Inocencia ininterrumpida
Imágenes de la adolescencia en los años 90: una juventud potencialmente poderosa, pero incapaz de pensar en nada más que en esperar
Miya Tokumitsu (The Baffler ) 17/07/2019
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Los veteranos que estudiaron latín en secundaria quizá recuerden cuando aprendieron que, con dieciocho años, César Augusto reunió un ejército y se hizo con el control del Imperio Romano. Los dominios de Augusto abarcaban desde lo que actualmente es Portugal hasta Siria; con el tiempo llegarían a extenderse desde el mar del Norte hasta el Nilo. Gobernó casi todo el litoral mediterráneo. Puede que haya sido el adolescente más poderoso de la historia. No es difícil imaginar a no pocos profesores de latín presentando este dato sobre la edad de Augusto con una ceja arqueada y dirigiendo una pregunta tácita relativa al tempus fugit a los jóvenes a su cargo: ¿qué hacéis vosotros, queridos alumnos, con vuestro tiempo?
En inglés, el término que encuadra a los adolescentes (teens) abarca un número de años muy concreto: de los once a los diecinueve. Sin embargo, no hace falta ser antropólogo estructural o psicólogo del desarrollo para saber que el modo en que las diferentes poblaciones experimentan este tramo liminal del ciclo de la vida humana varía enormemente a lo largo de las épocas de la historia y entornos culturales, y a menudo también dentro de los mismos. Entre otras cosas, la historia de Augusto nos lleva a un punto demográfico crítico: la esperanza de vida era mucho menor antes de nuestra era, lo que a su vez significaba que ciertos rituales de tránsito llegaban mucho antes que en el caso de las almas que maduran hoy.
Todo eso es muy cierto; sin embargo, también es cierto que, en 2018, una de cada cinco chicas en la Tierra contrajo matrimonio a los dieciocho años. E incluso dentro de la cultura infantilizadora de Estados Unidos, ciertos adolescentes de entre su propia ciudadanía –Michael Brown y Abdulrahman Al-Aulaqi por mencionar tan solo dos– son considerados traidores hasta el punto de justificar su asesinato por parte del Estado. Es posible que no hayan ejercido el poder de Augusto, pero aparentemente provocaron a los guardianes de la paz para que los trataran como amenazas mortales y los sometieran a una ejecución sumaria. En 2014, el agente de policía Darren Wilson disparó a Brown en la calle en Ferguson, Missouri, lo que provocó una oleada de protestas de ámbito local y nacional por parte del movimiento Black Lives Matter. Anteriormente, en 2011, el presidente Barack Obama ordenó un ataque con drones que asesinó a Al-Aulaqi, de dieciséis años, en Yemen, lo que provocó una respuesta mucho más tímida. En 2017, la hermanastra de ocho años de Al-Aulaqi fue asesinada en un ataque que ordenó el presidente Trump.
Balada de la gran nada
En el extremo social más opuesto de estos niños se encuentran esos adolescentes estadounidenses cuyos sentimientos requieren un análisis, cuyos gustos marcan tendencias mientras continúan siendo políticamente inocuos. Los ciudadanos que impulsan el mercado al tiempo que reclaman poco a la sociedad son los favoritos del capitalismo. Angela Chase, la protagonista de Es mi vida, la serie de televisión de los años noventa interpretada por una Claire Danes que entonces tenía catorce años, era la representación ideal de la adolescencia estadounidense. Como proyección simbólica de la industria de la cultura, Angela era una figura ideal para lograr que un grupo de consumidores pertenecientes a una generación X que se auto-cuestiona con gran preocupación resultara familiar e inofensivo en las grandes campañas de marketing de las comedias dramáticas de mayor audiencia. Blanca, normal, heterosexual, de barrio residencial, protegida, guay pero estratégicamente situada en el lado correcto de lo transgresor, Angela era la versión caprichosa de la chica corriente de la década de los noventa.
Es mi vida se emitió entre 1994 y 1995 y se centraba en las tribulaciones mundanas de Angela, una acomodada chica de clase media que estaba obsesionada con un chico distante, machacaba a su molesta hermana pequeña y tanteaba nuevas amistades y grupos sociales. El resto de personajes de la serie –sus padres, su hermana y sus compañeros de clase– orbitaban alrededor de su centro de gravedad fijo y meditabundo, entrando y saliendo de la narración. Es mi vida retrataba un pedazo de esa América de clase media de la época de Clinton. ¿Era realmente una época más sencilla? Es curioso volver a observar la adolescencia anterior a la aparición de las redes sociales y contemplar la extraña e implacable fe provinciana que mantenía en su propia continuidad. Los padres de Chase son profesionales, pero no de élite; el instituto de Angela está bien y existe la sensación de que las cosas van a seguir más o menos como están.
Es curioso volver a observar la adolescencia anterior a las redes sociales y contemplar la extraña e implacable fe provinciana que mantenía en su propia continuidad
Como personaje, Angela destacaba principalmente por ser normal y corriente. No sobresalía por su talento o brillo intelectual. Ni siquiera parecía tener intereses serios: nada de literatura, atletismo, arte. Escucha música pero no parece muy entregada. Cuando su padre le regala unas entradas para ir a un concierto de Grateful Dead, no tiene opinión alguna sobre el grupo. Sigue a un grupo local solo porque toca un chico que le gusta. Se enfrenta al director de su instituto por intentar censurar una revista literaria, pero no se implica de forma seria en la política. Su única pasión digna de mención, como era previsible, es su propia y frustrada pasión adolescente por ese amigo que es un tío guay; ella analiza compulsivamente cada inclinación de cabeza y declaración gnómica de su objeto de deseo que es Jordan Catalano (Jared Leto).
Que Angela sea una chica corriente no la hace antipática; de hecho era el principal atractivo del personaje. Era lo que la hacía tan cercana. Miles de chicas adolescentes de barrio residencial –consumidoras florecientes– podían reconocer, dentro del perfil poco exigente de su personaje, sus propios dramas de amistad, exasperaciones con padres y hermanos y, por supuesto, sus obsesiones con los chicos. Si a Angela le hubiera apasionado, por ejemplo, el roller derby o la ópera, no se podría haber establecido la semejanza crucial que simbolizaba para su público; Angela habría tenido una vida propia, no lo que se denomina vida.
Esperando a Tino
Angela vivía sin problemas reales, algo que quedó patente con su falta de tacto cuando en clase de inglés comentó que Anna Frank tuvo suerte porque se escondió de los nazis cerca de un chico que le gustaba. Cuando después su profesora la lleva aparte, la única respuesta que Angela es capaz de mostrar es un despectivo gesto de compasión hacia el sándwich de pan blanco de su maestra. Aparte de Jordan, las dos nuevas amistades de Angela –la atrevida y volátil Rayanne Graff (A. J. Langer, ahora también conocida como la condesa de Devon) y el gay sensible Rickie Vasquez (Wilson Cruz)– tenían una vida familiar problemática, lo que servía principalmente para compensar la estabilidad relativa de Angela y los suaves aterrizajes que la esperaban si sufría algún tropiezo. Estos personajes no ven tan claro el camino de rosas hacia la universidad y madurez burguesa que Angela parece dar por sentado.
Mientras esperan que su hija vaya a la universidad, los padres de Angela, Patty (Bess Armstrong) y Graham (Tom Irwin), no la envían a consejeros preuniversitarios ni a hacer actividades extracurriculares. Patty se siente algo consternada cuando Angela deja su trabajo en el anuario del instituto, pero rápidamente lo supera. El especialmente ligero toque de los padres de Angela para encaminarla hacia las experiencias vitales que quedarían bien en una redacción para solicitar la entrada a una universidad, contrasta de una forma sumamente curiosa con la organización de la experiencia juvenil en la economía actual acechada por la precariedad. Los Chase mayores parecen confiar en que ser normal es suficiente. Las peleas a gritos entre madre e hija por la ambición, la angustia de clase y la matrícula universitaria llegarán unos veinte años después, en 2017, con la película Lady Bird de Greta Gerwig.
Al mercado le encanta el ensimismamiento, especialmente de las mujeres, a quienes espera convencer de que asuman las compras como pasatiempo, de un modo implacable y patriarcal. Incluso en el mundo de la televisión, Angela no puede convertirse en la Carrie Bradshaw de Sexo en Nueva York –hay un desajuste de más de una década entre los personajes–. Sin embargo, las dos series comparten similitudes formales sorprendentes; cuentan con monólogos con la voz en off de sus personajes femeninos centrales y completamente mediocres que habitan principalmente en los diminutos mundos de sus vidas interiores y de sus círculos sociales inmediatos. Los seguidores de ambos programas dedicaron un análisis a escala talmúdica a las banalidades de las vidas y pensamientos de los personajes principales. Tanto Angela como Carrie se convirtieron en figuras con las que se identificaban enormemente. El resto del mundo –como muchos espectadores se permitían el lujo de pensar– parecía muy muy lejos.
En el episodio piloto de Es mi vida, Angela pasa una noche en el aparcamiento de una ostentosa discoteca esperando a un tal Tino que, según Rayanne, los puede colar para evitar que les pidan el DNI en la puerta. Mientras esperan a Tino, Angela, Rayanne y Rickie pasan el tiempo riendo y chismorreando. Horas más tarde, las chicas se intercambian los zapatos para entretenerse. Tino nunca aparece. El lunes, en clase, Rayanne alardea de la increíble noche que han pasado a medida que se elevan los acordes de la melodía del programa. “Ya te digo, nos lo pasamos genial. ¿Verdad? ¿No nos lo pasamos genial?” Angela le devuelve una sonrisa: “Sí. Lo pasamos genial”. La escena termina con la cara radiante de Angela y la música en todo lo alto. Es un desenlace brillante: durante los años de la adolescencia lo que se hace principalmente es esperar y convertir lo mundano en un gran drama.
La vida como ensayo
Sin embargo, tal como aparece en Es mi vida, en los noventa, el calvario sartreano de esperar a que la vida pase parecía una empresa especialmente rutinaria. En Halloween, Rickie pasa junto a Jordan, que está fumando bajo unas gradas, otro clásico lugar predilecto de los adolescentes. Jordan se queja de que todos los años él y sus amigos van al mismo lugar a matar el tiempo de la misma típica forma que todos los adolescentes malotes, tirando cubos de basura. Vuelven una y otra vez, dice Jordan, porque este año “tal vez ocurra algo guay”. Aquí, una vez más, observamos el momento cultural ideal que tanto los magos del marketing como los líderes políticos buscaban con esmero para explotar una década entera de automitificación adolescente, desde los tediosos monólogos de Ethan Hawke en Reality Bites (Bocados de realidad) (1994) hasta el texto original de Douglas Coupland, Generation X, de 1991: una población juvenil potencialmente poderosa incapaz de pensar en nada más que en esperar.
En otro episodio, Angela está sentada en clase de ciencias sociales viendo unas imágenes del presidente Kennedy dando su famoso discurso “No preguntes…”. En un monólogo en voz en off, dice: “A los mayores les gusta contarte dónde estaban cuando dispararon a Kennedy, algo que todos saben con precisión. Lo que me da casi envidia… es que yo debería haber vivido algo lo bastantes importante como para saber dónde estaba cuando ocurrió”. (Resulta prácticamente inimaginable que Angela, una niña de nueve años de las afueras de Pittsburgh, recordara –o comprendiera– la caída del muro de Berlín o de la Unión Soviética, pero, como decían en los noventa, qué más da). En todo caso, la versión de la adolescencia de Es mi vida busca una identidad cultural coherente tras el final la historia, cuando parecía que todo lo que quedaba por hacer era esperar a que todo empezara otra vez. (Para acompañarla de una curiosa narración adulta, aparentemente consagrada a las decisiones duras y responsabilidades serias de la política como política, véanse las tramas obsesionadas con la cultura de la guerra, dramatizadas de un modo similar, de la gran carta de amor televisiva de los noventa que Aaron Sorkin escribió al poder neoliberal: El ala oeste de la casa blanca; por entonces, por entonces la historia se sostenía por todas partes, incluso en el velocísimo diálogo entre los tecnócratas de máximo poder que luego tenían la obligación de hacer historia.) Es cierto que en 1994–1995 se avecinaban nubes de tormenta, pero la masacre de Columbine, que sacó los tiroteos en las escuelas a la palestra de la conciencia nacional, todavía no había sucedido. Por delante quedaban otros grandes rubicones históricos: el 11 de septiembre, el estallido de la burbuja inmobiliaria, Occupy Wall Street, la Primavera Árabe y Black Lives Matter.
Augusto, por su parte, no andaba merodeando a la espera de que sucediera algo genial. Como tampoco lo hacen muchos chavales en los tiempos que corren, y quizá el ejemplo más notable es el de Alexandria Ocasio-Cortez que, apenas una década después de su adolescencia, está poniendo en grandes apuros a sus colegas neoliberales mayores en el Congreso con su ambiciosa agenda y su negativa a someterse a muchas órdenes extrañas basadas en la veteranía del decoro parlamentario. Uno de sus colegas fue tan lejos como para solicitar (anónimamente) su destitución, porque “hay numerosos concejales y legisladores estatales que llevan veinte años esperando ese asiento”. En otras palabras, llevan esperando desde el último año de Angela Chase.
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Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
Traducción de Paloma Farré.
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