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En la Gran Bretaña del siglo XVIII, el doctor Samuel Johnson advertía irónicamente de que casarse por segunda vez era un triunfo de la esperanza sobre la experiencia. En la España actual sucede exactamente lo contrario: la decepción ahoga las expectativas. Había una escasa confianza en la regeneración democrática, pero nunca imaginamos que escapando de lo viejo acabaríamos cayendo en lo ancestral. Igual, a una escala más mundana, que el VAR, que iba a acabar con los errores arbitrales, los engaños de los jugadores y las discusiones de los lunes, y lo que aquí ha hecho es extender las sospechas a todos los estamentos y elementos del fútbol, excepto al equipo de cada uno. Se le ha achacado ese síndrome “yo no fui” o “ahí me las den todas” al clima, a los ancestros, a la historia, al tipo de creencia religiosa o la calidad del agua. Yo creo que se debe a una mutación en el complejo judeocristiano de culpa: nadie es nunca responsable de nada. O como resumía su vasta experiencia en las relaciones humanas alguien que lamento no recordar, “descubrí que fundamentalmente, no hay adultos”.
El primer aviso de esa peculiaridad idiosincrática se lo debo a un compañero de estudios que solía aprovechar las vacaciones para estar con su familia en Suiza. En uno de sus regresos, me contó asombrado la circunstancia de la que había sido testigo a raíz de una manifestación en Ginebra que había derivado en corte de calles. Los detenidos fueron conducidos ante un juez, que los condenó al pago de una multa por alteración del orden público, pero los detenidos de nacionalidad helvética asumían en el estrado su participación y aprovechaban la ocasión para proclamar la justeza de sus reivindicaciones. Los de origen o pasaporte español afirmaban haber sido identificados al pasar casualmente por allí, y que nada sabían de la protesta. Seguro que en tan distintas conductas influían las experiencias, propias o ajenas, con las policías y tribunales de los respectivos países, y también que aquello no solo era Suiza, sino Ginebra, la ciudad que había regido Calvino, pero con todo…
Me acordé del asombro de mi amigo hace poco, cuando entrevistaba a João Soares, hijo de Mario Soares, el histórico líder del socialismo portugués. Soares Jr., que había sido alcalde de Lisboa y uno de los primeros promotores del pacto de izquierdas con PCP y Bloco (esa experiencia de éxito que en España ni se menciona, como si sucediese en Islandia), fue también el ministro de Cultura del primer gobierno de su correligionario Antonio Costa. Cuatro meses. La culpa fue de un comentario en Facebook sobre un periodista. Este: “En 1999 le prometí públicamente un par de bofetadas. Fue una promesa que todavía no pude cumplir. No me crucé con el personaje a lo largo de todos estos años. Continúo esperando tener esa suerte. Ya llegará el día”. Lo escribió y se fue a un Consejo de Ministros que duró mañana y tarde. Al salir, las redes hacían eso de arder. Al día siguiente presentó su renuncia al primer ministro.
Mientras alguien como Soares, que había sido eurodiputado y presidente de la Asamblea de la OSCE dimitía en Lisboa por tres líneas de FB (“que escribí a las seis de la mañana y que pocos o nadie leyeron. Mark Zuckerberg tendría que darme un premio internacional”, se reía) a pocos cientos de kilómetros, en Madrid, se confirmaba que los principales capitanes de empresa de España desfilaban por la sede del partido del Gobierno para entregar fondos gratis et amore (en el mejor de los casos), de los que el propio presidente, y de ahí para abajo, cobraban sobresueldos que no declaraban a Hacienda. Que el jefe del Estado era un comisionista, con mejor ojo para escoger a sus amigas íntimas que a sus yernos. Que los responsables de Interior se dedicaban a montar mafias policiales (o a aprovechar las ya montadas) para exonerar de delitos a sus amigos y buscarles la ruina a sus oponentes, y a organizar tramoyas judiciales con los mismos objetivos, cuya legalidad viaja mal allende los Pirineos. Altos representantes de los distintos poderes del Estado testifican en falso en sede judicial y en sede parlamentaria, y allá donde los llamen y tengan a bien ir. Nadie de todos ellos ha sufrido la menor molestia, ni por parte de las instituciones que defienden el Estado de derecho, ni por aquellos que supuestamente deben de actuar de contrapoder.
El problema en España no es la corrupción. Corrupción la hay en todas partes, crece en cualquier clima y circunstancia, en distinto grado y tipología, ocasional o sistémica, pero se da, porque en cualquier ámbito de poder las tentaciones son muchas y hay quien considera que vale la pena correr el riesgo si los beneficios son elevados. El problema en España es la impunidad. Aquí VAR y después Gloria.
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Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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