida de la Generación del 27 retrata con plena vigencia la precariedad de la hostelería
Mar Calpena 20/03/2019
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Bombones, croissants, bollos de hojaldre, tartas, helados, flanes y nata, merengues y emparedados. A primera vista ¡qué rico parece el mundo que nos descubre Luisa Carnés en Tea rooms! (Hoja de lata). Un salón de té es, a primera vista, la versión adulta de la fábrica de chocolate de Willy Wonka. Pero en esta novela escrita en 1934 en el establecimiento madrileño que se retrata –acaso un pseudónimo del mítico Embassy, extinta su sucursal del centro de Madrid– los pasteles secos terminan reciclados como relleno de un pudding, y los ratones pasean por la sala.
El nombre de Luisa Carnés es otro de tantos apelativos femeninos que han desaparecido de la historia de la literatura. Algo similar ha ocurrido con la historia de las mujeres en la cocina y la hostelería. Las mujeres han cocinado –claro está– en casa, pero fuera también se han encargado de cocinas y salas de tabernas, bares y restaurantes, aunque la historia aquí también haya querido obliterarlas. ¡Canastos, si incluso los sumerios tuvieron una reina tabernera, Kubaba!
Carnés desarrolló su obra a caballo entre el periodismo y la ficción en la España republicana, en la que ella misma, como las mujeres que pueblan y trabajan en estas “Tea rooms”, se empleó sirviendo merendolas a una incipiente y algo hipócrita clase media. Autodidacta por necesidad, también habrá trabajado en un taller y desarrollará una obra siempre con un pie en la calle y otra en la redacción, y utilizará el entorno del local adelantándose a lo que hará algunos años más tarde Camilo José Cela en La colmena, como si fuera un microcosmos y la metáfora de una sociedad que aparentemente es brillante, con neones, nickeles, cine sonoro y otras tantas baratijas relucientes de ese mundo moderno que en aquellos tiempos andaba criticando un tal Adorno. Pero esa apariencia del capitalismo consumista sólo se sustenta, sólo puede sustentarse, en el trabajo mal pagado de miles de personas que necesitan las migajas que éste les ofrece para sobrevivir. Una situación que en hostelería ciertamente ha cambiado, ocho décadas después, mucho menos de lo que debería, y donde el exterior pulcro y reluciente a veces tiene unas costuras deshilachadas de la suciedad ratonil (literalmente: una lo vio en un bar en el que laboró brevemente). Carnés nos cuenta la historia de las empleadas del salón, y con ella nos presenta las pocas salidas vitales y laborales de la mujer de su época. No querríamos destripar al lector el final del libro, pero desde luego no es una sorpresa que ninguna de las mismas va a ser demasiado halagüeña. El personaje central, Matilde, probablemente trasunto de la propia Carnés, es una joven inconformista con ideales igualitarios que se ve asfixiada ante las escasas vías que se le abren para huir de la pobreza sin pasar por los hombres o por la iglesia. Carnés es explícita en su militancia progresista, y refleja en las cuitas de los personajes –las dependientas, pero también los camareros y clientes del salón– los conflictos de su tiempo. Se trata de una novela militante, de agitprop, lo que no significa que no tenga mérito artístico, sino que está plenamente enraizada en el momento y el lugar donde fue escrita, y que precisamente por ello quiere cambiarlo. Porque detrás de ese final duro acecha ya otro que es aún más cruel si cabe: la llegada de la Guerra Civil, que arrasará con todo, y hará incluso que pasen los tanques en la ciudad que gritaba que no iban a pasar. Pero en esta suerte de república cuasi weimaresca, de esta primavera con greguerías de Gómez de la Serna, cuentos infantiles de Elena Fortún, cócteles de Chicote y risas cultas en la Residencia de Estudiantes, un salón de té era quizás el lugar adecuado para observar esa sociedad que baila inconsciente junto al volcán. Al fin y al cabo, son entornos que nacen decididamente femeninos, alejados del brillante pero escandaloso intercambio intelectual que fueron los cafés de la Ilustración para abajo, y de las riñas y los mítines de la taberna obrera, ésa que Kautsky dijo que sustituía a los salones en las casas de los burgueses.
Los primeros salones de té nacen, en realidad, como derivaciones de los cafés que acabamos de mencionar, cuando a ellos llega como un producto secundario esta planta de origen chino por vía de la reina Catalina de Braganza, de origen portugués, quien populariza su infusión en Inglaterra (no aún Gran Bretaña), y lo convierte en un símbolo de estatus. El té se pone de moda, y se convierte en una commodity, un producto de gran consumo, hasta el punto en que el primer anuncio comercial de esta infusión aparece ya en 1658, si bien al principio su precio lo pondrá sólo al alcance de las élites. Pero tal será el furor por el té –y más aún desde la llegada del azúcar barato proveniente de la caña que cultivan los esclavos en las colonias americanas– que se convierte en la bebida del Imperio Británico, hasta el punto en que la Compañía de las Indias Orientales –una mezcla entre ejército de mercenarios y multinacional depredadora– introducirá masivamente el cultivo del té en la India para asegurar que no pare el flujo hacia la metrópolis, dañado por las guerras del opio en China. El caso es que gracias al monopolio de la Compañía el té se convertirá en la bebida doméstica de todas las clases sociales y de todos los rincones donde lleguen los súbditos o colonos británicos (recordemos que el Tea Party original designaba al motín de los colonos americanos ante los altísimos impuestos que gravaban el té que consumían) e irá creando sus propios espacios de dispensación pública, en detrimento del café, el chocolate o incluso –aunque menos– el alcohol.
Los salones de té eran locales a menudo regentados por mujeres, en los que se podía comer alguna chuchería, y a los que no estaba mal visto que una señora acudiera sin compañía masculina, lo que en la época victoriana no era poco. Algunas cadenas, como la A.B.C. Teashop llegaron a tener centenares de locales (lo que hizo que George Orwell, notable quejica, lamentara a su vez la industrialización y masificación del sector alimentario) y aparecen en obras de Graham Greene, Agatha Christie, H.G. Wells o Bram Stoker. Los salones de té, además, jugaron un importante papel en el movimiento sufragista, puesto que fueron el lugar donde se fraguaron muchas de las acciones y decisiones del mismo, al ser de los pocos locales que aceptaban albergar sus reuniones. Muchos de ellos, además, servían comida vegetariana, algo con lo que parte del movimiento se alineaba. Pero además del té como bebida lo que la mayor parte de nosotros asocia a un salón de té es el tipo de snacks que los acompañan. En las Inglaterra rural –el “green and pleasant land”– lo aún habitual es servirlo con scones, una especie de mezcla entre galleta y panecillo y mermelada y clotted cream, otro producto sólo descriptible por aproximación, como un delicioso bastardo de nata y mantequilla. Devonshire y Cornwall mantienen un enconado conflicto sobre si la mermelada debe ir encima o debajo de la clotted cream. Salomónicamente uno puede adoptar la solución más sofisticada y preferida en los hoteles de la city, que consiste en etéreos finger sandwiches de pepino y/o gambas. En cualquier caso, un té tradicional británico es algo que uno debiera regalarse al menos una vez en la vida, y que borrrará cualquier noción cuñada de que en la pérfida Albión se come mal. Los años veinte y treinta serán los de máximo esplendor de los salones de té, que a menudo contarán con la animación suplementaria de una orquesta de baile que amenizaba la tarde con jazz o foxtrot. No es el caso del que retrata Luisa Carnés. Su salón –del que nunca llegamos a conocer el nombre, pero sí que es feo y reluciente– tiene como música el tono informal de los diálogos, que sirven de base de buena parte de la acción. Carnés es precisa y realista, como periodista que también es, y sólo resulta lejana en algunas ocasiones, cuando juzga implacable a su entorno. Ella terminará sus días en México, como una de tantas exiliadas cuya historia personal e intelectual tienen todavía que recuperarse. Sin embargo, la peripecia de este salón sigue viva hoy y aquí. Podría ser la de las empleadas de una cadena de fast food actual, o de los extras que hacen turnos sin contrato en tantos bares y restaurantes cada sábado y domingo, con escasos derechos, miedo a las huelgas y festivos inexistentes. Quizás el machismo descarnado que enfrentan se haya suavizado o disimulado respecto al de la novela; pero la mezcla entre la abundancia golosa de la gastronomía y el amargo sabor de la precariedad siguen vigentes. Con esa mala leche, sí, y un salón de té.
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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