OBRAS Y SOMBRAS
El cansancio de Jon Snow
‘Juego de Tronos’: el spoiler era la vida (este artículo no)
Miguel Ángel Ortega Lucas 22/05/2019
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Qué hace que una obra se convierta en mito popular. Qué hace que una obra de arte sea una obra de arte. Qué hace que una obra proyecte una sombra que planee sobre el imaginario colectivo de toda una época, de varias generaciones a un tiempo, quizás de muchas generaciones por venir –una dinastía que dure, no mil años, siquiera diez, en la época más culturalmente volátil conocida hasta la fecha en las escrituras de los hombres.
El secreto, como todos los más antiguos, está a la vista de todos, a la luz del día, y por eso se oculta tan bien; no se puede descifrar la luz a la luz misma. El secreto va escrito en los ojos y en la sangre y la memoria de todos nosotros, pero muy pocos pueden verlo. Se trata de contar el cuento que se contó siempre, como siempre quisimos oírlo. Pero quién sabe contarlo.
Hay que bajar hasta las simas más profundas, escucharlo como el susurro de una cripta.
Y así habló,
así habló
el señor de Castamere.
Y ahora la lluvia
llora en su salón
sin un alma que la oiga
En realidad no nos contamos cuentos para poder dormir, sino para despertar del todo.
Queremos que nos cuenten cuentos como quería el pequeño Bran que se los contara la vieja nodriza: cuentos que nos rocen la sangre, que la hielen con el filo sigiloso del viento en el bosque oscuro. Que nos recuerden el terror originario del que venimos, que nos indiquen la gruta por la que escapar. Que nos recuerden lo que no recordamos pero sabemos que existió, de alguna forma incomprensible: para abrir los ojos atónitos ante el cuento, la anciana y el candil, y no volver a dormir nunca.
Porque en el principio fue la pérdida. Porque las fuerzas más sórdidas nos decapitaron a la inocencia en la plaza ante la chusma que aplaudía. Pero antes, mucho antes de todo, ya había estallado la guerra única que no terminará, que durará siempre: la que empezó antes de que llegáramos nosotros, cuando se escondieron los Niños, muertos de miedo, ante la devastación del paraíso. (Nosotros mismos lo devastamos; tampoco podemos recordar esa maldición). Porque todos tuvimos que huir, con la espada niña al cinto, el disfraz que nos confundía con la multitud, a planear durante siete eras la venganza. Cuántas veces, dime, te dormiste, como Arya, recordando los nombres de todos los fantasmas a los que debías dar muerte puntual, una vez terminase tu iniciación en las catacumbas del templo.
Y porque todos nos sentimos, allá al fondo, tullidos, bastardos, enanos; monstruos. Y nos llevará toda una vida aprender que eso que nos rechaza en el espejo es justo lo que nos resume y sella, nuestro blasón:
“Llévalo como una armadura, y nadie podrá usarlo para herirte”.
Hay huellas perfectamente rastreables, en esta obra de la que hablamos (literaria y televisiva; no podemos distinguir), tanto de la historia conocida como de la historia inventada hace milenios, desde la Ilíada a García Márquez, desde las sagas artúricas y celtas al periódico de ayer. La maestría del brebaje, la alquimia, consiste, como siempre, en transmutar lo viejo en atemporal. En que tú y yo revivamos aquí y ahora el cuento que se contará siempre, porque custodia el misterio de todo lo que somos.
Pero quién demonios, qué demonio somos.
La respuesta es: todos.
Y la batalla más cruenta es entonces la que libran dentro de nosotros todas esas sombras entre sí, toda esa comparsa bárbara de ambiciones y vilezas, de noblezas humildes y de rencores humillados que ansían cortar la mano que les dio de comer. No suele haber tregua en ese carnaval íntimo entre la tortura y el pan, el cobijo y la intemperie infinita, la sangre inaugural en la sábana radiante y la boda sangrienta en la que traicionaremos al huésped, bajo el propio techo (pero todo será pagado; la vida nos cobrará, antes o después, todos los crímenes).
Porque todos somos (fuimos, seremos) la piedad del verdugo y el hacha misma; la madonna que degüella y muere por su hijo muerto y el hijo capaz de acribillar al padre. Somos la brutalidad del perro mercenario y también su código moral, el que a nadie enseña, como no enseña la araña que su hilo es de oro. Somos la ingenuidad de la niña a la que devorarán los lobos, uno tras otro, y la mujer prematura que no perdonará jamás y dejará sueltos a todos los perros del infierno.
Porque estamos destinados a ser todos, antes o después –Padre; Herrero; Guerrero; Madre; Doncella; Bruja; Extranjero–, desde este día y hasta el final de nuestros días, somos un salvaje violando y aprendiendo luego a mirar a los ojos, y el muchacho que no sabe nada y la salvaje pelirroja que se lo revelará (sólo podrá quedar uno); somos la sibila fanática y su fe perdida, y su fe encontrada de nuevo, el caballero de la deshonra y su redención, aquella que no sueña con ser investida pero terminará siéndolo y aquel que traicionará por el bien mayor; así como somos (fuimos, seremos) la prostituta y el juglar, el conspirador y el mendigo, el erudito y el sicario, el dragón y la niña calcinada. Todas las cosas, abyectas o salvíficas, “que hacemos por amor”. O por haberlo perdido.
Por eso es probable que no nos guste el final. Que la reina o diosa o causa en que pusimos toda la esperanza para traer el milagro, salvarnos de lo oscuro, acabe siendo, también, el reverso tenebroso de sí misma: como todos los visionarios redentores que en este mundo han sido; como el reverso diabólico de todos nosotros. Y es justo esa complejidad, esa autenticidad suicida, lo que diferencia a las verdaderas obras de las sombras pasajeras. Las que saben que todo arderá: como el grito sordo de las gárgolas de la abadía más antigua de Nuestra Señora. (Cierto que se agradecería una mejor explicación de las causas del desenlace, pero...)
Muchas veces no nos gustará el final de ese cuento porque, niños al fin, para no variar, necesitaremos que el cuento tenga el final que queríamos, con los blancos y los negros en su sitio, y hasta exigiremos pataleando que nos lo cambien, según nuestro estricto criterio de párvulos. Pero la vida real –y esta obra de la que hablamos se le asemeja brutalmente– tiene su propio guión, como la de cada uno de nosotros. Y su cuento no está hecho para que vayamos plácidamente a dormir, sino justo para lo contrario. Porque sólo en la vigilia de esos ojos atónitos ante el terror podremos tener la segunda oportunidad sobre la tierra para cambiar aquello que nos espanta; el monstruo que somos, al otro lado del espejo.
¿No te gusta el final del cuento, niño aterrado, niña ciega batiéndose en duelo con las sombras? Cuéntate entonces tú el cuento. Sé tú el cuento, y su final. Sé tú la ternura imposible de la reina negra, y el honor recobrado del mezquino. Sé quien salve al condenado más digno; sé la piedad que detenga a la locura. Sé el cansancio interminable –es decir, jamás vencido– de quien, sabiéndose hijo de reyes, asume que todavía –y por mil años más, quizás– deberá seguir siendo la espada que custodie los reinos en penumbra del camino. Y la voz que recuerde y cante su canción.
“–¿Qué le decimos al dios de la Muerte?
–Hoy no.”
Hoy no.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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