Análisis
La carrera más codiciada del mundo
Desde la irrupción del Sky, convertido a mitad de esta temporada en el Ineos, el Tour de Francia es una carrera sumisa ante los nuevos dominadores, que este año buscan igualar el registro de Armstrong
Sergio Palomonte 4/07/2019
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El Tour 2019 será forzosamente uno de alternativa, ya que por diversas circunstancias no estarán presentes en la salida ni el segundo, ni el tercero ni el cuarto de la edición 2018. Simplemente por esto habrá un relevo inducido por el vacío en el escalafón, un relevo de nombres y de corredores que subirán al podio del Tour –tradicionalmente se vende como equivalente a ganar una gran carrera, especialmente en el ciclismo español–, sin más mérito que haber estado ahí. Y no haberse caído.
Así es el ciclismo contemporáneo. Basta evocar el no muy lejano ejemplo del Tour 2017, donde Froome ganó su cuarto título sin hacer ni un solo ataque, y sin recibir ni un mísero ataque del segundo clasificado, encantado de verse en un lugar tan alto. El ciclismo, que vende una épica anclada en el pasado –este año tocan los 100 años del maillot amarillo y la salida de Bruselas como homenaje a los 50 años del primer Tour de Merckx– parece incapaz de renovar ese relato, cuando teóricamente mantiene los mismos elementos con los que se forjó.
Efectivamente existen las mismas carreras, las mismas subidas legendarias y el mismo carrusel de tópicos sobre un deporte que lleva al límite el esfuerzo humano. Sin embargo, en algún momento se ha perdido la épica, y este Tour 2019 es un magnífico ejemplo: se regala la primera semana de cara a la galería turística, la etapa reina de los Pirineos tiene 117 kilómetros y, lo que es peor, las dos últimas etapas de los Alpes tienen 123 kilómetros y 131, unas distancias más propias de un juvenil que de un ciclista profesional.
Es lo que ha querido la todopoderosa organización del Tour, la misma que ha programado una única etapa de contrarreloj individual de únicamente 27 kilómetros, la distancia más corta jamás vista en esta disciplina en la mejor carrera del mundo, que ha pasado a convertirse, por méritos adquiridos y aquí expuestos parcialmente, en la carrera más codiciada del mundo, una diferencia sustancial que hace esperar estos meses de julio con un entusiasmo muy matizado.
Desde la irrupción del Sky –convertido a mitad de esta temporada en el Ineos– el Tour de Francia es una carrera sumisa ante los nuevos dominadores, que en este 2019 buscan igualar el registro de los siete Tour ganados por Armstrong. El hecho de que no vayan a ser de forma consecutiva no tiene que oscurecer que, de las últimas siete ediciones disputadas, seis han ido a parar al equipo británico con tres corredores diferentes.
Por eso, aunque esta edición vaya a estar marcada por la ausencia por grave lesión de Chris Froome –ha subido siempre al podio cuando su equipo ha ganado la carrera–, el peligro sigue presente, porque el Ineos es una estructura donde las piezas son intercambiables en una maquinaria perfecta construida para ganar la carrera más relevante del calendario, y por la que ha entrado el nuevo patrocinador.
Es cierto que el vigente ganador estará de partida, como también es cierto que no ha ganado ninguna carrera desde su triunfo en julio de 2018, y que es un corredor con una acusada tendencia a caerse, como muestra el reciente abandono en la Vuelta a Suiza. Sin descartar que pueda ganar –le favorece enormemente un recorrido poco exigente, perfecto para ir a rueda de su todopoderoso equipo–, el interés se ha centrado en su joven compañero colombiano.
El caso de Egan Bernal es digno de estudio. El año pasado debutó en una carrera de tres semanas, y fue un pilar fundamental en el triunfo de G. Thomas, llegando sobrado a la tercera semana. Este año ha ganado la París-Niza, la mejor carrera de una semana del calendario, y la Vuelta a Suiza, considera como la cuarta grande aunque solo sea por sus nueve días de competición. Sus armas son la escalada –donde curiosamente no saca grandes diferencias– y, especialmente, saber moverse en el pelotón y no perder nunca esos segundos que últimamente han decidido las grandes carreras, esos segundos que se pierden en las mal llamadas etapas intranscendentes.
Cuesta mucho poner como gran favorito al triunfo final a un corredor que solo tiene 22 años, y en su segunda gran vuelta. Sin embargo, cualquier pábulo que se quiera plantear cede ante la evidencia del equipo en el que corre, el más poderoso en el llano –el segundo día hay una CRI de 27 kilómetros que seguramente será más decisiva que cualquier montaña– y también subiendo, porque transmuta a rodadores en escaladores: estén atentos a Dylan Van Baarle.
Los rivales se mueven a otro nivel, baste ver lo que han sido los Tour de Francia desde la irrupción del Sky. Es por esto que el Movistar vuelve a repetir la tricefalia que tan escaso resultado le dió en 2018, en una armata brancaleone donde Valverde intentará el lucimiento personal escudado en su maillot de campeón del mundo, Quintana se tropezará con el muro de que ya no se va de nadie subiendo, y Landa intentará hacer verdad eso de que cada década el Tour agracia a un escalador, incluso alguien con un palmarés donde las únicas vueltas por etapas que figuran son a Burgos y al Trentino.
Fuglsang es un corredor danés que jamás ha acabado entre los cinco primeros en una gran vuelta por etapas, y que ha alcanzado la provecta edad de 34 años con ese vacío en su palmarés. Como el ciclismo está hecho de esos mimbres tan conocidos, un corredor así puede aspirar legítimamente a ganar el Tour de Francia, porque para algo está siendo de los mejores de la temporada, enrolado en un equipo vinculado históricamente al dopaje, y que presenta en la línea de salida de Bruselas un conjunto donde la mitad de sus corredores son españoles.
Ante la ausencia de Dumoulin, Froome y Roglic, el comentado movimiento natural del escalafón daría en el podio con Kruijswijk, el opaco corredor holandés carente de palmarés, que acabó quinto en 2018 y fue el único que hizo un ataque lejano para ganar la general. Su equipo, antes anónimo, se presenta en la línea de salida de todas las carreras con un candidato a ganar, en una mejoría colectiva de esas tan consustanciales al ciclismo.
Sin embargo, nadie duda de que será el Tour de los franceses. Hace pocos días L´Equipe –que es al Tour como el Pravda era al PCUS– dedicó toda la portada a los tres franceses más destacados, bajo el titular “Ahora o nunca”, en alusión a la concatenación de lesiones y ausencias que abre una ventana de oportunidad a unos corredores francamente incapaces contra el reloj –de ahí este recorrido anémico en esta disciplina– e incapaces de ser decisivos en montaña. Pinot, Bardet y el resucitado Barguil estarán delante, azuzados por un país que no gana desde hace 34 años la carrera que organiza.
El resto de nombres será una sorpresa, como será sorpresa que en los primeros diez de carrera pase entre los favoritos algo más allá de caídas y pinchazos. Solo hay una etapa para marcar diferencias individuales, y es la agotada fórmula de la Planche des Belles Filles, una subida en Alsacia descubierta en 2012 y que afronta su cuarta ascensión en el Tour, a razón de una vez cada dos años.
Como les debía parecer poco, han alargado el final disputado ya tres veces con una innecesaria rampa apta para cabras al 24% de pendiente, y que algunos profesionales han subido en zig-zag mientras entrenaban. Es el complemento perfecto a esas etapas de montaña de ciento y pocos kilómetros, la épica del Youtube y el ¿cuándo llegan a meta?, que finalmente ha devorado a los organizadores.
En los Pirineos una etapa acaba por segunda vez en la carrera en el Tourmalet, un puerto que no decide nada desde hace una década, pero que sigue conservando su aura de subida legendaria, y solo por eso parece que no llegará la fuga, al revés de lo que pasó en el reciente Giro de Italia, donde hasta la etapa del Mortirolo fue regalada a los secundarios del pelotón.
En los Alpes se disputa la etapa reina con tres puertos por encima de los 2000 metros de altura (Vars, Izoard y Galibier por el lado más fácil, para acabar en bajada), para una edición del Tour donde se subirán por primera vez siete puertos por encima de esa cota. En las otras dos jibarizadas etapas alpinas será el turno de sus equivalentes Iseran y Val Thorens, que habrá que ver si surten algún efecto en la clasificación con un kilometraje total tan bajo.
La tautología más elemental define lo que es el Tour de Francia en el universo ciclista: el Tour es el Tour porque es el Tour. Aquí se contiene todo lo que da de sí: vemos la carrera porque es “el Tour”, y si es aburrida y un equipo domina de una manera absurda y durante un periodo tan prolongado como el de Armstrong se responde diciendo que “hay que ver el Tour”, porque “es el Tour”. Pues eso, a ver el Tour, con su realización televisiva propia de una película, con su enaltecimiento de Francia como un lieu de mémoire en movimiento, como una ópera coral donde el final decepciona, y también el desarrollo y ya hasta el libreto, conocido de antemano por todos. A por el séptimo Tour del Sky/Ineos, el de igualar a Armstrong.
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Sergio Palomonte
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