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Entonces aún teníamos animales. Gallinas, conejos. Nosotros sacábamos los huevos del gallinero. Debíamos de ser muy pequeños pues teníamos miedo de las gallinas, que nos perseguían. Era un miedo divertido o, al menos, provocaba la risa en los adultos. Las mujeres eran las encargadas de matar a los animales. Con movimientos precisos, milenarios, que conformaban una suerte de respeto. En el instante de morir los pequeños animales modulan una expresión de inteligencia en sus ojos, que nos impresionaba. Años después descubrí que los seres humanos, en el instante de su muerte, modulan en sus ojos la mirada inversa. Los hombres, a su vez, tenían otra función y otros animales. Cuando llovía, nos llevaban a cazar caracoles entre vías y fábricas que ya no existen, como ellos. Ellos aguantaban la cesta, y nosotros los cazábamos, como si fueran fieras. Los adultos reían. Días después empezaba el festival. Mamá lavaba los caracoles, y los dejaba en agua toda la tarde. A nosotros se nos encomendaba la labor de vigilar que no se escaparan. Creíamos que era algo serio e importante. De pie, sobre dos sillas, utilizábamos los dedos, aún torpes, para que los caracoles volvieran al recipiente. Luego mamá los cocinaba. Cuando la temperatura hacía que sus antenas subieran y bajaran, nos llamaba. Era fascinante verlo. El caracol es un alimento de personas felices. He cocinado caracoles miles de veces. Sencillamente por eso. El otro día los cociné para mi hijo. Pero en el momento en el que empezaba el juego de las antenas, vi algo que nunca había percibido, y que reclamó toda mi atención. Vi como los caracoles convulsionaban, más allá de sus antenas. Se movían lentamente, como lo hacen todo los caracoles, en lo que era una explosión de vida. Eran decenas de caracoles, por lo que de pronto vi, frente a mí, mucha vida, una cantidad impresionante de vida, un tesoro. No tengo culpa por comer animales. Comer animales es un contrato muy antiguo como para recordarlo. Implica sufrimiento. Comer cualquier cosa es sufrimiento. Implica cadáveres o explotación de algún tipo. Implica que alguien no coma. Lo que vi fue otra cosa distinta al sufrimiento. Vida. Nítida. Una fuerza absoluta. La voluntad roja e imparable de la vida como nunca la había observado. Era tanta vida que era imposible no sentir esa fuerza. Y pensé que era superior a mí. Pensé, de pronto, que yo, en ese momento, ardería de forma distinta, sin esa desmesura. Que carezco de esa fuerza. Que ya no tengo fuerzas para volver a empezar desde el principio. Que no podría volver a vivirlo todo otra vez. La epifanía de los ojos en el instante de la muerte agota, desgasta, quita las fuerzas, imprime otra velocidad a tus pasos. Hace que tus ojos se asemejen un poco más a los de los animales, o a los de las personas, no lo sé aún, en su último instante.
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Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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