La nueva estética de la burguesía madrileña
Un paseo crítico por la arquitectura de los barrios ricos de Madrid en el tardofranquismo
David García-Asenjo 8/06/2019
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Belén Bermejo, editora y fotógrafa callejera, me enseña fragmentos de edificios en su móvil. Todos tienen una característica común, el revestimiento de gresite de sus fachadas. En paramentos verticales, en pretiles de terrazas, en columnas singulares. También tienen en común la situación: el barrio de Salamanca madrileño, núcleo principal de la vivienda burguesa de la capital. Un barrio que apenas fue afectado por los ataques del bando nacional durante la Guerra Civil. En parte porque no estaba construido, o al menos no lo estaba tal y como lo conocemos en la actualidad. ¿Qué sentido tiene esta repetición? ¿Existe algún hilo conductor que una estos edificios?
Creo que sí existe la conexión entre un nuevo material de revestimiento con el intento de la nueva burguesía por afirmar su identidad. Una sociedad que quiere renovar la estética de la clase a la que pertenece y abandonar así la etapa gris de la autarquía. La burguesía madrileña se dio a sí misma edificios de una gran calidad arquitectónica, con una estética acorde a los tiempos en los que se situaba, y equiparable a las mejores arquitecturas que se producían en Europa o en Estados Unidos. Algunos de los arquitectos que construyeron edificios de vivienda social pusieron su empeño en erigir un nuevo tipo de vivienda de lujo que se alejara del estilo que había construido quien hasta entonces era el principal arquitecto de la clase alta madrileña: Luis Gutiérrez Soto. Formaban parte de la segunda generación de arquitectos salida de la Escuela de Arquitectura tras la Guerra Civil. Pertenecían a las familias que habían sido clientes de Gutiérrez Soto. A diferencia de la generación anterior, la de Sota, Fisac, Fernández del Amo, Corrales o Molezún, no había participado en la reconstrucción del país a través de los distintos organismos que el franquismo había generado (Regiones Devastadas, Instituto Nacional de Colonización) y habían comenzado su carrera profesional cuando la escasez de materiales para la construcción no era el primer reto al que se enfrentaban los arquitectos. Recién titulados, con medios familiares para poder acometer ciertos riesgos, y con contactos que les permitían recibir los primeros encargos, decidieron captar una nueva clientela, proponer un nuevo tipo de vivienda que señalara el estatus económico. Formaban parte de esa burguesía, tenían una formación y unas maneras que les permitían situarse en el mismo plano que sus clientes, con una cierta legitimidad para imponer sus decisiones arquitectónicas y estéticas. Esta vivienda tenía que reflejar una nueva forma de vida que se alejara de los modelos anteriores.
existía el prejuicio de que lo comercial y lo intelectual no podían situarse en el mismo plano de consideración, pero el mérito de estos arquitectos se sitúa en evitar la componente puramente comercial de estas promociones
El arquitecto Daniel Rincón de la Vega analizó este fenómeno en su tesis doctoral Una inflexión en la arquitectura de posguerra. Vivienda colectiva de lujo. Madrid, 1955-1970. En este trabajo, Rincón de la Vega señala que “se trata de una categoría históricamente alejada del debate arquitectónico. Si la causa de este desinterés es la consideración de la arquitectura como servicio social propia del Movimiento Moderno, al analizar la situación española deben considerarse asimismo dos importantes factores: la influencia que ha tenido la asociación de este tipo de viviendas con la élite afecta al régimen y los excesos de un desarrollismo desequilibrado, que provocaron que en una época en la que la gran parte de la población malvivía en chabolas se produjese el auge de los pisos de lujo”. El catedrático Antonio Miranda entiende que esta incorporación de la modernidad era realmente una pose estética. “El clima de aparente deshielo –tan necesario de cara a los prejuicios y bloqueos del extranjero– debía extenderse también sobre una población acomplejada y culpabilizada. Una imagen de tecnocracia limpia, científica, higiénica, transparente y moderna debía sustituir a toda prisa a la imagen de autoritarismo grasiento de pedregoso de la España negra”. También hay que añadir que tenía un fuerte componente económico, como promoción inmobiliaria buscaban la rentabilidad. Alberto Martín-Artacho, autor de un fantástico bloque de pisos en la glorieta de Rubén Darío, lo reflejaba así en la revista Arquitectura: “He tratado de cumplir el encargo lo mejor posible, estudiando soluciones de detalle y distribución que respondieran a la confianza de quien pone en mis manos su dinero. Con este dinero me he permitido realizar unas viviendas cuyas calidades, en cuanto a materiales y detalles, fueron excepcionales. De esto respondo”. Ya entonces existía el prejuicio de que lo comercial y lo intelectual no podían situarse en el mismo plano de consideración, pero como defiende Daniel Rincón, el mérito de estos arquitectos se sitúa precisamente en evitar la componente puramente comercial de estas promociones y conseguir unas viviendas que llevan al límite las posibilidades del tipo, al conseguir integrar los principios de la arquitectura moderna con una interpretación muy lograda de la tradición española.
Le Corbusier, uno de los tres maestros, junto a Frank Lloyd Wright y Ludwig Mies van der Rohe, de la arquitectura del siglo XX, definió en 1927 “los cinco puntos para una nueva arquitectura”, a partir de los cuales se renovaría la concepción del espacio doméstico. La estructura de pilotis (que dejan libre la planta baja), la planta libre (el espacio no queda condicionado por la estructura), la cubierta plana ajardinada, la ventana horizontal (que abarca varias estancias) y la fachada libre, independiente de la estructura del resto del edificio, son las bases que permiten aprovechar las posibilidades de las nuevas técnicas constructivas para abandonar las restricciones compositivas de la arquitectura académica. Todos estos puntos se encuentran reinterpretados por los arquitectos que se aventuraron a proyectar una nueva arquitectura doméstica burguesa.
Una vez superadas las restricciones sobre el empleo del hormigón armado por la escasez de acero, estos edificios se deciden a emplear estructuras de pórticos de vigas y pilares que eliminan la rigidez compositiva que planteaban los muros de carga, generalmente paralelos a la fachada. Con esto se podía plantear una nueva distribución de los espacios del interior de las viviendas. Porque, aunque se alejaran de los modelos tradicionales, esta generación de arquitectos se había formado con los maestros que dominaban la ordenación de usos y circulaciones de este tipo de viviendas. Carlos Sambricio, catedrático de Historia de la Arquitectura en la Escuela de Arquitectura de Madrid, solía explicar que hoy en día un arquitecto no sabría resolver las dobles circulaciones públicas y de servicio que requerían estos pisos, ni la situación más adecuada de los cuartos de servicio, pero Javier Carvajal o Antonio Lamela tenían estos conocimientos perfectamente interiorizados. En todo caso, en este texto vamos a centrarnos en la imagen exterior de los edificios, aun cuando ésta responda a decisiones y planteamientos derivados de la distribución interior. La principal consecuencia es la liberación de la planta baja del edificio. Desaparece el tradicional portal con una abertura principal que combinaba el acceso de carruajes y el de personas. Se elimina la fachada a la altura de la calle y aparece una serie de pilares de hormigón, sencillos y cilíndricos, como los que empleaba Javier Carvajal (herederos por tanto de los pilotis lecorbusieranos), o con una forma más escultórica, como los pilares en forma de V que utilizara Lamela. Se establecía así una continuidad entre el interior del inmueble y la calle, no solo física, que permitía el acceso al portal y los núcleos de comunicación, sino también visual, llegando a conectar en algunos casos el patio interior de la parcela con la vía pública. El recorrido de acceso al edificio se convertía en un tránsito diseñado para acompasar el cambio del espacio público al privado. En este punto se introducían las artes aplicadas en murales que integraban la arquitectura con el arte contemporáneo, combinados con los nuevos materiales o con los tradicionales dispuestos de un modo nuevo. Como señala el arquitecto Jaume Prat a propósito de Barcelona Retro, libro de Óscar Dalmau, “esta manera de mostrar la arquitectura tiene que ver con el tacto, con las texturas. Una vez me dijeron que lo rugoso se retiene y lo liso se olvida. Lo rugoso, las intervenciones artísticas, permiten que te puedas apropiar del edificio, hacértelo tuyo, incorporarlo a tu imaginario”. En este libro el periodista barcelonés hace un recorrido por la arquitectura de las décadas de los cincuenta y sesenta prestando especial atención a estos lugares intermedios, y que muestran el atento cuidado con el que se diseñaban, y que ha sido abandonado en el actual mercado inmobiliario, salvo contadas excepciones. “Mi obra era una especie de complemento para los edificios, que parece que necesitaban de agitación”, comentaba el escultor José Luis Sánchez a Daniel Rincón.
Este espacio también se planteaba como una transición entre el ritmo de la estructura propio del uso residencial y la retícula adecuada al garaje del sótano (esta es la explicación de los pilares en forma de V, la conversión de dos en las plantas superiores en uno en planta sótano). Se aprovechaba esta zona de transición para diseñar recintos a doble altura, que permitían juegos de compresión y dilatación vertical del espacio. En algunos casos, como en el edificio Girasol de José Antonio Coderch, se elevaba la zona de acceso a las viviendas hasta una entreplanta y al nivel de la calle, o un poco por debajo, se situaban los locales comerciales. Así se conseguía que las viviendas se separaran del tránsito de la calle, con un mayor nivel de intimidad.
Los planos de fachada comienzan a plegarse, sin mantener la tradicional alineación, la fachada libre que propusiera Le Corbusier, de nuevo como consecuencia del empleo de una estructura de hormigón. La fachada se retranquea respecto a la calle, creando patios abiertos al exterior que permiten que exista una continuidad visual con el exterior, pero que garantiza la privacidad al alejar la visión directa. Esto no es completamente nuevo, ya que Luis Gutiérrez Soto ya había construido así antes de la guerra. Pero no depender de muros de carga elimina condicionantes y ayuda a que exista una mayor libertad formal. La fachada también se desintegra en bandas horizontales, la ventana horizontal lecorbuseriana. Se rompe el ritmo de huecos rectangulares de la ciudad tradicional. Estas bandas horizontales se aprovechan como terrazas, que ayudan a aislar del exterior (protegen del ruido y del soleamiento a los huecos de las dependencias) y constituyen otro espacio intermedio dentro de esa continuidad que se busca entre el interior y el exterior del edificio. Se plantean barandillas ligeras o muretes que continúan la fachada. En estos casos puede aparecer la vegetación, otro elemento que contribuye a proteger del soleamiento y genera intimidad. No es una cubierta ajardinada, pero se trata de un concepto similar, ya que muchos de estos edificios se coronaban con azoteas que servían a los áticos, que adquirían así un nuevo valor. La vegetación se apoderó de las fachadas del bloque de viviendas para militares que proyectaran Fernando Higueras y Antonio Miró en la glorieta de San Bernardo, y era común en las terrazas de los edificios que promovió José Manuel Ruiz de la Prada en algunos de los solares más exclusivos del barrio de Salamanca.
El fin de la carestía de los años cuarenta implicó la aparición de nuevos materiales que señalaban el progreso económico de un estrato de la sociedad
Comenzamos este texto haciendo referencia a las fotografías de Belén Bermejo y al elemento que compartían. El fin de la carestía de los años cuarenta implicó la aparición de nuevos materiales que señalaban el progreso económico de un estrato de la sociedad que se ha beneficiado del sistema económico de la dictadura, con una incipiente industrialización del país. Su utilización hará que estas construcciones se alejen de la imagen tradicional de los edificios de viviendas del ensanche madrileño, ladrillo y piedra, generalmente granito, y se separan de los revestimientos de mortero de los bloques de viviendas sociales que empiezan a brotar en la periferia. Así aparece el gresite como material de fachada, que permite introducir colores que vibran con la luz, al tiempo que es un revestimiento que protege la fachada y tiene un mantenimiento sencillo. Los muros han dejado de ser de carga y han perdido espesor y, por lo tanto, capacidad de aislamiento. Las características del gresite permitían incrementar la protección acústica de los paramentos. Aparecía en los anuncios de las promociones en prensa, como un elemento de distinción. Un material que en origen era de importación desde factorías italianas, focos de referencia del diseño, entonces y ahora. Javier Carvajal y Muñoz Monasterio lo emplearon en la Torre de Cristo Rey, en tonos verdes, y Antonio Lamela en O’Donnell 33, en los mismos tonos, pero con piezas de color bermellón que introducían matices en los paños de fachada.
El siguiente paso fue la utilización del hormigón como material que configuraba tanto la estructura y la fachada. Ejemplos como el citado de Higueras y Miró, en el que la vegetación rompía la rigidez de la fachada y aportaba calidez al color gris del hormigón, o las viviendas en la calle Montesquinza que proyectó Javier Carvajal, en las que la fachada se descompone en planos que hacen que vibre y que ayudan a que la esquina se desmaterialice, muestran que se pudo asimilar con naturalidad la incorporación de nuevas técnicas y plantear de una manera nueva los modelos residenciales.
Si la literatura o la pintura estaban reflejando las corrientes artísticas que correspondían a su época, la arquitectura no podía quedar atrás
Hemos intentado mostrar que la clase dominante española no se resignó a vivir en edificios feos, sino todo lo contrario. Pero que hay que considerar que tampoco se podía plegar en la segunda mitad del siglo XX al criterio estético que adoptó la que comenzó a ocupar los ensanches de final del siglo XIX. Si la literatura o la pintura estaban reflejando las corrientes artísticas que correspondían a su época, la arquitectura no podía quedar atrás. Los arquitectos antes mencionados pusieron su empeño en que este avance se produjera y fuera asimilado por la sociedad. Y ésta comenzó a sentirlo como propio. Camilo José Cela escribió las siguientes líneas a propósito de la vivienda que le construyeron José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún a las afueras de Palma de Mallorca:
“La casa que me hicieron Molezún y Corrales, y que se ha publicado en el número 94 de esta revista, es lógica, muy lógica y habitable. Es lo único que necesitaba y es también algo que las casas no suelen ser; las casas, con frecuencia, son lujosas o aparatosas, o bellas, o de éste o del otro estilo y, al final, todo suele acabar en pastiche (en falso lujo, en agobiador aparato, en convencional belleza, en réplica de un estilo que no la necesitaba). Sé de sobras que no es una empresa fácil el levantar una casa para un escritor y, menos aún, si este escritor es como yo soy: bárbaro, elemental y cabezota (y también, a ratos, sentimental, barroco y ecléctico). Molezún y Corrales acertaron y entre estas paredes me siento a gusto para vivir y cómodo para trabajar. Eso es todo y, para mí, no poco; mejor dicho, más de aquello a lo que jamás –hasta que sucedió– hubiera aspirado. Mi casa es un gran taller y la consigna que di a los arquitectos –ni un solo centímetro cuadrado innecesario, ni una sola pieza falsa– la cumplieron con evidente fortuna. Es lástima que sean tan holgazanes y no se decidan a dibujarme los cuatro faroles exteriores que faltan. Las fachadas son de gres o de piedra, según por donde se mire; los pisos, de gres, y las paredes van dadas de cal. Por algunos sitios hay madera.”
La familia Huarte, dueña de una de las principales constructoras del país, con importantes vinculaciones con el régimen, y promotora de la renovación del panorama artístico nacional, optó por vivir en estos nuevos modelos de viviendas. Fueron los impulsores del edificio Torres Blancas, de Francisco Javier Sáenz de Oiza, proyecto clave en la arquitectura española del siglo XX, icono en Instagram. Y Jesús Huarte encargó su vivienda personal a Corrales y Molezún, los mismos que habían construido, por recomendación suya, la vivienda a Cela. Y le diseñaron una vivienda extraña, alejada por completo de lo que se entiende por vivienda de lujo, pero que es una obra maestra de la arquitectura contemporánea nacional.
Javier Carvajal, uno de los principales protagonistas de esta renovación estética, estaba emparentado con la familia García-Valdecasas (yerno de Alfonso García-Valdecasas, uno de los fundadores de Falange Española), y se construyó para él y para sus suegros dos viviendas en hormigón armado, que se pueden contemplar en la película La madriguera, de Carlos Saura. Fondo perfecto para una película vanguardista, acorde a su tiempo, como estaba obligada a serlo la arquitectura que le sirve de escenario.
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David García-Asenjo
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