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Alberto Carlos Rivera durante el mitin electoral.
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Yo no sé qué tiene esta bandera, pero es pensar en ella y se me van los males. Todos. La he visto en un balcón del barrio murciano de Santa Eulalia, de camino a la plaza de Europa, y, joder, ha sido como colocarme en un túnel de lavado y que tres rodillos de dos metros me frotasen la precariedad crónica, la frustración, el desencanto, etcétera y yo saliera de allí sonriendo como sonríen los liberales cuando dicen que si no emprendes es porque no quieres. Esa bandera… ¿Qué tiene? Fíjate: rojo, amarillo y rojo. Tanto –tantísimo– en tan poco. Qué misterio. Intentaría desentrañarlo si tuviera tiempo, si no acabara de llegar a mis oídos una música que suena a moto gorda en autopista un viernes por la tarde, a chupa marrón de Armani y pelo revuelto, a canalleo, yo qué sé, a hacerte el dormido para no cambiar pañales, a que te aplaudan y se muerdan el labio y nieguen con la cabeza –puro sexo– cuando lo cuentas.
—Estoy en la plaza de España —le escribo a Ángel, el más comprensible de mis amigos.
—En la plaza de Europa, será —contesta.
Le escribo que sí, que me he confundido, que es la emoción, que el corazón me va a reventar el pecho, que si es que no ve que el libre mercado es la respuesta a esta gran interrogación que nos cuelga de la frente, a estas ojeras, pero lo borro. No lo entenderá hasta que no llegue.
—¿Os queréis sentar, chicos? —Acomodador es un tipo afable: las arrugas se le han largado del ceño cuando ha comprobado, con un disimulo de otro tiempo, que la chapa de mi chaqueta solo es de Link Wray.
—¡Sí, sí, claro que queremos sentarnos! —responde Ángel con una vehemencia que no le he visto jamás.
—¿Dónde?
—Pues cuanto más cerca…—intento calmar los ánimos.
—¿En el centro?
—¡Sí, sí, en el centro, siempre en el centro, claro, en el centro! —dice Ángel, casi en éxtasis. Acomodador arruga el morro y se va.
Las sillas de plástico blanco forman un semicírculo que cerca el escenario, un rectángulo naranja en la esquina inferior izquierda de la plaza. Hay banderas de Ciudadanos, de España y de Europa. A mí me toca España, así que respiro aliviado. Una señora, justo delante, se gira y me pregunta si le puedo guardar el asiento de mi izquierda a su hermana, que está a punto de venir. Le digo que sí, y no sé por qué, supongo que por estar despatarrado en el mismísimo centro, cuando Señor Madrileño pasa por delante, le digo que el asiento está libre.
—Supongo que hablará algún tonto de aquí antes que el señor Rivera, ¿no creen?
Sonrío. Le digo que sí y repito la frase en mi mente. No todos los días un madrileño de setenta y pico con manchas en la calva y una casa en Murcia y otra en Águilas te trata de usted. Será por mi bigote y por la sempiterna americana del más comprensivo de mis amigos. ¿No creen? Qué bien suena. Entonces pasa un niño por delante, rubio ofensivo, bandera de España en ristre, y Señor Madrileño le pregunta:
—¿Oiga, señor, adónde va usted?
Giro el cuello y me tapo la cara, para que nadie vea mis lágrimas. No le digo nada a Ángel. Su vehemencia recién estrenada puede ser peligrosa. Llega la comitiva. Señor Madrileño se queja. Dice que no ve nada. Intento narrárselo: los luchadores salen del vestuario y avanzan por el pasillo humano…
—¡Siga, siga! —dice, cejas en uve, golpeándome el hombro.
—…Avanzan por el pasillo humano y saludan al público enfervorecido que ondea sus banderas ciudadanas, españolas y europeas…
—¡Y europeas!
—…siguen saludando y se sientan en la primera fila. Isabel Franco estira los brazos, le lanza un crochet al aire y sube al ring.
—¡Sí! —estalla en aplausos.
—¿Pero quién es esa? —se pregunta la señora de delante, indignada.
Isabel Franco cuenta su historia: hay superación y emprendimiento hostelero. Los que no se están secando las lágrimas, aplauden. Es extraño, pero no dice nada del informe pericial que, según El Periódico, ha detectado indicios de fraude (votos registrados a través de IP’s fuera de Murcia) en las primarias que ganó para erigirse candidata a la presidencia de la Región. Después sube el diputado Miguel Garaulet, que parece Solari intentando convencer a una docena de periodistas de que el Madrid no ha hecho el ridículo este año: equipo imbatible, campeones, salir a ganar, nuestro programa es el mejor programa…ese rollo. Ha faltado Roncero dándole un balonazo a una cámara.
—¡Así se habla, sí, señor! —grita Señor Madrileño.
—¡Viva Murcia, Viva España y viva…
—¡Europa! —Ángel ondea su bandera, aún con todas las estrellas.
—…Ciudadanos! —remata Garaulet.
Edmundo Bal, el abogado del Estado destituido por el Gobierno en el juicio del procés, ni siquiera saluda. Ha sido subirse al ring y señalar al horizonte, como si allí estuviera Pedro Sánchez susurrando “Haz que pase” y guiñándole un ojo.
—¡El gobierno de Sánchez quiso que mintiera y yo no quise mentir, no quise obviar lo que sufrieron en el 1-O nuestros cuerpos y seguridad del Estado y no quiero decir ni lo que me han hecho a mí ni lo que le han hecho a mis amigos! —grita Edmundo Desencadenado. Para, supongo que a respirar, y lo interpretamos como una llamada al aplauso. Aplaudimos.
Edmundo Desencadenado pone la velocidad de crucero: golpe de Estado en Cataluña, Sánchez como peligro público y el Govern como fuerza terrorista extranjera, estado de emergencia y Miquel Iceta cambiando las leyes. Lo suelta de carrerilla. Y, claro, yo no soy de piedra: no he terminado de tirarme de los pelos por lo de Sánchez pactando con terroristas y secesionistas cuando Edmundo Desencadenado ya está soltando sapos y culebras de Junqueras. Un no vivir. En fin, quién quiere HBO, con este hombre.
—¡Así se habla, sí, señor! —repite Señor Madrileño.
Y llega el momento. Todos lo esperamos. Se respira en el ambiente. Huele de una forma extraña. A centro, quizá. Alberto Carlos Rivera se levanta y saluda.
—¡Ahí está, ahí está! —me grita Señor Madrileño al oído. Cuando se separa, me doy cuenta de que lleva la bandera de España en las patas de las gafas. Me da un vuelco el corazón. Se trata de amar a España o no amarla: no intentes entenderlo.
—Noto algo en el ambiente, Murcia —dice Alberto Carlos—, aquí huele a cambio.
Vaya, así que el cambio huele así. Y nada, Alberto Carlos marca el ritmo y suena el hit de Ciudadanos en lo que va de campaña: la visita a Rentería.
—Gracias a los murcianos, sois más simpáticos que esa gente que nos recibe con cacerolas y que nos amenaza de muerte—dice.
—Los murcianos sois la hostia—contesta Señor Madrileño, ojos humedecidos, puro arrebato.
Entonces, Alberto Carlos da otra palmada, se empolva las manos y desarrolla su clásica pirueta retórica: decir mucho para no decir nada. Hablar de gente y pactos y sentido de Estado y sensatez y sentido común para que nadie te pregunte por la palabra ideología. Como si tanta regeneración y cambio y defensa del colectivo LGTBI pudiera tragárselas alguien cuando pactas con Vox en Andalucía. Como si negar la ideología no fuera, en sí mismo, una ideología. Alberto Carlos lanza su doble salto mortal:
—No es el momento de un paso a la izquierda o a la derecha, es el momento de un paso adelante.
Explotamos en aplausos. Ángel me pregunta dónde cenamos y, como mitómano que soy, le contesto que necesito una foto con Alberto Carlos. No la consigo. Es imposible. Alberto Carlos se desliza sobre la gente como un Cristo y entra en un Lexus negro. Desaparece en la esquina del cine Rex sin que me haya dado tiempo a cerrar la boca. Vuelve a sonar la música canalla. La música Ciudadana.
—Ha sido un placer ver este acto junto a ustedes —Señor Madrileño me extiende la mano—, pero ha llegado el momento de irse.
De vuelta a casa, recuerdo el capítulo de Bojack Horseman en el que el Sr. Peanutbutter, que es candidato a gobernador, da un discurso sobre el fracking. Se sube al estrado y dice:
—Buenos días, vamos a hablar del fracking. Todos tenéis opiniones muy firmes sobre eso, y quiero que todos sepáis que, aquí y en este momento, voy a adoptar una postura: siempre estaré de vuestra parte.
—¿Y qué parte es esa, exactamente? —pregunta alguien.
—Buena pregunta —responde Peanutbutter—, exactamente estoy de parte de los hechos. Y, por supuesto, de vuestros sentimientos.
Todo el mundo aplaude.
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Autor >
Santini Rose
Santini Rose, seudónimo bajo el que escribe Santos Martínez (Fuente Librilla, 1992), es periodista. Hubo un tiempo en que las abuelas de su pueblo pensaban que tenía en sus manos el futuro, pero eso ya no lo piensa nadie. Autor del libro de relatos Mañana me largo de aquí (La marca negra ediciones).
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