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El tiempo apremia. La superación del dualismo entre cultura y naturaleza no puede limitarse al consumo de productos ecológicos
Alba E. Nivas 7/06/2019
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Estoy sentada en una sala de lectura de la Biblioteca Nacional de Francia. A través de los grandes ventanales observo las ramas de los árboles mecidos por el viento frío de la primavera recién estrenada. En el jardín interior, de forma rectangular, hay un pequeño bosque de pinos, acacias, arces y robles. Flanqueando ese reducto de bosque cautivo se alzan los imponentes edificios acristalados de hormigón. Las diferentes salas de lectura de la Biblioteca están comunicadas por larguísimas galerías con algunos paneles informativos que permiten a los lectores y visitantes conocer con todo lujo de detalles el hábitat “ natural” del nuevo ecosistema instalado en el corazón del saber nacional. Flanqueando el conjunto, cuatro colosales torres : La Torre de los Números, La Torre de las Letras, La Torre de las Leyes, La Torre de los Tiempos.
La pureza geométrica del diseño arquitectónico permite discernir con claridad el lugar asignado a la naturaleza en el templo nacional de la cultura francesa. Cada uno de los especímenes del jardín-bosque es objeto de análisis, clasificación y representación gráfica. Sin embargo, su percepción se limita al sentido de la vista. El acceso al jardín está estrictamente prohibido. Un muro de cristal separa a los lectores de los árboles.
En la cultura occidental la naturaleza ha ocupado un espacio simbólico central pero ambivalente, por no decir contradictorio. Las razones, que se hunden en la historia, siguen condicionando tanto nuestra visión del mundo como la de nuestra propia naturaleza.
En la tradición monástica medieval, que el arquitecto Dominique Perrault se propuso recuperar en la concepción de la Biblioteca Nacional, el jardín del claustro ocupaba un lugar central metafórico del alma humana. Para cultivar la virtud, esta había de ser purificada y liberada de pasiones terrenales, de la misma manera que el jardín, para ofrecer flores y frutos, necesita sus trabajos de cuidado, riego y abono. La naturaleza en su estado original, salvaje, se temía y condenaba como lugar de tentación diabólica y peligros de toda clase. Era el símbolo del mal.
El humanismo renacentista continuó el proceso de separación y domesticación del hombre natural. Su principio cardinal era que la dignidad del hombre se adquiría gracias al estudio y al cultivo de las letras. El perfeccionamiento humano consistía en transformar su presencia en el mundo en su conocimiento del mundo, es decir, en arrancarse definitivamente de la creación divina y convertirla en objeto de estudio desde una distancia vertical y dominadora.
Así, con la Ilustración, el desarrollo del pensamiento científico se concentra en clasificar los elementos y los fenómenos y explicar las relaciones precisas de los seres vivos, entre sí y con su entorno. Trata, en definitiva, de poner orden, de aislar los elementos y crear divisiones que faciliten la inteligibilidad de la naturaleza.
A partir de la revolución industrial, con las grandes transformaciones del sistema productivo y el crecimiento exponencial de los intercambios comerciales, el capitalismo impone un concepto puramente instrumental e utilitario del mundo natural. Los nuevos descubrimientos científicos tienen como objetivo principal aprovechar eficazmente los recursos y concebir nuevos artefactos que permitan a las sociedades humanas aislarse del entorno natural y desarrollar su existencia con niveles crecientes de movilidad y comodidad.
Las consecuencias ecológicas de esta comprensión del mundo natural son de todos conocidas. Constituyen la herencia indeseada del antropocentrismo y de una concepción dualista que se remonta a la aparición de las religiones monoteístas y patriarcales.
Dicha visión del mundo, hoy ampliamente cuestionada por los descubrimientos de la ciencia, influye decisivamente en nuestra manera de vernos a nosotros mismos y de relacionarnos con los demás.
Un ejemplo es la extraña relación que mantenemos con el representante más cercano de la naturaleza, el cuerpo. Es indudable que los avances de la medicina han conseguido alargar considerablemente la esperanza de vida. Deseamos conservar el cuerpo el mayor tiempo posible ; constituye de hecho un imperativo social mantenerlo en vida a cualquier precio y en cualquier circunstancia, incluso más allá de la voluntad propia. Sin embargo, sus fluidos y emanaciones nos desagradan, sus humores nos desconciertan. Lo respetamos a medias. No tenemos inconveniente en interferir en sus procesos naturales ingiriendo todo tipo de sustancias tóxicas y medicamentos con efectos secundarios evidentes. Un creciente número de seres humanos se inclina por pasar por el quirófano para borrar los efectos del tiempo. Consideramos el envejecimiento como una especie de traición personal cuyos efectos debemos disimular, mitigar o atrasar todo lo posible para satisfacer los cánones estéticos dominantes.
Cabe preguntarse también hasta qué punto esta concepción utilitaria y pragmática del mundo natural, no ha hecho de nosotros, paradójicamente, seres cada vez más domesticables por instancias exteriores, sean éstas poderes políticos, económicos, publicitarios o, más recientemente, algoritmos informáticos. Vivimos confinados en un medio urbano sensorialmente hostil, condicionados a relacionarnos con los demás de manera crecientemente virtual, cuando no directamente consumista. Las presiones de la lógica capitalista nos inducen a vivir cada vez más encapsulados en el interés propio.
Somos, en definitiva, seres alienados de nuestra propia naturaleza, incapaces de escuchar las señales de alarma del cuerpo, con tendencia a eludir las emociones incómodas mediante la ingestión de fármacos o la actividad permanente. La mera consciencia del tiempo en el cuerpo nos aburre y desasosiega, para distraernos de nuestra propia presencia nos hemos vuelto adictos a las pantallas.
En lugar de actuar como seres vivos auto-poiéticos, es decir, en auto-creación constante y con capacidad para adaptarnos al medio, nos comportamos cada vez más como esclavos de nuestras creaciones. Mecidos por el automatismo y la fatalidad, nos dejamos arrastrar por los acontecimientos con mayor o menor resignación y cinismo.
El tiempo apremia. La superación del dualismo entre cultura y naturaleza no puede limitarse al consumo de productos ecológicos, a instalar huertos urbanos en las azoteas o a montar en bicicleta. Por más indispensables que sean las iniciativas de protección y cuidado del medio ambiente, por más urgente que sea una transformación radical de nuestra economía, la crisis existencial que vive la humanidad exige dar un paso más y derribar los muros mentales erigidos por nuestra propia cultura. Una inteligencia incapaz de revisar y transformar sus pautas de comportamiento, ¿puede llamarse inteligencia? La finalidad última de nuestras orgullosas prótesis tecnológicas, ¿consistirá en calcular el momento exacto de la destrucción de nuestra especie?
Vivimos tiempos extraordinarios. El horizonte de la humanidad se acorta. El cambio climático anuncia la destrucción masiva de creencias, valores, costumbres, referentes. No sólo es preciso redefinir la noción de la naturaleza como comunidad entre lo humano y lo no humano. Hemos de superar la epistemología dominante de una naturaleza objetiva, inerte, exterior, y no sólo en los planos teórico y político, también física, sensualmente. Hemos de reinventar nuestros vínculos con la realidad que designa el término naturaleza y reconectarnos con nosotros mismos, con nuestra esencia. Debemos recuperar la libertad de ser nuestros propios creadores y experimentar el poder de nuestros cuerpos y nuestras mentes.
Se está haciendo tarde. Apago el ordenador, recojo mis libros. De camino a la puerta de salida me detengo frente a uno de los paneles explicativos del jardín cautivo de la Biblioteca. Junto a la ilustración de un antiguo libro medieval aparece escrita la etimología de la palabra libro (livre, en francés). Reza : “La palabra -liber- denominaba el tejido vegetal conductor de savia localizado bajo la corteza protectora ”.
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Alba E. Nivas
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