ANÁLISIS
‘Brexit’: manual atemporal de manipulación
La película de HBO muestra cómo hacer virar la atmósfera política de un territorio; sobre todo, mediante un enemigo al que culpar de todos los males que asuelan las cosechas
Miguel Ángel Ortega Lucas 29/05/2019
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Era frecuente, entre algunos políticamente enterados de las generaciones crecidas con el nuevo milenio, cierta arriesgada letanía según la cual “antes” era más sencillo el posicionamiento social, político, porque estaba claro dónde se ubicaba “el enemigo”. Una suerte de actualización del contra Franco vivíamos mejor. Antes, decían algunos, era todo “más fácil”, porque había un evidente régimen asesino al que derrocar; la hoja de ruta hacia la democracia era el camino, la verdad y la vida. “Ahora” –aquel ahora que es siempre todavía– era todo más escurridizo: el enemigo estaba en todas partes y en ninguna. Los profetas neocon anunciaban su propia letanía del fin de la historia, pero resultaba que la historia seguía a lo suyo, como siempre, y para algunos seguía siendo, como siempre, una puta mierda.
La Unión Europea iba a ser también el fin de la historia de la barbarie. La macro-ágora del diálogo, la tolerancia, los derechos humanos y los ríos de leche y miel. A la mayoría de la ciudadanía aquello le ha quedado igual de lejos que la Roma imperial, pastoreada en dirección de la indiferencia más absoluta por una pedagogía inexistente sobre el tema y unos medios de comunicación (españoles, pero no sólo) que prefieren babear con el micro detrás del subsecretario tercero de Falange Auténtica antes que intentar informarse e informar sobre qué hay tras aquel mastodonte burocrático de Bruselas, de donde resulta que emanan un montón de leyes que luego nos rigen aquí y ahora.
En Bruselas, por otra parte, tampoco fueron nunca Almodóvar haciéndose autobombo. La Comisión Europea –el ejecutivo de todo esto– convoca a diario un briefing de prensa con unas prestaciones insólitas para lo que estamos acostumbrados, en los cuales siempre hay presente al menos un miembro experto de cada rama capaz de responder con solidez (y las evasivas justas) a los periodistas sobre las materias que contemple la agenda del día. Pero ese rumor se diluye y apaga en la nube eterna –la del Show de Truman, que parece seguirte exclusivamente a ti– que rige esa ciudad la mayor parte de los meses activos, hasta llegar en forma de llovizna y hombres de traje gris al telediario. También a los informativos de la BBC.
No es difícil entonces intuir cuál sería la atmósfera que imperase en Gran Bretaña en los últimos años: el hartazgo, la descomposición de todo un sistema de vida y el vacío en el horizonte sí que están absolutamente globalizados. Pero sucede algo más. Al contrario de lo que suele pensarse, no es que los ingleses (igual que los españoles, así en bruto, porque se trata de millones de individuos, cada cual de su padre y de su madre) sean una tribu genéticamente constituida para mirar por encima del hombro a todo aquello que quede más allá de su propia bruma. Si parecen ir más “a lo suyo” (pero ¿más que cualquier aldea de aquí...?), es probable que no sea por desprecio a lo foráneo, sino sobre todo por desprecio y desconfianza seculares hacia cualquier poder que les quiera gobernar la vida más allá de lo estrictamente necesario. [Lean, si tienen a bien, al inmenso Gilbert Chesterton, inteligencia estruendosa que penetró como nadie en el alma de ese pueblo.] Que por eso, participando de uno de los sistemas parlamentarios más antiguos del mundo, no tienen una Constitución tal y como la entendemos aquí, sino un conjunto de leyes mucho más permeable y fluido (a priori), basado más en la jurisprudencia y la sanción de la costumbre que en Tablas de la Ley blindadas bajo el Ego Sum Qui Sum de los Padres Fundadores.
Por eso, lo que la película Brexit: the uncivil war, estrenada estos meses en HBO, disecciona y pone en claro no es sólo algo a tener en cuenta para explicar lo que sucedió en Gran Bretaña hace ahora tres años, sino también lo que viene sucediendo aquí y más allá; y la que está por caer. Interpretada –a su manera exquisita y salvaje, como siempre– por Benedict Cumberbatch, y escrita por James Graham, podemos ver en crudo la médula de Lo Que Pasa.
Y lo que pasa tampoco es nuevo: que la política, a pequeña o gran escala, suele ser la guerra por otros medios, y uno de los medios más eficaces para hacer prender el terror o la euforia en las masas según venga bien a una élite parásita cuyos objetivos primordiales pasan casi en exclusiva por su propio interés y bolsillo; que para hacer virar la presión atmosférica de un territorio en una dirección concreta suele bastar una maquinaria bien engrasada de manipulación y, sobre todo, un enemigo al que culpar de todos los males que asuelan las cosechas (así, “los españoles”, “los catalanes”, o “la Unión Europea”); que, mal que nos pese, los de ahí arriba pueden hacernos creer, a los de aquí abajo, casi lo que ellos quieran.
Nunca es nada tan sencillo, pero parece poder conseguirse, según la cinta, contando con algún millonario dispuesto a financiar la jugada, con un puñado de políticos dispuestos a vomitar la misma consigna una y otra vez, como aspersores, y sobre todo con algunas mentes en la sombra que sepan que la humanidad es igual en todas partes y se ha regido siempre por las mismas pasiones. Principalmente, el miedo; maravilloso caldo de cultivo para apelar a la nostalgia, a una mitológica Arcadia feliz que nunca existió, pero que persiste en la psique colectiva como un imán, anhelando el regreso del paraíso perdido.
El regreso. Dominic Cummings fue el encargado de liderar la macro operación en la sombra para conseguir que una mayoría de los británicos decantase la balanza a favor de salir de la Unión Europea. No sabemos si el Cummings de carne y hueso es tan brillante como el Cummings de la pantalla, pero será parecido. En la película, al menos, es lector de Tucídides y Dostoievski, y se sabe de memoria El arte de la guerra, de Sun Tzu; va, por tanto, algunos años luz por delante de los políticos tories que apelaron durante décadas por la salida de Europa, o viviendo de ese cuento. Cummings da a priori con un eslogan que resume el espíritu a transmitir: Tomemos el control. Su equipo le aplaude, pero algo no termina de cuadrarle. Entonces, una noche, leyendo un librillo sobre paternidad incipiente, ve la luz: la cosa no es tomar el control, sino recuperar el control. Que Gran Bretaña vuelva a ser dueña de sí misma, porque la UE le arrebató esa soberanía: esa arcadia, ese paraíso en que corrían ríos de leche y miel para todos.
Let’s take back control. Esa consigna, sumada a la presunta avalancha de turcos invasores si la UE les hiciera hueco como Estado miembro, y a los presuntos 350 millones de libras semanales (sic) que Gran Bretaña estaría regalando por el ala a toda Europa (dos gigantescas mentiras que acaban calando en la atmósfera) lo hicieron posible. Junto con una variable nueva y decisiva: ciertas innovaciones informáticas, de legalidad dudosa, por las cuales consiguieron llegar a cerca de tres millones de ciudadanos británicos con derecho a voto a los que la política tradicional no había siquiera contemplado, vía Facebook y similares (la terrorífica serie Black mirror, por cierto, también es de factura británica).
Había otra frase legendaria por estos pagos, de los tiempos de la lucha antifranquista: “Ya no sé si somos de los nuestros”. Una de las grandes victorias del sistema global en las últimas décadas ha sido conseguir esa entidad fantasmagórica por la cual todos vivimos con la certidumbre abstracta, pero incontestable, de la amenaza continua, del miedo cerval, pero sin saber ya, siquiera, si los nuestros son los nuestros, ni qué carajo significa tal cosa. El mejor caldo de cultivo para que cualquier bocazas, con dinero o sin dinero (llámenlo populismo, llámenlo manipulación del rebaño desde las cavernas), nos lleve tranquilamente al abismo, bajo amenaza de ataque de la tribu de enfrente. Con todos los borreguitos, bé-bé, saltando con pancartas y alegría por el camino.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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