
Boris Johnson.
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El otoño ya está aquí. A principios de verano, un colega de departamento me decía que “lo único seguro en la política británica ahora mismo es que no hay que hacer predicciones”. Y así estamos. Boris Johnson, de primer ministro. El Parlamento, a punto de ser suspendido y en plena rebelión: los tories han perdido su exigua mayoría absoluta tras la deserción de uno de sus diputados que, en mitad de un tumultuoso pleno, se ha pasado a los liberales demócratas, y, sobre todo, se ha puesto en marcha una alianza rebelde entre los partidos de la oposición y 21 diputados conservadores para la tramitación de la ley que pretende evitar un brexit duro. La reacción del ocupante del 10 de Downing Street ha sido anunciar que convocará elecciones el 14 de octubre. Su objetivo es desactivar la ley, purgar a los desafectos y obtener una mayoría holgada que le de libertad absoluta. Pero la intención de Johnson no basta: es el parlamento, con dos tercios de los votos, quien tiene la facultad de llamar a elecciones anticipadas. La alternativa es presentar una moción de confianza y perderla a propósito, aunque eso implicaría dimitir.
En Reino Unido, paradójicamente, todo parece posible y, también, lo contrario.
Boris. Johnson estaba pasando un verano de jijis y jajas, alternando con los líderes mundiales y escribiendo cartas a Juncker de esas que te hacen quedar muy bien en casa pero producen carcajadas fuera, hasta que la semana pasada dio un paso impensable: suspender las sesiones de las Cámara de los Comunes durante cinco semanas, a solo dos meses de que finalice el plazo para que el Reino Unido salga de la UE. Para unos, la jugada ha sido un golpe maestro, un jaque mate con el que Johnson se ha quitado a sus oponentes de enmedio. Para otros, es una muestra de debilidad: para que el brexit se consume, el primer ministro ha tenido que recurrir a una maniobra filibustera y autoritaria con muy pocos precedentes. En una de ellas, Inglaterra se sumió en la guerra civil y un rey perdió la cabeza.
El abismo. La intención de Johnson parece evidente. Impedir que el Parlamento interfiera en sus planes. Pero ¿qué planes son esos? Limitar las sesiones del Parlamento a la primera semana de septiembre y las dos últimas de octubre es una forma de llevar al país directo al abismo de un brexit sin acuerdo. Con la legislación actual, basta con dejar que el tiempo transcurra hasta la medianoche del 31 de octubre. Pero es improbable que esa sea su intención. Johnson y su gabinete conocen perfectamente las consecuencias de un brexit duro. No solo el desabastecimiento y las revueltas que predicen el aterrador informe oficial que se filtró hace unas semanas, sino a que el 1 de noviembre seguiría existiendo la necesidad de negociar absolutamente todo con la UE. Con una UE cabreada, además. Y con los ciudadanos convertidos de repente en extras de una película de Mad Max. Es posible que algunos ministros de Johnson fantaseen con ese escenario porque esperan salir ganando del desastre, siempre hay alguien que sale ganando de los desastres. Pero Johnson no ha llegado al 10 de Downing Street para pasar allí solo unos meses. Johnson quiere quedarse.
El juego del pollo. Las bazas del primer ministro son las mismas que las que tenía Theresa May: malas. Su mejor jugada consiste en amenazar con sumir a su país en el caos para dañar a la Unión Europea. No debe ser fácil convencer a tu oponente de que vas a hacer algo así. Por eso, su plan es hacer parecer que esa jugada es inevitable, irreversible. Como en el chicken game de Rebelde sin causa, el plan es convencer a tu rival de que no vas a saltar del coche antes que lo haga él. Suspender el Parlamento es una estrategia destinada a suprimir cualquier resistencia interna, a callar esa vocecita que le decía a James Dean “¡Tírate! ¡tírate!”. Es decir, es una estrategia de negociación.
La suspensión del Parlamento termina el 14 de octubre. Johnson ha dejado a propósito dos semanas antes de que termine el plazo para negociar un nuevo acuerdo. Que el discurso de la reina, inaugurando el curso parlamentario, tenga lugar tres días antes de la cumbre europea tampoco es casual. La idea de Johnson era que, con tan poco tiempo y un Parlamento incapaz de contestar al Gobierno, la UE cedería y aceptaría un acuerdo para eliminar la salvaguarda de Irlanda a cambio de evitar un brexit duro.
Ante los escenarios posibles, que la Alianza Rebelde triunfe o los tribunales dictaminen que la suspensión del parlamento es ilegal, o que Reino Unido acabe yendo a un brexit duro, la solución de Johnson siempre ha estado clara: elecciones. El tufo electoralista del incremento en el gasto sanitario y el recorte de impuestos anunciados por el Gobierno británico la semana pasada dejan claro que el primer ministro sabe que convocará a los británicos a las urnas.
“El Pueblo contra el Parlamento”. Serían elecciones plebiscitarias, en las que el Parlamento sería presentado como el villano que impidió que el Gobierno cumpliera el mandato democrático del pueblo. La ironía es que Johnson representará al pueblo. Al contrario que David Cameron o Theresa May, el actual primer ministro es carismático y divertido. También es racista, deshonesto y mendaz. Pero es algo más que un Trump con vocabulario. Su imagen desaliñada y bufonesca es el resultado de un calculado esfuerzo. Johnson sabe muy bien que su elitista trayectoria vital es un lastre en tiempos en los que los cambios sociales y económicos han hecho que la ciudadanía demande representación. Johnson lleva años deconstruyendo su propio relato, proyectándose como alguien campechano y torpe, propenso a la improvisación genial y al riesgo, alguien muy diferente a los primeros ministros competentes, y estirados que le precedieron y con los que, sin embargo comparte un origen privilegiado.
Volver a tener el control. Como en otros tantos sitios, en el Reino Unido se libra una lucha por la resignificación de la palabra “democracia”. Para el 30% de la población, eso supone cumplir con el mandato del referéndum de 2016, aunque sea con un brexit duro –que no se contemplaba ni en los manifiestos más radicales de quienes defendían salir de la UE–, y aunque implique medidas autoritarias como acallar al Parlamento o amenazar a diputados. Reino Unido se está acercando a la Hungría de Orban o la Turquía de Erdogan. Todo para cumplir el sueño atlantista de una élite que busca que el país se convierta en un paraíso de desregulación total y bienestar privado. Lo contrario de lo que debería ser la democracia.
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Autor >
Santiago Sánchez-Pagés
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