Tribuna
La depuración de los republicanos, un espejo roto
El consenso en torno a Franco fue asegurado por la utilización de la violencia y el recuerdo y el miedo a otra guerra, representado a la perfección por el Valle de los Caídos
Gutmaro Gómez Bravo 27/08/2019
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Confiesa Ivan Jablonka (Histoire des grands-parents que je n'ai pas eus, 2014) que el trabajo de investigación sobre sus abuelos no podía ser objetivo aunque sí “radicalmente honesto”. Si hay una verdad en la historia, esta se encuentra probablemente ahí, en el cruce entre la objetividad, a la hora de hacer preguntas y de enfocar el tema, y la honestidad, mostrando todas las fuentes, analizando todos los datos, incluso aquellos que invalidan nuestras hipótesis, nos molestan o perturban. Esta es la función de la memoria y de todo pasado incómodo, que en Europa y muchas otras partes del mundo ha servido y sirve como un revulsivo en la reconciliación comunitaria que sigue a los conflictos. Los abuelos de Jablonka, como la mayor parte de los judíos europeos de entreguerras, tuvieron que hacer prácticamente de todo para sobrevivir. A nadie se le pasa por la cabeza decir que fueron unos colaboracionistas. Sufrieron la persecución estalinista, la depuración en Vichy y finalmente la deportación. En cada una de esas etapas perdieron sus derechos, su estatus y su condición civil. Fueron tratados como apátridas, extranjeros e ilegales, con total normalidad y eficiencia administrativa dentro del orden social en el que vivían.
La violencia se utilizó como un mecanismo de integración y exclusión social, primero para el triunfo de un golpe de Estado y la Guerra Civil, después para asentar el propio modelo de la dictadura franquista
La sociedad española no fue, en absoluto, ajena a estos procedimientos. La violencia se utilizó como un mecanismo de integración y exclusión social, primero para el triunfo de un golpe de Estado y la Guerra Civil, después para asentar el propio modelo de la dictadura franquista. Pero, para poder trazar todas las coordenadas explicativas de ese proceso, hay que ser “objetivos y honestos”, no sólo reconstruir su lógica interna sino también incorporar las experiencias de aquellos y aquellas que la sufrieron. La interiorización y el impacto de estas y otras cuestiones traumáticas siguen siendo una materia de conocimiento muy difuso, sobre todo en comparación con otros países. La imposibilidad de acceder, hasta fechas recientes, a la documentación del Estado franquista ha sido uno de sus principales motivos. Pero también, el predominio de una visión exclusivamente política de la violencia ha contribuido a ello. Una amplia gama de formas de persecución que institucionalizó la dictadura, como la depuración, la sanción y la exclusión social, que afectaron a un porcentaje importante de la sociedad, apenas han sido estudiadas y reconocidas todavía.
A medida que se han ido abriendo los archivos se ha podido constatar las cifras y los principales mecanismos represivos de la dictadura, un aspecto ciertamente muy importante en todos los niveles objetivos. Es un paso necesario para el reconocimiento y la ampliación del propio concepto de víctima, que necesita, sin embargo, no solo una apertura de fondos y archivos públicos, sino también de los privados. Sobre todo como un símbolo de superación del silencio superpuesto en varias generaciones. La incorporación de los relatos familiares resulta fundamental para alcanzar ese grado de honestidad en nuestra historia, lastrada todavía hoy por patrones del presente. Juzgar las conductas del pasado con nuestra escala de valores e intereses actuales solo conduce a reproducir una historia de buenos y malos, de locos y cuerdos, de santos y demonios, de resistentes y de traidores…según el código que se quiera emplear en cada momento. No importa que desaparezca el contexto. Es también un problema de imposturas, de falsas apariencias y de la propia construcción y transmisión de los mitos, nacionales, de origen, de izquierda o de derecha, pero siempre en el reparto de culpas. El discurso dominante en la historia durante buena parte de la Transición hasta nuestros días ha sido el de la equidistancia y el reparto igualatorio a la hora de atribuir responsabilidades en el estallido de la Guerra Civil. Una visión que ha quedado pulverizada por el segundo lugar que ocupa España en el mundo en el ranking de desapariciones forzosas. No es casualidad que se haya acentuado de nuevo la tendencia a identificar la II República como el origen de la Guerra Civil.
Y en ese ruido de fondo, en ese prolongado e interesado malentendido, surge el reiterado reparto de culpas de nuestros días. Ahora le ha tocado al ingeniero Carlos Fernández Casado, cuyo mayor pecado fue calcular la estructura de la cruz del Valle de los Caídos, a petición de su amigo y compañero Huarte, cuya empresa familiar fue una de las adjudicatarias de las obras de Cuelgamuros. A petición, por tanto, de Franco. No es por tanto necesario hacer una semblanza, que puede encontrarse sin problemas, de su trayectoria intelectual y profesional antes y después de la guerra, porque sería entrar a reproducir ese esquema de culpas. Como todas las personas fue protagonista y víctima de su condición y de su tiempo, y estas le convirtieron en un depurado, en un apátrida en su propio país. El 29 de marzo de 1940 se hizo oficial la propuesta de sanción de la sección de Ingenieros del Ministerio de Obras Públicas, incoada por otro ingeniero como él, un compañero suyo, “para depurar su conducta político social con relación a nuestro Glorioso Movimiento Nacional”. Esto significaba no solo la pérdida del empleo, sino la imposibilidad de ejercerlo, dada la expulsión automática del Colegio y la Escuela de Ingenieros de Caminos, que no volvió a pisar hasta 1958.
Los depurados pasaban después por un expediente, de carácter secreto, muchos de ellos durante prolongados años, pendientes de ejecución o de la propia disposición ministerial para resolver cada caso. Sólo una vez superado se podía solicitar la readmisión en el servicio:
El cuestionario, tanto para los empleos públicos como para el sector privado, era este:
A. Nombre y apellido, cuerpo o servicio al que pertenecía, categoría administrativa, situación en que se encontraba y destino que desempeñaba el 18 de julio de 1936.
B. ¿Donde se encontraba al iniciarse el Alzamiento Nacional del Ejército?
C. ¿Qué acto ejerció o intentó ejecutar para sumarse a él?
D. Si prestó adhesión, y en qué forma la efectuó, al Gobierno marxista, con posterioridad al 18 de julio, especificando también si lo hizo de forma espontánea o en virtud de alguna coacción.
E. Si prestó algún servicio bajo el mando de jefes marxistas o que suponga acatamiento de los mismos.
F. Si ha cobrado sus haberes.
G. Si fue destituido, declarado cesante o jubilado a partir de la indicada fecha de 18 de julio de 1936.
H. Partidos políticos a que ha pertenecido, fecha de ingreso y en su caso la de su baja así como si ha ocupado cargo directivo.
I. Cotizaciones voluntarias o forzosas a favor de partidos, entidades políticas sindicales o del Gobierno incluyendo entre ellas las hechas a favor del Socorro Rojo, Amigos de Rusia o entidades análogas aunque no tuvieran carácter de partido.
J. Si ha pertenecido o pertenece a la Masonería.
K. Si ha formado parte y con que cargo en los Comités constituidos con posterioridad al 18 de julio de 1936.
L. Si ha formado parte de algún otro Comité.
LL. Si trabajó siempre en Madrid durante el período rojo.
M. Si perteneció a la Milicias del Frente Popular que han combatido contra la España Nacional y en su caso con qué graduación.
El discurso dominante en la historia durante buena parte de la Transición hasta nuestros días ha sido el de la equidistancia y el reparto igualatorio a la hora de atribuir responsabilidades en el estallido de la Guerra Civil
N. Si ha residido en el extranjero o en población dominada por el enemigo. Qué tentativa hizo para salir, en qué fecha y por qué medios lo consiguió, así como si recibió auxilio de alguien, especificando con quién.
Ñ. ¿En qué día y lugar hizo su presentación y ante qué Autoridad?
O. Nombre de las personas que conforman sus manifestaciones (por lo menos dos) o aval de los mismos.
P. Prueba documental que obre en su poder.
Q. Indicación de cuánto sabe del período revolucionario, principalmente lo relacionado con el desenvolvimiento público y administrativo, así como la actuación que conozca de sus compañeros.
La solicitud de readmisión, como puede verse, llevaba aparejada una nueva investigación, que en muchos casos fue definitiva. En Historia de una escalera, Buero Vallejo mostraba la frustración de unas familias ante el mundo que les rodeaba tras el reiterado fracaso de todas sus expectativas. Durante su estancia en el Penal de El Dueso coincidió con otro gran dramaturgo, Cipriano de Rivas Cherif, cuñado de Azaña. Sus trayectorias fueron totalmente divergentes: él se quedó en España mientras Rivas se marchó a México tras cumplir su condena. Ambos afrontaron de manera distinta su cautiverio. Uno se acogió a la redención de penas y organizó un taller de teatro con presos, mientras el otro se negó a participar en él, recriminándole el placer que daba a las autoridades franquistas que representaran obras para ellos. Rivas Cherif dijo años más tarde que mediante esa tarea recuperaba algo de la humanidad que había perdido y Buero Vallejo siguió escribiendo e insistiendo en que esa condición se la habían arrebatado para siempre.
Una realidad muy palpable en una gran parte de la población, que se encontraba así por su conducta política, pero también por ser considerados “indeseables” morales y antisociales, como para seguir juzgándola hoy. Un mundo de encerrados en su propia casa, de apartados y de seres condenados a una diáspora permanente. Una ventana al hambre, la desolación y la muerte, al estraperlo, la corrupción y los sobornos para una sociedad donde igualmente crecían la mortalidad, el suicidio o el aborto, silenciados por los generosos indultos y el perdón de los pecados. El franquismo ostentó el monopolio de la violencia de distintas maneras a lo largo de cuatro décadas. Este pasaba por los medios tradicionales de orden público de los poderes locales que emitían los informes y los certificados de conducta. En definitiva, respondían sobre sus vecinos y sus familias, lo que permitió reproducir y extender a las zonas más recónditas las políticas depuradoras dictadas desde arriba, pero también facilitaron una ocasión excepcional para la venganza y el ajuste de cuentas desde abajo. Esa fue una de sus consecuencias más palpables: la de la criminalización.
Ahí es donde hay que entrever el papel del miedo en el desplazamiento de los viejos antagonismos y en la lenta maceración de otros nuevos. La dimensión de las medidas de represión civil, la depuración laboral, los embargos y la suspensión de cualquier bien con el que pudieran contar los depurados, son solo muestras de las dificultades de todo tipo por las que tuvieron que pasar aquellos hombres y mujeres acusados de una peligrosidad social que les hacía asimilables a lo peor de la sociedad. Por eso hubo quien se aprovechó económicamente de ellos, volviendo a las fórmulas de manutención como pago por el trabajo, por lo que durante años fueron reconocidos como “grandes patrocinadores”, particulares y grandes empresas que crecieron con esta mano de obra abundante y barata. Algo considerado normal, no hay que olvidarlo, por gran parte de la población que había vivido la guerra. El consenso en torno a Franco fue asegurado por la utilización del recuerdo y el miedo a otra guerra, representado a la perfección por un monumento como el Valle de los Caídos. Para eso fue pensado, diseñado por el Servicio de Propaganda y aprobado por el propio Franco antes incluso de que aquella concluyera.
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Gutmaro Gómez Bravo es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense.
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