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El anuncio por parte del presidente Sánchez de la convocatoria de elecciones legislativas anticipadas el 28 de abril ha abierto una larga secuencia electoral que culminará el 26 de mayo con las elecciones europeas, autonómicas (salvo Andalucía, Catalunya, Comunidad Valenciana y Euskadi) y municipales. Pero, a decir verdad, un clima de precampaña electoral ya flotaba desde la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa el pasado junio.
Así pues, vivimos, desde hace nueve meses, en una situación oficiosa de campaña electoral y, lo que es aún más significativo, de reajuste del paisaje político nacional. En los últimos meses, se dividió y recompuso el PP, emergió Vox, se dividió y sigue descompuesto Podemos y el PSOE y Ciudadanos buscan su encaje en este panorama evolutivo. Las elecciones andaluzas del 2 de diciembre marcaron, casi seis meses después de la moción de censura, un antes y un después en este proceso. Estas últimas permitieron la llegada al poder de la derecha, por primera vez desde la creación de la comunidad autónoma, gracias a una compleja combinación de factores. Entre ellos, uno llama especialmente la atención porque se trata de un fenómeno que ha cobrado, desde entonces, un protagonismo sustantivo en el conjunto del paisaje político nacional: la centralidad que ocupa, en el discurso de las derechas, la instrumentalización del conflicto catalán.
De este modo, si el proceso de reajuste del paisaje político nacional prosigue, parece también encontrar un punto de estabilización para los partidos de derecha.
Esta constatación es, desde el punto de vista del comentario político, relativamente banal. No obstante, lo que parece haber sido menos comentado son las consecuencias, desde el punto de vista constitucional, de esta forma de huida hacia posiciones ideológicas y hacia propuestas electorales que se sitúan en extremos hasta ahora inéditos desde 1978.
Pensemos, por ejemplo, en la propuesta de revertir el Estado de las Autonomías planteada por Vox en sus “100 medidas para la España Viva (sic)”. Hasta ahora, el consenso en torno al régimen autonómico había sido inquebrantable entre los partidos que constituyen la derecha nacional española, salvo eventuales excepciones muy minoritarias.
Asimismo, la proposición de imponer la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Catalunya de forma incondicional y potencialmente ilimitada traduce esta translación de la derecha hacia posiciones nunca antes vistas u oídas. Esta última es aún más reveladora puesto que no proviene de Vox sino del líder del PP y de la, hasta hace poco, máxima responsable de Ciudadanos en Catalunya.
Pero ambas medidas –la abolición del Estado de las Autonomías y la aplicación incondicional del artículo 155 en Catalunya– guardan un estrecho vínculo entre sí. A nuestro juicio, la puesta en aplicación del artículo 155 de la Constitución en los términos en los cuales lo expresan Vox, Ciudadanos y PP tiene al menos tres consecuencias constitucionalmente problemáticas: amenaza principios constitucionales básicos, atenta contra el espíritu del mismo artículo 155 y conduce a una abolición de facto del Estado de las Autonomías. Se trata, además, de una propuesta especialmente contraproducente.
Esto, sin embargo, no significa que el mismo artículo 155 sea, per se, contrario al régimen de las Autonomías o a su espíritu. Al contrario, la coerción federal que representa es indispensable en un Estado tan descentralizado como el Estado español. En ese sentido, se insiste a menudo, legítimamente, en que el artículo 155 de nuestra Constitución está directamente inspirado del artículo 37 de la Constitución de la República federal de Alemania, país de incuestionable talante democrático, al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Todo esto es cierto. Pero también lo es que la coerción federal (“bundeszwang” en alemán) que prevé el artículo 37 de la Ley fundamental alemana nunca se ha aplicado. El hecho de que, desde 1949, en setenta años, nunca se haya invocado en Alemania el artículo que permite la intervención de un “Länder” por el gobierno federal nos da una idea del carácter excepcional de este mecanismo. Asimismo, permite recordar que todo régimen de excepción es un arma a doble filo. Por un lado, los regímenes constitucionales de excepción son indispensables para garantizar el respeto a la Constitución en situaciones extraordinarias. Pero, por otro lado, su uso indebidamente prolongado pone en riesgo los derechos y las libertades fundamentales garantizados por la misma Constitución. Los regímenes de excepción han de ser implementados, como diría Pedro Grullo, de forma excepcional. Han de serlo igualmente de forma proporcionada y necesariamente limitada en el tiempo. De otra forma, su puesta en aplicación contraviene al propio espíritu del régimen de excepción, constituyendo una potencial amenaza para las libertades fundamentales.
Esto último ocurre no sólo durante el periodo en el que entra en aplicación el régimen de excepción, sino, lo que es más importante y significativo, posteriormente a su levantamiento. En efecto, la aplicación prolongada de un régimen de excepción provoca mitradismo; produce, sobre el cuerpo social, un efecto de resistencia al veneno que representan las restricciones a las libertades fundamentales en una sociedad democrática.
Francia vivió una situación de esta naturaleza con la aplicación de la ley sobre el Estado de emergencia desde el 13 de noviembre de 2015 hasta el 1 de noviembre de 2017. A medio camino entre la aplicación del artículo 36 (sobre el Estado de sitio) de la Constitución francesa y la legalidad ordinaria, la ley sobre el Estado de emergencia permite a las autoridades nacionales de policía administrativa (cuya labor es preventiva, como en España) limitar el ejercicio de libertades fundamentales (libertad de movimiento, libertad de reunión) u ordenar registros sin previa orden judicial. Los efectos del mitridatismo provocado por los cerca de dos años de aplicación ininterrumpida del Estado de emergencia se manifestaron mediante la introducción en el derecho ordinario de algunas disposiciones hasta entonces reservadas a este régimen de excepción a través de la Ley del 30 de octubre de 2017 de reforzamiento de la seguridad interior y de lucha contra el terrorismo. Para proseguir con la metáfora clínica, la tolerancia a la restricción de las libertades fundamentales que se había subrepticiamente instalado en la sociedad francesa se convirtió en una adicción.
Por lo tanto, es importante resaltar que la aplicación del régimen de excepción planteado en el artículo 155 de la Constitución puede tener dos series de efectos: efectos inmediatos y controlados y efectos persistentes e incontrolables. Una aplicación no proporcionada y prolongada del artículo 155 de la Constitución representa pues una amenaza considerable para los valores y principios fundamentales que sostienen a la propia Constitución.
Junto con las libertades fundamentales, el autogobierno de Catalunya forma parte, a nuestro juicio, de estos valores o principios sobre los cuales se asienta la Constitución y que esta última ha de reconocer y garantizar. Tal afirmación puede sorprender –para emplear un eufemismo– a una mayoría de constitucionalistas y, probablemente, a una opinión pública cada vez más desazonada y dolida con la crisis del procés. No obstante, nos parece necesario “poner sobre la mesa” una serie de consideraciones: la anterioridad del restablecimiento de la Generalitat con respecto a la Constitución, la importancia de este acontecimiento en el marco del proceso constituyente para consolidar el modelo territorial finalmente establecido, la legitimidad otorgada a la Constitución por el reconocimiento de estructuras regionales de autogobierno.
En efecto, el restablecimiento del autogobierno catalán, restaurado provisionalmente el 29 de septiembre de 1977, aparece como un hecho consumado cuando entra en vigor la Constitución del 6 de diciembre de 1978. No sólo la “Carta Magna” no revierte el autogobierno catalán, sino que desarrolla la posibilidad para muchas otras regiones de acceder a las mismas cuotas de autonomía. Y, de alguna forma, parte de su legitimidad se mantiene sobre el hecho de que vuelve a un modelo territorial descentralizado, comparable al de la Segunda República.
De hecho, sobre el plano afectivo, una parte considerable de la sociedad catalana parece otorgar a su autogobierno una importancia superior. Las movilizaciones multitudinarias que tuvieron lugar el 20 de setiembre de 2017 en Barcelona, abundantemente analizadas por la Fiscalía en el marco del juicio al procés en busca de indicios de un improbable delito de rebelión, pueden dar fe de ello.
Así pues, a pesar de que los juristas a menudo manifiestan escrúpulos para tomar en consideración hechos (políticos, sociales, económicos, etcétera) a la hora de analizar el derecho, no resulta descabellado pensar que el hecho del restablecimiento provisional del auto-gobierno catalán influyó necesariamente en la redacción de la Constitución y es incluso posible considerar que determinó, en parte, la estructura fuertemente descentralizada del Estado español que instituye la Constitución de 1978.
Contrariamente a las tesis “primitivistas” (y, en jerga jurídica, radicalmente normativistas) que consideran las disposiciones escritas de la Constitución como el alfa y el omega de toda comprensión de la realidad constitucional, es posible considerar que existen situaciones o principios jurídicos anteriores a las Constituciones que fundamentan su existencia y determinan, en parte, su legitimidad. Se trata, de este modo, de situaciones jurídicas o principios cuya integridad la Constitución no puede sino reconocer y salvaguardar de manera particular. Dicho de otra manera, es posible considerar que ciertos principios y situaciones jurídicas básicas (en el sentido literal) existen previamente a la Constitución y su reconocimiento y salvaguarda por la Constitución son un vector de legitimación para esta última. Algunos de estos principios o de estas situaciones jurídicas son la soberanía del pueblo español (artículo 2), los diferentes derechos y libertades fundamentales (artículos 15 a 20) y, tal y como sostenemos, el auto-gobierno de Catalunya.
En definitiva, el reciente desplazamiento de los partidos de derecha hacia concepciones radicales del conflicto en Catalunya nos dice mucho sobre el desmoronamiento de nuestro régimen de las Autonomías. El modelo autonómico tiene, hoy en día, dos fervientes enemigos: las fuerzas independentistas y la derecha. Los primeros lo quieren romper desde fuera, forzando el reconocimiento de una competencia de autodeterminación incompatible con el sistema autonómico tal y como existe desde 1978. Los segundos corren el riesgo de romperlo desde dentro, banalizando un régimen de excepción que negaría un principio básico reconocido por el artículo 2 de la Constitución (“La Constitución [...] reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”) así como el principio, fundamental a nuestros ojos para mantener el equilibrio institucional y constitucional, del autogobierno catalán.
La propuesta del nuevamente constituido tripartito de la derecha española aparece a todas luces como una medida contraria a la Constitución así como al espíritu del mismo artículo 155. Puede parecer aberrante que, en su huída hacia la extrema derecha, el PP y Ciudadanos propongan algo que convierte el sueño de Vox –la supresión de las comunidades autónomas– en una realidad para Catalunya.
Por ahora, la batalla cultural en la derecha la va ganando el partido de Abascal, en la medida en que el reajuste del paisaje político nacional se está articulando a favor de una extrema derecha con ínfulas de centralización inéditas.
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Guillermo Arenas es investigador y docente en derecho constitucional y derecho administrativo en la Universidad de Estrasburgo.
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Guillermo Arenas
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