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Tengo una tía casi centenaria que a veces habla de un medio prometido suyo de hace siete décadas. El chico en cuestión era apuesto, tenía dinero y vestía bien, pero era el perro del hortelano y parece que el orgullo no le dejó nunca formalizar la relación. El soltero más codiciado de la Tarragona de los años cuarenta no quería convertirse en otro marido más. Aunque mi tía todavía lo recuerda de vez en cuando, tampoco parece haber lamentado que aquello no prosperara. Ella ha hecho su vida sin mirar atrás –mucha vida: con otras relaciones, viajes, y, sobre todo, ninguna intención de dejarse mandar–; él, en cambio se casó, y cuentan que no fue muy feliz, y que hacia el final de sus días aún llamaba a mi tía a veces para preguntarle qué hacía. “Era un creído”, me dijo una vez otra fuente de la familia, quien me exige para citarla un anonimato más estricto que un hacker de Wikileaks. 

Es sábado, llueve a cántaros, y mientras ordeno un poco esta casa azotada por el arranque de CTXT.cat –ni confirmo ni desmiento que haya cenado un sobre de queso rallado en algún punto de la última semana–, medito sobre las oportunidades que se pierden por culpa de los creídos. No tengo claro si mi tía hubiera sido más feliz de haberse casado con aquel pretendiente que tan pronto la quería como la ignoraba. Él, posiblemente sí. 

Hemos convertido la política, y quién sabe si la sociedad, que quizá no es exactamente lo mismo, en un festival del chulerío. El orgullo no nos deja admitir los errores ni las limitaciones, nos hace desear tener siempre toda la razón, no pactar, mantenernos a perpetuidad el más libre o el más guapo. Imagino el gabinete de guerra de los Sánchez y los Redondos como un trasunto de aquella famosa junta del Barça donde Joan Laporta soltó su mítico “que n’aprenguin”, iteración catalana del hispánico “sostenella y no enmendalla” y declaración de intenciones precursora de una larga serie de jugadas maestras fallidas. Un puro considerar las relaciones humanas como una partida, un juego de suma cero, sean las sentimentales o sean las que deben decidir la vida futura de una nación. Pero ser unilateral también tiene sus ventajas, porque nos otorga un (falso) control total sobre nuestro destino y nos descarga de responsabilidades. Si las cosas no nos salen como queremos, es porque alguien no se ha querido plegar a nuestros deseos. Así, no querer elegir es otra manera de obligar a elegir. Es hincharse de Sun Tzu y de Maquiavelo, justificar unos medios que no tienen fines reales, y retorcer las reglas para salirse con la tuya. Porque quieres convencerte de que solo vivirás mejor, pero al final sabes que necesitas alguien que te aguante la soberbia.