Tribuna
Ese espejo en el que no te quieres mirar
Puede que no haya nada más transgresor que un niño alzando su voz. El niño no amenaza, el niño enuncia. Y desde su altura nos retrata
Carolina León 3/07/2019
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Dos actos de habla. Dos enunciaciones. Dos niños.
Ella tenía seis o siete años cuando denunció abusos por parte de su progenitor, una vulneración a su cuerpo, principio y fin de la integridad personal. Él tenía once años cuando nos explicó su identidad, la equivocación de todo su entorno con respecto a su género. El acto de habla es, como dijo Arendt tantas veces, el inicio de la política. Pero estos actos no son independientes de los sujetos que enuncian, como tampoco lo son de los receptores y los contextos. Hay un ciudadano-modelo, un emisor privilegiado y después están todos los demás, en cascada, golpeando la puerta de la “ciudadanía”, en un proceso que lleva siglos ampliándose.
Golpean la puerta las mujeres, las no-propietarias, las personas de diversos orígenes y razas, los pobres, los sin hogar, los discapacitados, los locos, las personas trans. Cada época tiene sus voces golpeando. Vienen tantos, vienen con tanta diversidad y desafío, que la multiplicidad de sus actos de habla aturulla y ofende. Esta es, para algunos, la frontera de la posmodernidad o, visto de otro modo, una amenaza a su centralidad y hegemonía. La multiplicidad de esas voces desafía instituciones y creencias, quizá todo un mundo. En la acción se contiene la reacción y hoy, a la vista está, la reacción quiere callar voces.
Estos dos actos de habla concretos fueron enunciados por niños: seres sin hacer, sin formar del todo, vistos como de una naturaleza “diferente” no del todo humana. Son “ciudadanos” pero no votan, y escucharemos sus voces con suspicacia o no las creeremos del todo. Qué sabes tú de la vida. Qué paparrucha es ésa, te lo estás inventando. Desde la hegemonía del ciudadano-modelo, sus voces son hilillos de plastilina.
Los enanos-ciudadanos necesitan de ciudadanos completos que los alcen hasta rozar el derecho. La niña habló de los tocamientos que su padre le hacía. Aquí interviene la persona que es, según todas las convenciones de nuestra cultura, la responsable última de su bienestar: su madre. El acto primero es el fundacional. El acto de habla se repitió durante meses, años, ante todo tipo de “agentes”. La bola echó a rodar. Si te miras frente a frente con esa bola, quizá te aplaste o quizá cojas impulso, subido a su inercia, hacia un lugar que no esperabas.
Mi hijo también nos dijo hace dieciocho meses que su cuerpo, que habíamos asignado a un género cuando nació, no nos pertenecía, que le pertenecía a él y que se enunciaba hombre. Que él tenía soberanía sobre su identidad. Su acto inicial me tuvo a mí de escuchante y echó a rodar otra bola, en la que me subí para aprender de su mano. Durante semanas lo observé, sin contradecirlo ni expresar mi “opinión” (que nadie me había pedido). Poco podía “enunciar” a mi vez: lo que me propuse fue más escucha, más cercanía, más acompañamiento. Desde mi propio estatus inseguro de mujer y madre, asumo que él tiene una voz, que puede ser despreciada por el entorno pero que yo debía recoger como “ciudadana interpuesta”. Una a la que se le deben derechos.
A dieciocho meses de aquella enunciación, algunos responsables directos de su demi-ciudadanía siguen insistiendo en que es un “menor” y por tanto no sabe quién es. Seguirá sin saberlo, dicen los estatutos del ciudadano-modelo, hasta que cumpla la arbitraria cifra de dieciocho años. La niña protagonista del otro acto de habla, denunciante de abusos sexuales, ha sido escuchada en unas cuantas vistas y declaraciones en lugares muy serios, desde hace cinco años. Algo echó a rodar, pero su voz es la de una niña, y tampoco la voz de la “ciudadana-interpuesta” que la apoyó ha valido para que se tomen medidas: le quedan al menos siete para alcanzar la ciudadanía de facto, y quizá ni siquiera entonces su sufrimiento deje de ser visto como algo desechable. Su ciudadanía es de segunda.
Las voces de los subalternos nos ponen delante un espejo fascinante. Seres a los que no reconoces soberanía, a los que no consideras iguales, te plantan el espejo cuando hablan. Pero no son sus voces, es la respuesta que das a esos actos. Es tu reflejo lo que te degrada. Es el movimiento telúrico que sientes bajo los pies cuando sacan la voz, son tus certezas conmovidas, aquellas en las que no caben sus identidades. No son sus voces: es lo que tienes dentro, que aflora; sus voces son apenas un clic, un gatillo, una capa de azogue, una pesadumbre o un dolor de los que no quieres hacerte cargo.
Un niño explicó a su familia que no era la niña que todos creían que era. Una niña contó a psicólogos y jueces que su padre le hacía cosas que no le parecían bien. En algún punto entre ambos niños, entre quienes escucharon y quienes menospreciaron sus voces, hay un retrato de una sociedad que se convulsiona por muchas de sus costuras; una sociedad que se defiende de la “agresión” que suponen esas voces subalternas; que se revuelve cuando muchos seres prescindibles se quieren sumar a la idea simple y política de hablar por sí mismos. Nuestras instituciones se expanden y hacen fuertes toda vez que somos capaces de sumar sus voces y hacernos cargo de los conflictos que nos ponen delante, en espejos indeseados, estos casi-ciudadanos.
Una chica de dieciocho años (adulta, mujer) también habló, hace tres años. Su “acto” ha sido escrutado públicamente en todas las instancias, y ha tenido que llegar al Tribunal Supremo para que finalmente, después de muchísimo esfuerzo, su violación fuese considerada violación. La bola de nieve que echó a rodar ha establecido un código preciso a costa de un gran sufrimiento. La “sentencia” es un tipo particular de acto de habla, uno que censura, refuerza, condena u otorga desde el poder.
Hay muchos casi-ciudadanos en nuestras sociedades. Expelidos por la pobreza, marcados por su color, defendiendo su identidad o apenas asomando un metro diez centímetros desde el suelo. Nuestra ciudadanía-modelo está marcada por las veces en que somos capaces de acoger sus voces o se ven forzados a callar. Sus actos de habla, sus alzamientos, llevan siglos impugnando la comodidad, las certezas y la idea misma de ciudadano. A esto algunos lo llaman posmodernidad.
Puede que no haya nada más transgresor que un niño alzando su voz. Hay otros muchos subalternos, claro está, pero su condición nos pone delante un espejo que, desde su absoluta desigualdad, a pocos palmos del suelo, es imposible evitar. El niño no amenaza, el niño enuncia. Y desde su altura nos retrata.
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Carolina León es escritora y librera, autora de Trincheras permanentes (Pepitas de Calabaza). @carolinkfingers
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