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El bar era conocido. Habían pasado cosas en él, antes de que yo naciera. A veces salía en la tele y quedaba bien decir que trabajaba ahí. Estuve cinco meses sin contrato, al parecer, por un error de la gestoría. Un día me enteré de que una de mis predecesoras había sido despedida tras quedarse embarazada y a todo el mundo le parecía muy normal (“En la vida no se puede tener todo, o eres madre o mantienes el trabajo, cada cual decide sus prioridades”). El sobrino de mi jefe, su ojito derecho, había ido a la manifestación de Colón. Debía de ser una de las cosas menos malas que había hecho. Mi jefe andaba metido en una campaña furibunda contra los lateros. A veces me preguntaba si había sido siempre así o había cambiado en algún momento, mi jefe. La música estaba muy bien.
Era un jueves, relativamente tranquilo. Se me resbaló un vaso y estuve a punto de liarla.
– Joder, te veo despistada últimamente, ¿eh?– me soltó Raúl.
Suspiré.
– Es que he conocido al amor de mi vida.
Él negó con la cabeza.
– ¿Otra vez? A ver cuándo te das cuenta de que el amor de tu vida soy yo...
Me reí en su cara, aunque a veces, cada vez más veces, me daba la impresión de que lo decía en serio. Borré ese pensamiento de mi cabeza.
Raúl era mi compañero de trabajo y llevábamos liados unos cuantos meses, tras la aparición espontánea de una tensión sexual de lo más estúpida y un breve periodo de tocarme pensando en él antes de dormir mientras las frases “es un gilipollas”, “es tu compañero de trabajo” y “va a salir mal y lo sabes” rebotaban por dentro de mi cabeza hueca. Era mayor que yo, tenía brazos de gimnasio, un tatuaje tribal y se creía el más listo del barrio. No lo era. Yo dormía en su casa con relativa frecuencia, lo que unido a las ocho horas diarias que pasábamos mano a mano nos convertía en algo parecido a una pareja, pero en cutre.
– ¿Es tío o tía?
– Se llama Denise.
Raúl arrugó la nariz.
– ¿¡No será un transexual!?
– ¡Oye! ¿Y qué si lo fuera?
En ese momento una mujer tomó la magnífica decisión de pedir un gin-tonic y la conversación se quedó sin terminar.
Habían pasado como dos semanas desde que conocí a Denise. Hablábamos por WhatsApp de vez en cuando, pero solo de tonterías. Nos mandábamos memes turbios. Me encantan los memes turbios.
Adela me había dado más datos sobre ella que ella misma. Me había dicho, por ejemplo, que sus padres eran los dueños de la galería donde trabajaba. Me había hablado muy bien de la niña y creo que la llenaba de orgullo y satisfacción habernos juntado, o lo que fuera que había hecho. Tenía pájaros en la cabeza, Adela.
– Hola guapa, ¿me pones un chupito de Vox?
Los ojos de Denise, verdes como el trigo verde, me pillaron por sorpresa. Su presencia bajaba la media de edad del bar y lo acercaba al glamour alternativo que algunos le suponían. Pegué un bote, me recompuse rápido y pregunté:
– ¿Qué haces aquí?
– Estaba por aquí y se me ha ocurrido venir a verte. ¿Te parece mal?
Lo dijo demasiado bajito, pero la oí.
– ¿Eh? No, no... ¿Estás sola?
– Mis amigos están fuera.
Lo observó todo con gran interés e hizo un par de comentarios sobre el sitio. Luego me tocó el brazo. Llevaba las uñas azul marino y dos anillos plateados, que estaban fríos. Me dijo algo así como:
– El domingo por la tarde hay una fiesta en mi casa. Un amigo de mis padres presenta su última obra. No sé, había pensado que igual te apetecía venir. Se lo he dicho a Adela también.
Una fiesta. Su casa. Mola. No, no mola. ¿Mola? Raúl nos observaba por el rabillo del ojo.
– ¿El domingo? Oye, pues estaría bien, la verdad, pero no sé si puedo, tengo que mirarlo.
A saber por qué dije eso. Un grupo de clientes reclamaba mi atención y a mí me entraron prisas por dársela.
– Dame un momento, ¿vale? ¡Diles a tus colegas que vengan y os invito a algo! Eh, ¿o no?
– ¡Va, ahora les digo! Oye, ¡qué buena música! –de repente se le iluminaron los ojos– ¿no fue aquí donde…?
–Sí, sí, fue aquí– respondí, antes de marcharme a poner unos tercios.
Tardó poco el Raúl en preguntarme por “mi amiga”. Mi cara de boba le ayudó a sacar conclusiones y a partir de las mismas se le ocurrió una idea. Torció la sonrisa.
– Pues dile que se venga luego, ¿no?
– ¿Qué dices? ¿A dónde?
– Con nosotros, a casa.
Guiñó el ojo. Qué turbio. No era mala gente el Raúl, pero era un poco básico. Tenía que tener mucha paciencia con él. Le respondí algo tipo:
– Jajajaja. Tú flipas.
Entró la niña con sus colegas y se lo pasaron bien, estuvieron bailando y se tomaron una copa detrás de otra. Tanto Raúl como yo les invitamos a algún chupito, aprovechando que el jefe no estaba, pero ya te digo, fue una operación rentable. Eran bastante majos. Se sabían todas las canciones aunque la mayoría no fueran de nuestra época y bailaban bien el rocanrol, con estilo. Todos en el bar la miraban a ella, y ella me miraba a mí. Si alguien nos hubiera querido robar, esa noche habría sido perfecta. Estaba feliz y tranquila, pero la vida no me deja estar feliz y tranquila mucho rato, así que Denise se acercó riéndose y me dijo:
– Oye, me ha dicho tu amigo que me invita luego a su casa con vosotros.
Yo estaba pensando alguna respuesta elegante cuando añadió:
– Le he dicho que me parece bien.
Me quedé desconcertada. Denise aprovechó para atravesar mis ojos con el fuego valyrio de los suyos, le echó un vistazo a mi alma y le hizo gracia lo que vio. Le pedí que se acercara y, tras unos momentos de duda, le hice un resumen de la situación. Sonrió despacio y dijo:
– ¿Y qué problema hay?
No me lo podía creer. No sabía si le gustaban los señores, pero había dado por hecho que no le gustaría nada este señor en particular. El hecho de que no fuese así me resultó muy ofensivo. No eran celos, me sentí decepcionada. No sé. Como si mi vida se estuviera convirtiendo en una especie de folletín malo escrito por un pajillero con poca imaginación. Suspiré.
Ahí terminamos, a las cinco de la mañana, en el pisito del Raúl. Yo estaba descojonada de la risa, porque me parecía absurdo todo. Encontré una botella de vodka violeta en una esquina de la cocina. El descubrimiento me desconcertó un poco, pero como me venía bien, opté por no pensar en ello. El sabor del Knebep dulzón y calentorro culminó mi abrupto retorno a la tontería adolescente.
Nos sentamos en los sofás del salón, que era muy pequeño, y estuvimos hablando, bebiendo y escuchando música. La conversación era extravagante pero agradable. Nos fumamos un porrillo. Se hizo tardísimo, bostecé. Estábamos a gusto, de tranquis. Pensé que igual no iba a pasar nada, y justo entonces, pasó todo.
Empezó ella. No habría podido ser de otra manera. Yo había decidido dejarme llevar por la noche y Raúl, aunque la idea hubiera sido suya, no se lo terminaba de creer. Pero cuando hicimos pop, ya no hubo stop.
Fue una tormenta y después vino la calma. La niña, que acababa de follarse con gran salero a mi follamigo en el sofá mientras yo bebía Knebep en bolas, vino a mí con movimientos de gato y me besó despacio y yo la rodeé con mis brazos mientras me decía que yo le flipaba y me lo creí, porque no sabía mentir. Luego cayó suavemente sobre mí y empezó a darme besos, muchos besos, como si no quisiera dejarse ninguna parte de mí. Olía bien, a vainilla, incluso entonces, con las mejillas rojas y la sangre caliente. Yo, un poco más seca, un poco más negra, más sudada y más mala. Nos quisimos mucho ese último rato, lo hicimos bonito, mirándonos a los ojos, sonriendo. Raúl volvió del baño y él también sonrió y dijo “joder…”
Todo aquello me descolocó. Al día siguiente tenía una resaca del infierno, la cabeza llena de imágenes divertidas y muchas ganas de cavar un agujero para pasar allí el resto de mi vida. Quizás si la niña se hubiera estado quietecita esa noche, yo no me habría comportado como me comporté después, en su fiesta. O igual sí. No sé. Qué más da.
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El siguiente capítulo de esta novela aparecerá el 11 de agosto.
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Autora >
Elena de Sus
Es periodista, de Huesca, y forma parte de la redacción de CTXT.
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