Tribuna
Que cien años dure
Disfruto al abrir un periódico al azar, ya centenario, y corroborar que la historia se repite en el eterno retorno de una rueda de hámster. Todo es lo mismo pero todo es diferente
Jonathan Martínez 7/09/2019
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Me gustan las hemerotecas. Me fascina el olor de los periódicos antiguos, el tacto quebradizo del papel y su color mustio y amarillo. Abrir las páginas de un viejo diario es como abrir las puertas de una dimensión paralela, un túnel del tiempo que nos engulle y nos intoxica de nostalgia y de sorpresa. Nos demoramos en la textura de las fotografías. Admiramos la cabecera barroca y suntuosa de un rotativo que tal vez ya no existe. Recorremos titulares de otros lugares y otros tiempos con la disposición aventurera de un navegante que desliza un dedo sobre el mapa.
Pero en la exploración periodística del pasado no todo es papel y tinta y cajones archivadores. En el imperio del smartphone y del píxel, cada vez más instituciones entregan sus fondos virtuales a la red. Las hemerotecas digitales han abierto un panorama infinito de posibilidades. En apenas un clic, es posible descubrir una gacetilla decimonónica alemana o un panfleto mexicano de la guerra cristera o la portada de alguno de los noticieros de Joseph Pulitzer. Los románticos adictos al polvo y a los estornudos tal vez no aprueben semejante prótesis tecnológica, pero los yonquis de la inmediatez y el bufet libre estamos muy agradecidos.
El periodismo de desmentidos ha proporcionado a la hemeroteca una mala fama de vecina impertinente, chivata y rencorosa. Muchas veces buceamos entre papeles descoloridos hasta que damos con un viejo titular que desdice al alcalde Tal o al ministro Cual y se lo arrojamos a la cara con el propósito de sacarle los colores. Los recortes de prensa son el testimonio incómodo de aquello que alguna vez dijimos y ya no nos atrevemos a sostener. El pepito grillo de las promesas electorales incumplidas. La caja negra de quienes gobiernan a golpe de embustes y medias verdades.
Lo cierto es que la hemeroteca proporciona otros placeres más gratificantes. A veces, en las páginas más perdidas del periódico más remoto, nos deslumbra una noticia divertida o exótica o aberrante. Y ese hallazgo menor hace que la indagación haya valido la pena. No hay nada más estimulante que abandonarse a la deriva. A menudo recupero algún diario aleatorio de una fecha elegida al azar y entre las miserias rutinarias de otra gente y de otros tiempos aparece algún pequeño tesoro que justifica esa pequeña labor de arqueología.
Me entrego a la buena ventura y consulto, por ejemplo, un viejo periódico de un día como hoy de hace cien años. Que sea una cifra redonda. Pongamos que abro El Sol, una publicación liberal que nació en Madrid en 1917 y que desapareció apenas cinco días antes del fin de la guerra civil española. Sus talleres terminaron en manos falangistas y sirvieron de suministro para el diario Arriba hasta 1979. El 7 de septiembre de 1919, El Sol trae a su portada un menú variopinto de titulares. “Inglaterra en crisis”. “La cuestión de Siria”. “El Ayuntamiento no paga a nadie, pero subvenciona a la Empresa taurina”. Parece escrito ayer.
Entre el popurrí mediático, destacan algunos sucesos. El Sol constata “el misterio en derredor del crimen” de Bravo Portillo. ¿Quién es Bravo Portillo? Un pionero de la guerra sucia. Un policía afincado en Barcelona que obró como espía a sueldo del imperio alemán durante la Primera Guerra Mundial. En 1918, la CNT había revelado su contribución al espionaje extranjero y el policía terminó con sus huesos en la cárcel. Pero no tardó en quedar libre. Ya en la calle, Bravo Portillo movilizó la Banda Negra, una hermandad patronal de sicarios cuyo cometido era terminar a balazos con las sublevaciones obreras. En julio secuestraron al cenetista Pau Sabater y lo fusilaron en un descampado. Después tirotearon al dirigente sindical José Castillo en Sants. Los nombres de otros líderes obreros aguardaban su turno en una lista negra. Pero el 5 de septiembre, un grupo de anarcosindicalistas dio matarile a Bravo Portillo en plena calle.
“El verdugo, ejecutado”, titula el diario El Socialista en su edición del 6 de septiembre. “Los trabajadores enseñan a sus hijos a pronunciar con odio el nombre de aquel canalla. Ha caído, al fin. Es un hecho y es una advertencia”. El Socialista es el órgano del PSOE. Por entonces, la Conjunción Republicano-Socialista acaparaba 15 de los 409 diputados en Cortes. Elegidos, claro está, por estricto sufragio masculino. En la primera plana del 7 de septiembre de 1919, El Socialista celebra el éxito de una manifestación de trabajadores en la plaza Neptuno de Madrid. Los manifestantes “interpretan el sentir de su clase y de la mayoría de ciudadanos, los que no se enriquecen a costa del hambre nacional”. También en portada, los socialistas cubren un mitin ferroviario y llaman a la huelga general.
A todo esto, ¿qué opina El Imparcial? Su páginas fueron fundadas en 1867 por Eduardo Gasset, ministro liberal de Ultramar en 1872 y abuelo del filósofo José Ortega y Gasset. Dice El Imparcial que “el sindicalismo sigue imponiéndose por el terror”. La portada es alarmante y denuncia los alzamientos agrarios en Andalucía: “Hay que poner freno al salvajismo”. Allá por febrero, los jornaleros se habían manifestado en Córdoba al grito de “¡Viva Andalucía libre!” y “Mueran lo caciques!”. En mayo se declaraba el estado de guerra en la provincia. A lo largo del verano, las luchas campesinas habían desatado una ola de incendios en el agro andaluz y El Imparcial lo reprueba: “En la lucha entablada por los obreros para la mejora de sus medios de vida, no puede admitirse el empleo de la destrucción como agente coactivo”.
Vamos a ver qué nos cuenta el diario conservador La Acción. 7 de septiembre de 1919, portada: “Los crímenes del sindicalismo y la política socialista”. El periódico maurista repudia el asesinato de un guardia civil a manos de un sindicalista y denuncia que los militantes socialistas no condenan la violencia obrera. “El proletariado debe protestar”, titula el rotativo. El resto de las páginas son un derroche de disputas laborales, huelgas y riñas varias. Unos panaderos en huelga asaltan un camión de pan. Los sindicatos ferroviarios de Zaragoza se organizan en pie de guerra. El alcalde de Almería dona 100 pesetas a los huelguistas agrícolas.
Es el llamado Trienio Bolchevique, ese periodo de agitación popular que transcurre entre 1918 y 1920 y que se contagia del fervor rebelde de la Revolución de Octubre de 1917. La Restauración borbónica se tambalea. Crisis de régimen. En enero de 1919, Blas Infante firma el Manifiesto andalucista de Córdoba y reivindica la nacionalidad histórica andaluza. La mayoría parlamentaria catalana lleva a las Cortes su proyecto de Estatuto de Autonomía y el presidente del gobierno aborta la posibilidad de celebrar un referéndum. En febrero estalla la huelga de La Canadiense y el poderío sindical de la CNT paraliza Barcelona durante 44 días. Las fuerzas públicas tratan de calmar la excitación obrera y el conde Romanones se resigna a firmar en abril la implantación de la jornada de ocho horas. Las huelgas no sirven para nada.
Me gustan las hemerotecas, también las digitales. Creo que colman los sueños enciclopédicos más optimistas de los ilustrados franceses. Si existe un libro de arena, como el que imaginó Jorge Luis Borges, debe de ser a la fuerza una hemeroteca digital, un volumen que no se sabe dónde empieza ni dónde acaba y que se escapa entre los dedos. Me gustan las hemerotecas porque explican quiénes fuimos y quiénes somos. Y quiénes hemos dejado de ser. Disfruto al abrir un periódico al azar, ya centenario, y corroborar que la historia se repite en el eterno retorno de una rueda de hámster. Todo es lo mismo pero todo es diferente. Porque todo termina y no hay ni bien ni mal que cien años dure.
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