PAN Y ROSAS
Las cenizas de Escoffier
Un plato puede quemarse, pero el sustrato civilizado que llevó a cocinarlo, su verdadero valor, va mucho más allá que los estragos causados por un fuego puntual
Mar Calpena 17/04/2019
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Esto hubiera debido ser una columna semanasantesca, dedicada a los placeres y los riesgos de la comida de los dioses, pero cuando ya estábamos –plural mayestático, no nos abandones nunca– a medio escribirla nos merendamos con la noticia del incendio de Notre-Dame. Dicen que el estómago humano tiene la misma cantidad de neuronas que el cerebro de un gato. Mi gato interior me devolvió el sabor del mejor helado que he comido en la vida, una bola de caramelo con sal en el Berthillon de la Île de la Cité, a la sombra de la catedral quemada. Extraño proceso mental el que relaciona las llamas con el hielo, pero en París es imposible dar diez pasos sin relacionarte de un modo u otro con la comida. Así que mientras aún humean las cenizas de un edificio espiritual, en el mejor sentido del término, vamos a intentar homenajearlo y perdonen ustedes si este artículo contiene trazas de cursilería, pero éste es un fuego con aroma a metáfora facilona sobre la grandeza de la cocina francesa, y sobre los estragos de la globalización, la complacencia y el turismo en ella. París es, junto con Viena, la ciudad de la Vieja Europa que más amaba comer. Sí, en Londres ha habido algunos de los mejores establecimientos del mundo, en Lisboa se come de lujo, y Barcelona es ahora la tierra de los chefs. Dentro de la misma Francia, Lyon y Burdeos la superan quizás en méritos, pero si le preguntas al europeíto medio cuál es la capital mundial de la cocina a la mayoría les vendrá a la cabeza Ratatouille. O, lo que es decir lo mismo, París.
Precisamente es la Île de la Cité la que David Downie califica de “zona cero de la épica bebible y comestible de París” en su ensayo A taste of Paris. A history of the parisian love affair with food (St. Martin’s Press), una entretenida pero poco revolucionaria food biography de la ciudad. Desde allí, uno de los primeros enclaves de población de la zona donde está (¿estaba?) Notre-Dame, crece la ciudad, otra vez en palabras de Downie “como una ostra, en capas, construida a partir de la mezcla de estilos importados del norte de Europa y del Mediterráneo”. Una mezcla que daría para toda una enciclopedia, y que nos lleva desde los galos hasta los modernos encuentros de Le Fooding que pretenden acercar la alta gastronomía al público hipster de la Place des Vosges y aledaños. Pasear por París es sentirse asaltado por la comida; guardo las notas que tomé en un viaje de 2009 en el que fui a correr una carrera popular en las que decía sentirme casi violentada por las oportunidades de comer. Aunque me pasé un largo fin de semana andando, y no poco del mismo, corriendo, volví más gorda.
Tan atravesada está París por la gastronomía como lo está por la literatura, y ambas parecen cruzar sus caminos una y otra vez. En ella estaba Les Halles, el mercado mítico al que dedicó Émile Zola Le ventre de París. Y el lugar mítico en el que faenaban extranjeros anglos como Hemingway u Orwell en los años veinte, o extranjeros de sí mismos, como Sartre y Beauvoir tomándose un algo en los cafés de Saint Germain. En París nacen los restaurantes; de restaurateur, o restaurador (del ánimo, se sobreentiende) como nombre de un caldo servido a los burgueses una vez los nobles empleadores de cocineros andaban como pollo sin cabeza por el mundo. Ya en la Edad Media encontramos títulos de referencia, como Le viandier, de Guillaume Taillevent o Le mésnagier de París, una obra dedicada a la cocina doméstica, aunque ambos son un par de siglos posteriores a la construcción de Notre-Dame.
En París viene también al mundo el Diccionario gastronómico de Alexandre Dumas, y la sombra de París, Torre Eiffel sobre Torre Eiffel, se proyectará inmensa en la de la gigantesca figura de Julia Child. Y, aunque las cosas ya no son como eran –allí también ha llegado la plaga del pan recauchutado– en París el pan todavía cuenta con ciertas instituciones y distinciones, desde el pain poilâne –una institución, en este caso, moderna, puesto que las hogazas fueron creadas no hace ni cincuenta años– hasta la baguette, que con toda probabilidad no nació mucho antes del siglo XX, puesto que la harina blanca es una suerte de drogaína que despega con la maquinaria de la revolución industrial.
No es azar que la reforma/parche que hizo el arquitecto Violet-le-Duc de Notre-Dame, cuando colocó la espira caída en el fuego, coincida con el de la opulencia burguesa de la II República de Napoleón III, quien se dedicó a derribar calles y callejuelas de la antigua ciudad para dar paso a amplios bulevares surcados de cafés (cafés en los que, eso sí, de vez en cuando, irrumpía un Ravachol u otro y tiraba una bomba Orsini). Napoleón III se metía también en guerras como su tío y tocayo, y a la francoprussiana le debemos al menos dos cuestiones dignas de ser recordadas por su trascendencia en la gastronomía. La primera y más anecdótica es el malhadado destino de Castor y Polux, los dos elefantes en el primigenio zoo del Jardin des Plantes que fueron liquidados para alimentar a la población durante el asedio prusiano de 1870 (un menú navideño lista delikatessen como la Tête d'Ane Farcie (Cabeza de asno rellena), Côtes d'Ours (Costillas de oso), Chat flanqué des Rats (Gato con ratas), Cuissot de Loup, Sauce Chevreuil (Pierna de lobo con salsa de ciervo), Terrine d'Antilope aux truffes (Terrina de antílope con trufas), Civet de Kangourou (civete de canguro) o Chameau rôti à l'anglaise (Camello asado a la inglesa). La segunda consecuencia, quizás menos evidente, es el impacto que esta hambruna y la organización militar tuvieron sobre un recluta llamado Auguste Escoffier. Aunque éste desarrolló la mayor parte de su vida profesional fuera de París, su impronta marcaría el futuro de las cocinas parisinas, francesas y mundiales. La experiencia de las cocinas militares lo llevó a reformular la forma de organizar las cocinas profesionales, especializando, como un protofordiano, los cometidos de cada brigada (sí, como en la mili).
Hoy en día, sin embargo, la cocina parisina tiene cada vez menos que ver con ir a comer presse à canarda la Tour d’argent (algo que es muy de turistas sedientos de grandeur), o de ir a pedirle la mano a alguien en el Jules Verne (en el tercer piso de la Torre Eiffel), sino más bien con hacer cola con otros siete millones de turistas para comer kosher en la Rue des Roisiers (mejor el de Chez Marianne que el de L’As du falafel). El parisino medio ya no tiene tanto tiempo para esa paradoja francesa que, supuestamente, lo protegía merced al vino y a una vida reposada de los peligros de la grasa de pato. París no es sólo su centro, y en sus banlieues, como en las de toda Francia, comienzan a proliferar los desiertos alimentarios. Si hace veinte años José Bové apedreaba McDonald’s, hoy en día hay zonas en las que los establecimientos de comida rápida han pasado a convertirse en centro social de unas zonas periféricas que cada vez dependen más del coche para llegar al súper de un macrocentro comercial. La subida en los carburantes, motivo de las protestas de los chalecos amarillos, ha encarecido los precios de una comida que ya poco tiene que ver con camisetas a rayas azules, paquetes de Gitanes y una baguette bajo el brazo. Sin embargo, la gastronomía francesa sigue constituyendo un monumento a la civilización. Porque como ocurre en el caso de Notre-Dame, un plato puede quemarse pero el sustrato civilizado que llevó a cocinarlo, su verdadero alcance más allá de la pura nutrición, va mucho más allá, mucho más arriba, que los estragos causados por un fuego puntual.
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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