OBRAS Y SOMBRAS
El diario-bomba de Victoria Kent
La diputada e intelectual republicana se hizo llamar ‘Plácido’ en las reflexiones clandestinas que escribió en el París sitiado por los nazis, reducto último de su libertad durante los cuatro años que permaneció oculta
Miguel Ángel Ortega Lucas 8/05/2019
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Tuvo que ser otra. Mejor dicho, otro. Pues eso es, tantas veces, la persecución, la huida del olfateo implacable de los perros de presa: abandonar la propia identidad para poder sobrevivir. Pero hasta en la linde última de lo proscrito puede encontrar el ser humano su escaque secreto de libertad, su soberanía irrenunciable.
Victoria Kent fue, antes de convertirse en diputada de la II República Española, la primera mujer en intervenir ante un consejo de guerra como abogada defensora (de un miembro del Comité Revolucionario Republicano sublevado en Jaca en 1930), y en ganar la apelación. Tenía veintidós años entonces. Era hija de sastre (José Kent Román) y ama de casa (María Siano), malagueños. Había conseguido ingresar en la Residencia de Estudiantes y en la facultad de Derecho de la Universidad de Madrid. Tenía veintitrés cuando fue reclutada por el presidente Alcalá Zamora para ser Directora General de Prisiones del primer gobierno republicano. Pero su corazón y su cabeza parecían ir muy por delante de su propia vida, y de su propio siglo.
Por eso, cuando diez años después comenzase a escribir, escondida de los escuadrones nazis que podían darle caza en cualquier momento, supo definir tan bien cómo se respira en todas las esquinas del terror:
Plácido dormía profundamente; había superado su miedo; es decir, lo había recorrido en todas direcciones y era dueño de él.
El tal Plácido es ella. Corre 1940. Ya cayó, el año anterior –ella aún no puede creer, no quiere creer que para siempre–, la II República española, asfixiada por la dictadura franquista. Pero Kent lleva en París desde 1936, enviada como Primera Secretaria de la embajada para ocuparse de las evacuaciones de niños desde España y, más tarde, del exilio de refugiados españoles hacia América. Ahora, sin embargo, es ella misma la exiliada; de su país, de su vida, de su propia piel. Figura en las listas negras del gobierno colaboracionista nazi de Vichy. Es decir, es potencial carne de cañón. Se ha refugiado momentáneamente en la embajada mexicana pero vive ya oculta en un apartamento cercano al Bois de Boulogne. Puede salir a la calle, pero tal cosa supone aventurarse a ser detenida, enviada a un campo de concentración o asesinada sin término de juicio. Vive incomunicada la mayor parte del tiempo, fingiendo ser otra ante las personas que la cobijan o se encuentra eventualmente en alguna reunión social, a las que en puridad no debiera atreverse a ir –aunque se atreve.
En la intimidad, o jaula, de las cuatro paredes de su cuarto, abre el único boquete por el que poder respirar sin condiciones: un tragaluz clandestino, en las páginas en blanco de un cuaderno, rasgado con la furia de su temperamento pero cortado con el bisturí de oro de una inteligencia fulgurante.
...Hoy se asesina con arreglo a un programa; metódicamente, en nombre de un programa que anuncia la felicidad para los hombres. (...) Hay que formar una masa unida; hay que borrar toda ideología que no sea aquella que va inscrita en el programa salvador. Hay que cerrar el círculo.
Si algo distingue a un verdadero intelectual –sea lo que sea tal cosa– de un solemne de ocasión, es la lucidez necesaria para tantear los rincones últimos de la atmósfera colectiva, en busca de lo que late más allá de la anécdota. Ese párrafo, y tantos otros de ese libro de Victoria Kent [Cuatro años en París – 1940-44; Gadir, 2007], es tan irrevocable aún, setenta años después, porque no sólo testimonia un momento histórico: también, y sobre todo, apunta a una lamentable y testaruda costumbre de cualquier época en cualquier lugar de este mundo, este infierno moral saturado de fanáticos dispuestos a llevar al prójimo a la hoguera por pedir el café distinto al suyo.
Victoria Kent se convierte en ‘Plácido’, y, para que el camuflaje sea más eficaz (el miedo en este caso es a que alguien pueda descubrir esos papeles), narra en tercera persona lo que Plácido piensa, lo que Plácido vive y siente. Tras ese muro ficticio grita la aún jovencísima Victoria Kent, dejando que su lucidez estalle en una deflagración silente por entre los días y noches del terror en el París sitiado.
Va al galope, dejándose llevar de la reflexión política a la metafísica, del por qué vivir al por qué matar, o morirse, o luchar por no morir:
Quizá la razón de la lucha es ésta: el ser vivo encuentra la máxima afirmación de su existencia en el triunfo, y es la lucha abierta con el adversario, o es el crimen. (...) Llegamos a destruir al Universo mismo para afirmar nuestra existencia. (...) Triunfar es casi la única aspiración humana. [Pero] no se llega a ser Dios por el camino de los hombres; hay que ser hombre por el camino de los dioses.
Vive y reflexiona sobre lo extraordinariamente cotidiano que era ser libre (“poder leer libros, tener amigos”, salir a la calle), pero descubre, feliz, estupefacta, que hasta en esa misma habitación puede sentirse libre, o dueña al menos de un último reducto íntimo. Entonces, pregunta –sin que nadie pueda escucharla–: “Vosotros que andáis por las calles con apariencia de seres libres, decidme: ¿En qué consiste vuestra libertad?... Hemos depositado nuestra libertad fuera de nosotros mismos; ya no tenemos su control”. Se refiere a la deglución final de la libertad por parte de los Estados que pretendían garantizarla: “Y no hay perdón; el individuo es sospechoso si no está encuadrado. El Estado vigila al hombre porque es su único enemigo”.
Da igual que el manuscrito hable de un tal Plácido: lo que Victoria Kent escribe en ese apartamento es una bomba de relojería que puede llevársela por delante, de ser descubierta. Pero esta mujer, doctorándose ahora en todos los terrores, ya había imaginado mil veces antes lo que podía ser estar cautivo: cuando, con poco más de veinte años, se hizo cargo de las prisiones españolas, introdujo reformas para mejorar la calidad de vida de los presos y cerró 114 penitenciarías que no cumplían sus mínimos humanitarios. En 1932 fue más lejos (que hoy en día): quiso que los reclusos que demostraran mejor conducta colaboraran en las tareas de gestión de las cárceles. A su Gobierno (republicano) le pareció demasiado aquello.
Su potencia y honestidad intelectuales le hacían evolucionar continuamente en su parecer respecto al mundo y a sí misma. Por eso, en esos diarios que llegan hasta la liberación del París ocupado, es una mujer inmóvil en permanente estado de crecimiento interno, maduración y ebullición:
...el problema más grave que tiene el mundo: cómo recobrar la confianza. La confianza en los otros es la mitad de nuestra vida, es la otra parte de nuestra libertad. La libertad no es el libre decir, el libre pensar, el libre sentir; la libertad va en nosotros como semilla: es la posibilidad de la acción [imposible sin confiar en el otro].
Llegará la libertad, finalmente, a París, a la vida clandestina, proscrita, de Victoria Kent, cuatro años después de empezar esos diarios; de desarrollar del todo un carácter y una visión de espíritu que de alguna manera vienen a hermanarla con la vigilia estoica de Ana Frank, con la lucidez indómita de su paisano Chaves Nogales. Llegará la libertad, como en la canción partisana. Saldrá París, y Europa, de esas sombras. Y Kent se trasladará a México, ya en 1948, continuando una labor que no interrumpirá nunca para mejorar las condiciones de los presos en todo el mundo, y que continuará en la sede neoyorkina de la ONU.
“Rueda mi bicicleta”, escribe el 22 de agosto de 1944; “rueda como nunca. Yo no sé si tiene alas o las tengo yo...”: el ejército alemán ha abandonado París. Y el 25 de agosto, última entrada de sus diarios, asiste al desfile de las tropas aliadas en los Campos Elíseos.
Y una visión inaudita, a lo lejos, le hace sentir un escalofrío como un campanazo desde la espina dorsal:
¿Y esos tanques? ¿Veo claro? ¿Son ellos? Sí; son ellos. Son los españoles. Veo la bandera tricolor... Los tanques llevan nombres que son una evocación: ‘Guadalajara’, ‘Teruel’... París aplaude a los españoles curtidos en una lucha de nueve años. Aplaude a la España heroica de ayer, a la España libre, democrática y fuerte de mañana.
Parece un sueño... Parece un sueño.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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