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Recientemente se ha publicado el último libro de Alberto Santamaría, Alta cultura descafeinada. Situacionismo “low cost” y otras escenas del arte en el cambio de siglo (Siglo XXI, 2019), un ensayo que interroga la despolitización del campo artístico a lo largo de las últimas décadas, prestando una atención especial al “espíritu del tiempo” de los años 90 y 2000, y a sus consecuencias. Santamaría (Torrelavega, 1976), poeta, filósofo y profesor en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca, aborda el pasado reciente sin dejar de tener presente la crisis sistémica y sus efectos sobre la cultura: la retórica de la originalidad y la creatividad; la apropiación de lo social; la imagen consensual del artista como emprendedor y la progresiva desactivación de la vanguardia por el activismo cultural neoliberal. Un libro escrito, en parte, contra otros libros (los de Nicolas Bourriaud), fundamentado en un cierto pesimismo de la razón que acaba por reivindicar la pulsión utópica de las vanguardias, su significado originario como prácticas de transformación radical. Atravesado por la tensión arte/vida cotidiana –en donde se dice arte, se dice cultura–, especula sobre la sostenibilidad de la producción paralela, ese conjunto de actividades que permitan construir una plataforma de acción-emancipación que se retroalimente de forma virtuosa. Después del encuentro con Alberto Santamaría en la librería La Otra (Valladolid), la presentación a cargo de quien esto escribe.
La alta cultura descafeinada se presenta como una entidad totalizante, que subsume y disuelve la vieja dialéctica entre alta y baja cultura. Del movimiento que la caracteriza, hacia abajo y hacia arriba al mismo tiempo, ¿pueden extraerse o recuperarse ciertas lecciones, estrategias de intervención?
Con la expresión alta cultura descafeinada lo que pretendo es ofrecer una forma dentro de la cual situar el proceso altamente complicado, hasta rocambolesco, consistente en la desactivación de todo conflicto cultural bajo la aparente –y paradójica– manera de extremar ese conflicto. Es decir, desactivar la fuerza política de un conflicto cultural llevándolo al extremo, expandiéndolo, pero vaciándolo de gesto político más allá de lo institucional. Digamos que es la actualización del conflicto entre cultura y poder. Es una táctica común a todo el proceso de transformación cultural vinculado al capitalismo en su fase neoliberal, lo que en un libro anterior llamé activismo cultural neoliberal. Pero lo curioso es el que el conflicto sigue estando ahí, y el elemento radical se mantiene. Llevándolo al terreno personal, me permito poner un ejemplo. Recientemente me ocurrió que una entrevista que iba a salir en un medio nacional quedó sin publicar simplemente por el hecho de apuntar en ella que el Banco Santander, la Fundación Botín y otras han vaciado por completo de sentido crítico, transformador, todo elemento cultural, creativo, afectivo. Usan el arte con la finalidad de reforzar su discurso reaccionario disfrazado de bondad creativa. Algo así de simple y fácil de comprobar provoca que una entrevista no se publique en la sección de Cultura de un diario nacional con “supuestos tintes progresistas”. Esa es la relación entre cultura y poder. Desde su perspectiva la cultura ha de ser un espacio de consenso, no de conflicto. En la cultura, parece apuntarse, no puede haber ortigas, aunque sin ortigas no hay paisaje, y necesitamos paisaje, y necesitamos ampliar ese paisaje. Son necesarias estrategias de intervención que fuercen a estos modelos neoliberales de cultura a mostrarse como sujetos huecos. Ahora bien, el debate cultural no puede reducirse a un debate sobre la censura, no puede diluirse exclusivamente en eso, por ejemplo, o al escándalo de turno o al estatuto del artista, en todo ello hay un empaquetamiento radical de fenómenos que son efecto de una causa más profunda: la cultura, desde esta perspectiva, es algo que simplemente se consume. Reducirlo a eso, a un espacio de consumo, provocará que quien tenga las riendas del eje producción-consumo se lleve el peso de ese vacío –simbólicamente importante– que llamamos cultura. De otra parte, lo que sí se nos olvida, o eso parece, es que la cultura, al mismo tiempo, no deja de ser una compleja red material de afectos, espacios, tiempos que estructuran y predisponen nuestras formas de actuar, de decir, de sentir. Y de esto se ocupa ampliamente el capitalismo afectivo que nos define. Esos dos niveles o estas dos estrategias describen o dibujan radicalmente lugares desde los cuales actuar, uno más reducido y otro más amplio. No obstante, siempre tengo en mente aquello que decía Stuart Hall: la cultura es un aspecto central de la lucha política, pero de por sí la dimensión cultural no basta para comprender el conjunto de la coyuntura política en que vivimos. En general todo esto va de eso: de visibilizar las relaciones entre cultura y poder.
Abordas “las derivas y mutaciones de cierto arte aparentemente crítico pero esencialmente consensual que se desarrolla en el cambio de siglo”. Es decir, interpretas de forma idiosincrática la progresiva neutralización de las vanguardias culturales y artísticas.
Lo que trato de analizar son rasgos de algunas formas de adaptación. El Young British Art es un ejemplo, pero quizá el modelo de la estética relacional sea el más representativo. La estética relacional puede leerse como la necesidad de reactivar un mercado a través de la reactivación social de museos y galerías. Forma parte de lo que se ha dado en llamar “giro social del arte” que se desarrolla en los años noventa. Se trata de reactivar socialmente la institución (a través de actividades sociales y educativas desconflictualizadas, pero rellenas de pulso creativo-“revolucionario”) a cambio de sofocar y eliminar toda forma realmente disensual. Martha Rosler lo sintetizaba más o menos así: las obras comprometidas con los asuntos del mundo real, o que exhiben otras formas críticas respecto a lo social, pueden ofrecer una cierta satisfacción y halagar al espectador, siempre que no involucren demasiado claramente su posición de clase. El capitalismo afectivo funciona en este horizonte. El capitalismo tiene esa “mágica” capacidad de producir deseos y necesidades que sólo él puede llegar a satisfacer. Hayek llamó a todo esto la táctica de la comadreja, tomando esta idea de unos versos de Shakespeare donde dice: “De cualquier canción puedo extraer la melancolía, al igual que la comadreja sorbe el contenido del huevo”. Según Hayek se recurre a una palabra, comadreja, cuando se quiere seguir haciendo uso de vocablos de los que no es posible prescindir y, al mismo tiempo, evitar las implicaciones de las propias premisas ideológicas. Hacer la comadreja es una de esas luchas culturales que nos atraviesan, pero que han herido brutalmente al campo artístico.
una entrevista que iba a salir en un medio nacional quedó sin publicar simplemente por el hecho de apuntar en ella que el Banco Santander, la Fundación Botín y otras han vaciado por completo de sentido crítico, transformador, todo elemento cultural
Subrayas el componente narrativo, ficcional, incluso delirante, como una herramienta superadora de la impotencia crítica, aunque termine por desactivar esta última. A lo largo del libro ensayas una apertura, tanto en términos teóricos como prácticos, capaz de convivir con la consabida imposibilidad para establecer distancias críticas, que decía Benjamin.
No he pretendido ofrecer una lectura dogmática ni excesivamente académica. Tampoco sistemática. Creo que es esencial comprender el acto mismo de escribir como el camino desde el cual poder hacer visibles pequeñas disonancias críticas. Es decir, la crítica cultural no es un mapa con una ruta definida, al contrario, se trataría de hacer boquetes en la célula de lo establecido y generar ahí dentro disonancias. Quizá suene excesivo o grandilocuente, pero la crítica no es simplemente ver los fenómenos desde una distancia prefijada y notificarlos. La escritura crítica, el mismo proceso de escribir, te hace moverte de tu lugar. Dicho esto, me interesa mucho el estilo literario de la crítica. Por ejemplo, para mí la poesía es una herramienta más en la escritura crítica, lo cual no quiere decir que la crítica deba perderse en “giros poéticos” o “purple prose”, sino que la crítica puede aprender de la poesía el hecho de que detrás de las palabras hay también enormes descubrimientos que surgen en el proceso mismo de la escritura. A veces se nos olvida, pero la metáfora es un descubrimiento que no está muy lejos en importancia de la invención de la rueda.
La genealogía que trazas sobre el estatuto de la propiedad en la producción artística discurre desde el concepto moderno de originalidad, pasando por el ready-made duchampiano, el apropiacionismo situacionista, hasta la postproducción representada por la figura del dj contemporáneo. Técnicas como la copia, el remake o el sampling dejarían de lado su posicionamiento contrario a la noción de autoría para reinstaurar, paradójicamente, un nuevo aura de originalidad.
Este hilo atraviesa el texto. Un hilo cuyo nervio es ese: el proceso por el cual ese elemento aurático, incluso vinculado a cierta imagen trasnochada de genialidad, retorna en un discurso que al mismo tiempo tiende a cuestionar todo eso. Es por este motivo que trato de ofrecer esa genealogía. Lo que se observa en el campo artístico, por parte de sus actores, es una radical y ansiosa necesidad de que el mercado legitime cada acción al mismo tiempo que ese mercado –nunca homogéneo ni transparente cuando hablamos de arte– juega un papel extraño en todo esto, ausente en la mayor parte de las ocasiones. El artista queda atrapado en un double-bind de manual. En el desarrollo de este tema trato de apuntar espacios en los cuales la copia o la apropiación jugaban un papel diferente, incluso disensual y crítico, y cómo todo ello ha terminado por ser subsumido y diluido como una masa viscosa. Tampoco quiero que esto se entienda como “hubo unos viejos tiempos en los que las cosas se hacían bien y ahora sois unos vendidos”. No es exactamente eso, sino el estudio de una evolución cultural en la que progresivamente los “modelos críticos” han acabado reproduciendo las estructuras del propio mercado en la medida en que ese mercado nunca es el mismo. Sucede que muchas veces las obras de arte socialmente orientado lo que llevan a cabo es una reproducción de las políticas de inclusión típicas del neoliberalismo donde la idea de comunidad desaparece surgiendo en su lugar la figura del sujeto consumidor autoadministrado, la empresa-de-sí.
cuanto más conservadora es la ciudad, mayor es la puesta en escena de artistas como decoradores de exteriores
La retórica de la originalidad-novedad, siempre valorada en términos de mercado, pasaría ahora, según tu tesis, por una apropiación del uso, ya no tanto de las formas sino de las prácticas sociales por parte de la institución Arte, con un destino final lúdico-festivo, despolitizado y no conflictual. ¿Se fetichiza ahora la experiencia, el evento y sus efectos? ¿Es posible operar desde estos medios sin estetizarlos ni domesticarlos?
La fetichización de la experimentación, es decir, el hecho de convertir lo llamado “experimental” en un fin en sí mismo termina por provocar un tipo de práctica efectista fatalmente consoladora y huera. Experimentar ahora puede significar cualquier cosa, pero siempre ligado a lo institucional y atravesado por el discurso o relato de esa institución. La experimentación se usa así, por ejemplo, para transformar al artista en un mero decorador de exteriores, que es lo que vemos en casi todas las ciudades. Curiosamente, cuanto más conservadora es la ciudad mayor es la puesta en escena de artistas como decoradores de exteriores. La cuestión es cómo pueden los artistas operar dentro de estos medios sin caer en eso mismo. Existen muchas estrategias de acción fuera de ese marco, el problema está en cómo esas prácticas exigen al artista situarse fuera del rango o en el límite del campo artístico.
Aunque te interesas principalmente por experiencias no institucionales, tu personal lectura de la crítica institucional –Asher y Haacke, por ejemplo– junto al hecho de que trabajes como profesor de Teoría del Arte en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca, me obliga a preguntarte por la potencia crítica de la institución, su transversalidad y capacidad de transferencia, su forma y organización. ¿Toda vanguardia institucional es un oxímoron? ¿Reconstruimos la institución o desertamos de ella? ¿Podemos permitirnos abandonar dispositivos de producción simbólica tan estratégicos?
Cuando hablamos de instituciones hablamos, entre otras cosas, de marcos generales, horizontes de significado desde los cuales se estabiliza una forma de narrar, y no se nos olvide que una narración institucional siempre tiene consecuencias –y causas– materiales. Creo que la crítica institucional sirvió de herramienta para hacer visibles posicionamientos de poder que usaban el arte como territorio discursivo. Si descendemos, en el caso de una facultad de Bellas Artes, donde ejerzo la docencia, esta no debería ser otra cosa que un gran espacio dedicado a dotar de herramientas, de armas incluso, a esos estudiantes. Desertar de lo institucional sería un grueso error, lo que necesitamos es forzar a que esas instituciones se sientan constantemente incómodas, heridas incluso. Por otro lado, estaría esa forma en la que se han vaciado por completo de sentido palabras como vanguardia. Hoy la Fundación Botín se ofrece como vanguardia institucional, pero posiblemente Santander sea la ciudad más triste culturalmente de España, es un enorme decorado cultural sin nada detrás. A eso vamos. Hacia eso van estas instituciones. Y posiblemente lo suyo sería que fuesen los propios artistas los que, en lugar de mirar para otro lado o arrodillarse a rogar, se enfrentasen críticamente a ello, porque tarde o temprano harán con todos ellos un bonito juego de taxidermia cultural. Para eso valen estas instituciones bancarias en lo relativo a la cultura.
seguimos atrapados en ese modelo de artista-genio que el neoliberalismo hizo retornar en los años ochenta
En este centenario de la fundación de la Bauhaus (1919), pensando más allá del mito y del posible paralelismo entre el contexto de la República de Weimar y la Europa contemporánea, resuena el lema de quien fue su penúltimo director, Hannes Meyer: “Artículos de consumo para el pueblo en lugar de artículos de lujo”. Idea-fuerza de un proyecto emancipador que ensayó la convivencia entre vanguardia e institución, arte y artesanías, alta cultura y pop. Aún de forma incierta y precaria, y a una escala mucho más pequeña de lo que suele creerse.
He ahí una formulación, un camino incluso. También 1919 es el año de El sinvergüenza del arte de Heartfield y Grosz, posiblemente uno de los mejores textos sobre arte y sociedad de ese momento. Un arte que atraviese lo cotidiano, que trate de reconquistar la vida cotidiana atrapada por los vínculos económicos del capital humano, va a necesitar siempre un fuerte juego de tensiones con respecto a las instituciones en la medida en que el primer paso es apuntar hacia las relaciones entre cultura y poder.
La responsabilidad sobre la accesibilidad y el reparto de lo sensible reside en cierta medida en las instituciones culturales y educativas, en un sentido amplio. ¿Qué papel ha de jugar la educación –las pedagogías críticas– en la apertura democrática y radical del campo cultural?
El territorio de la educación hoy es el territorio de la desigualdad. Y la desigualdad es el corazón desde el que laten las políticas neoliberales. El sistema educativo es el retrato de una sociedad que se ve necesitada de ese vínculo terrible de desigualdad económica. Recuerdo al respecto un estudio donde se indicaba que en España pertenecer a una familia ‘bien’ sigue siendo una tarjeta de visita para encontrar un buen empleo independientemente de la formación recibida. Entre dos personas con la misma formación, pero descendientes de familias distintas a nivel social, tendrá más posibilidades de encontrar un buen empleo aquella que pertenezca a una familia con posibles. Esto al mismo tiempo limita la realidad cultural de cada cual, el acceso a las sensibilidades del momento, al etiquetado social. Un planteamiento educativo que plantease un modelo de democracia diferente sería un punto necesario. La universidad, por ejemplo, es una institución atrapada por la red economicista, es imposible que la universidad tenga una implicación social, es decir autonomía real, cuando su nervio central es puramente el del rédito económico o el de la métrica de las políticas neoliberales. Pero la educación no es sólo lo que sucede en las aulas, reducirlo a eso es olvidar la tupida red de conexiones que hay detrás. La familia es otro centro capital. El capitalismo es incompatible en una ecuación en la que entren educación y familia. No se trata de conciliar –palabra horrible– sino de cortocircuitar las formas enfermizas que hacen de la familia un simple lugar de intercambio económico. La educación es la herramienta de la emancipación, pero no puede desligarse nunca de los procesos sociales de los que surge.
Cuando los grandes bancos, los que más desahucian, los más irresponsables y peligrosos, nos hablan de educación, y hacen vídeos (como el BBVA, el más ridículo de todos) sobre la necesidad de una educación revolucionaria lo que nos están diciendo simplemente es que cuando lo económico entra en crisis es clave mantener y reforzar lo educativo para seguir manteniendo la adhesión.
Se pueden hacer análisis económicos de problemas sociales, pero nunca se pueden hallar soluciones únicamente económicas a problemas sociales.
En continuidad con tu trabajo inmediatamente anterior, En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo (Akal, 2018), desarrollas una crítica muy fundada al artista emprendedor: el sujeto que ejerce como productor cultural y empresa-de-sí. Alguien que, sin embargo, intenta normalizar su trabajo para poder vivir del mismo en un campo, el cultural, atravesado por un profundo darwinismo social, extremadamente competitivo.
Esta cuestión es importante, sin duda. La adopción del modelo competitivo en el arte ha provocado que los artistas traten de ofrecer discursos disidentes pero dentro de un marco artístico que acepta esa disensión en la medida en que queda dibujada dentro del marco institucional y de mercado. En este sentido, al comienzo del libro pongo un ejemplo: la crónica de un congreso de coleccionistas y economistas del arte donde estos recurrieron en múltiples ocasiones a la metáfora darwinista: hay demasiados artistas, es cuestión de saber adaptarse. Sin embargo, el juego está en que al hablar del arte nadie sabe muy bien cómo hacer eso de adaptarse para sobrevivir, con lo que el modelo termina por ser el del emprendedor, es decir, el de la precarización.
Ante el artista radicante –que no radical– y cosmopolita que enuncia Nicolas Bourriaud, y su modelo de altermodernidad como síntesis superadora que aúna vanguardia y consenso, ¿cabe desplegar una práctica crítica, menor, concreta, arraigada y periférica?
El modelo de Bourriaud responde a un contexto determinado: el de un mercado y una institución, en el marco de la globalización, donde el mercado se expande y las instituciones buscan nuevos caminos, inversiones más complejas. Es ahí donde el modelo radicante de Bourriaud funciona. La idea es aparentar radicalidad, tomando elementos exóticos, distintos y distantes, apropiarse de las tradiciones periféricas para ofrecer todo ello como una mezcla heterogénea dentro de la institución. No había objetivo transformador, ni crítico. La institución arte –en su sentido amplio– se sentía y se siente cómoda en este modelo donde lo exótico pasa por innovador, donde lo periférico es desactivado y mostrado como pura piel sin profundidad. El artista es visto como un falso etnógrafo que nos trae elementos lejanos y como un dj nos los ofrece en el museo o en la galería. Pero ahí queda todo, es decir, en ese fetichismo de la experimentación. Quizá lo suyo es salirse de ese marco y forzar una búsqueda a otro nivel. Necesitamos hacer del arte una práctica crítica que atraviese los modelos marcados por la propia institución o que cuestione eso que Rancière llama el “reparto de lo sensible”. Que el artista abandone su servidumbre como decorador de exteriores y penetre en los espacios no transitados de nuestra vida social y de nuestras relaciones sociales-afectivas.
En Las reglas del arte (1997), Pierre Bourdieu establece una tensión histórica entre acumulación de capitales –económico, social, cultural– y vanguardias artísticas. ¿Es posible desarticular esa reproducción y estratificación de clase sin necesidad de exigir(nos) actitudes heroicas?
Nada de actitudes heroicas. No más héroes.
Hacer “cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos”, escribían Marx y Engels en La ideología alemana (1932). En esa tensión arte–trabajo, difícilmente disociable de la conexión arte–vida, ¿pueden seguir pensándose los afueras al precario pluriempleo multitarea propio del capitalismo tardío, inherente al campo artístico?
Creo que esto puede responderse con otra cita de Marx. Decía Marx que en la sociedad tal y como él la piensa, “no habrá pintores, sino, a lo sumo, hombres que, entre otras cosas, se ocupan también de pintar”.
Tras el retorno del situacionismo y la crítica que planteas a la asunción neoliberal de sus estrategias imaginativas, la pulsión utópica final del libro esboza una emancipación general en la que todos trabajamos en unas condiciones que nos permitan, también, producir cultura en nuestras vidas cotidianas. ¿Realizar y superar el arte al fin?
La cuestión está en que en este momento el arte sigue siendo un lugar central –y necesario– a la hora de producir y provocar imaginarios, la clave está en que esos imaginarios no sean deudores de sus propios miedos. Schiller lo explica mejor: los artistas son hijos de su tiempo, pero ay de ellos como se conviertan en sus discípulos. Y esto sigue siendo radicalmente cierto. Buscar formas de realizar el arte sigue siendo un camino abierto para la propia experiencia política, para la propia acción emancipatoria. Aceptando todas las vaguedades o flaquezas del situacionismo, considero que su crítica de la vida cotidiana y concepto de cultura continúan ofreciendo elementos de interés. La definición de cultura dice algo así: reflejo y prefiguración, en cada momento histórico, de las posibilidades de organización de la vida cotidiana; compuesto de la estética, los sentimientos y las costumbres mediante el que una colectividad reacciona ante la vida que le viene dada objetivamente por la economía. Producción de deseos y necesidades que el capitalismo no sea capaz de satisfacer, aunque harto compleja –y utópica– esa puede ser una de las claves a largo plazo.
Antes de terminar, y retomando el inicio de la entrevista, me gustaría plantearte un ejercicio de cultura–ficción y así aterrizar algunas impresiones: en este momento no puedo dejar de recordar a los personajes individuales y colectivos, a las comunidades de afecto, las formas de vida que construye Belén Gopegui en sus novelas. Podrían encarnar, tal vez, a las artistas, ingenieras y practicantes culturales del futuro…
Como profesor de Teoría del Arte en una facultad de Bellas Artes me sigue llamando poderosamente la atención la incapacidad de los estudiantes de percibir su trabajo como colectivo, como producción de esa comunidad de afectos. Culturalmente seguimos atrapados en ese modelo de artista-genio que el neoliberalismo hizo retornar en los años ochenta. El modelo de artista atormentado, solitario, rudo, que trata de ofrecerse como pura originalidad pero que realmente se prefiguran como el residuo de un proceso cultural en ruina. El arte y sus instituciones no dejan de ser un reflejo real y preciso de las ideas de la ideología dominante, ni más ni menos. El gran logro cultural del neoliberalismo está ahí, en haber logrado convertir sus ideas en creencias. El primer paso debería encaminarse, se me ocurre, a provocar la suficiente energía para provocar desafección. Igual necesitamos comunidades de desafectos para construir imaginarios desde el presente. En ningún caso creo que sea necesario ni positivo volver a un pasado mitificado, ni anclarnos en lo que fue, necesitamos prácticas que construyan desde lo que es, desde lo que hay. Necesitamos tomar el pasado, las tradiciones, para armarnos para el presente, no para revolcarnos exclusivamente en la nostalgia como felices chonucos en el lodo.
* Esta conversación está atravesada por otras muchas, pasadas y presentes, mantenidas con Marta Álvarez, Javier García y Esther Gatón.
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Andrés Carretero
Andrés Carretero (1986) es arquitecto y crítico. Su práctica abarca una concepción expandida de la arquitectura atravesada por el arte, la teoría y lo político. Co-fundador de MONTAJE – infraestructura cooperativa de producción arquitectónica y co-editor de Materiales concretos.
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