Así fue como empezó, con muertos resucitados
¿Sabía usted que el documento cristiano más antiguo que se conserva es la primera carta a los tesalonicenses de Pablo de Tarso? Vea, vea lo que dice en ella
Eugenio Gallego 2/10/2019
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Un viejo amigo, tocayo para más intimidad, una de estas tardes de agobiante calor en las que todas las cadenas de televisión, por acuerdo involuntario, o tal vez no, sino predestinación, únicamente emitían concursos para repartir dinero, diversiones infantiles para adultos, programas de cocina para todos, cotilleos pagados a sus protagonistas, los santificados famosos; y, entre medias, películas de tiros y mamporros a mansalva. Pues, en semejantes circunstancias, a mi tocayo, según me refería en un correo enviado a mi portátil, habiéndose quedado traspuesto por el calor y el aburrimiento, le había despertado una de sus manos al tropezar con un Nuevo Testamento que debía llevar en el suelo desde quién sabe cuándo.
“Y no te lo vas a creer”, me escribía. “Al recogerlo para recolocarlo en la estantería, a un tris estuvo de volver al suelo, al leer yo, en una de las páginas por las que estaba abierto, lo que te copio, esperando que no te provoque los mismos trastornos mentales que a mí: ‘Pero no queremos que estéis en la ignorancia, hermanos, sobre los que han muerto; ni os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, igual se llevará Dios consigo, por Jesús, a los que han muerto. Os decimos esto con la palabra del Señor: que nosotros, los que vivamos, los que seamos dejados hasta la venida del Señor, no nos adelantaremos a los que han muerto’”.
Ni que decir tiene que me quedé tan aturdido tras la lectura, por no añadir alucinado –y no sólo por esa absurda preocupación respecto a quién llegaría primero ante Dios, si los vivos o los que hubiesen muerto previamente–, que, conociéndolo como lo conocía, y a sabiendas de que, si no le contestaba en el acto, sería él quien me llamaría –de lo que no me libraría ni aun descolgando el teléfono, porque lo haría una y otra vez, machaconamente, hasta que dejara de comunicar, aunque eso no ocurriese hasta las tantas de la noche–, con el fin de evitarlo, le contesté con una pregunta para salir del paso.
“¿De dónde proviene esa cita? Porque no recuerdo que Jesús –quien supongo que será el Señor– hubiese dicho nada semejante. De no ser que, en alguno de esos recientes hallazgos fortuitos, se haya descubierto y yo no me haya enterado.”
Unos minutos después de haberle enviado el correo, ya me estaba contestando, seguramente porque, como había intuido, había quedado a la espera.
“¡Qué sorpresa! ¡Conque no conoces la cita! ¡Yo te creía más culto!” –una grosería que sólo le disculpaba porque estuviese medio zumbado por el calor y la televisión. “La cita está tomada de la primera carta a los Tesalonicenses. Y esto sí lo sabrás: se trata del primer documento cristiano que se conserva, del año cincuenta aproximadamente, según la mayoría de los especialistas. Y cuyo autor no te revelo para que no te subas a un taxi y vengas a toda pastilla a partirme la cara por haberte tachado subrepticiamente de ignorante.”
A lo que le contesté con la mayor tranquilidad posible, sin darme por aludido: “No recuerdo, en mi largo periodo de católico, apostólico y romano, haber leído ni una línea de las cartas de Pablo, ni de las de ninguno de sus correligionarios, si es que las hubo; e ignoraba que hubiese escrito a las congregaciones de fieles que había convertido cuando pasó por donde fuese; aunque él no se pondría las medallas, puesto que les predicaba que habían sido elegidos por Dios para serlo desde antes de nacer. Y no hace falta ser ningún genio para concluir que si les escribía era porque ya no estaba con ellos. Pero ¿me podrías explicar a qué viene esa referencia a los que habían muerto? ¿No era habitual, con los altos porcentajes de mortalidad entre la población del Imperio Romano, que eso ocurriera todos los día y a todas horas, como la cosa más natural del mundo?”.
Esa vez no me respondió inmediatamente. Y ya casi me había olvidado de los muertos y del Pablo bendito cuando, a la vuelta de haber bajado al mercado a comprar fruta, me encontré con un nuevo correo, del que no me fue posible olvidarme así como así.
“Disculpa”, me escribía, “no se me había pasado por la imaginación que hubiese que ponerte en antecedentes. La primera carta a los Tesalonicenses habría sido escrita por Pablo, con la presumible colaboración de sus dos compañeros, Silvano y Timoteo, después de una breve estancia en la capital de la provincia Romana de Macedonia, donde habían convertido, por decirlo así, aún a sabiendas de que, para Pablo, los que supuestamente lo hacían, habían sido elegidos por Dios para serlo desde antes de nacer; de modo que no se explica muy bien a qué tantos esfuerzos para lograr algo que tenía que suceder en cualquier caso. Pero, ya sabes, esos son los intríngulis de las divinidades de todo tipo, también de las seculares.”
A punto de quedarme sin respiración ante tanta omnipotencia, me levanté a por un vaso de agua fresca, mezclándola con unas gotas de un licor de manzanas para quitarle el mal sabor de las cañerías. Y, más sosegado, seguí con la lectura del correo: “Por lo que parece, los tesalonicenses a los que Pablo y compañía habían predicado la resurrección de Jesús después de haber sido crucificado y enterrado –y de los cuales, salvo que antes daban culto a los que Pablo denomina, genérica y despectivamente, ídolos, aunque sin explicitar ninguna determinación en concreto que nos hubiese permitido conocer algo de sus creencias originarias, si bien, hay que reconocérselo, tampoco escribía para informar a unos tipos de los que estaba absolutamente seguro que no llegarían a existir–, nunca sabremos qué fue lo que les llevó a creer que no morirían o, que de hacerlo, también ellos, como Jesús, resucitarían, más bien pronto que tarde. Y te añado que con lo que me atrevo a calificar del premio más gordo de la lotería: que quienes hubiesen creído en la resurrección de Jesús recibirían, no un sueldo para toda la vida, sino la vida para siempre y en un recuperado Paraíso Terrenal. Y lo dejo para que hagas cábalas sobre la psicología de unos personajes que se creen esas cosas y que te puedas comer los codos de envidia por el premio antes de exponerte la continuación”.
Y el muy cabronazo lo dejó ahí. Y aunque inmediatamente lo llamé para reclamarle que lo hiciese sin más dilación, el cachondo no me cogió el teléfono. Así que me quedé a la espera de cuando le diese la real gana de hacerlo. Y entretanto, abriendo y cerrando el portátil por si volvía a aparecer un nuevo mensaje.
Con esa zozobra e incertidumbre me mantuve, el estómago tan agarrotado que ni pude cenar, y dejándome lavar el cerebro con los comentarios y opiniones, expuestas como verdades absolutas, por parte de unos tertulianos, autodenominados analistas políticos, hasta que me llegó un pitido, anuncio de que acababa de entrar un correo en el portátil. Mas esa vez me enroqué, decidido a vengarme no descargándolo, dando por supuesto que sería de mi tocayo y convenciéndome a mí mismo de que lo hacía para así poder dormir tranquilo. Cuando de eso nada de nada. No obstante, aguanté, repitiéndome que no lo abriría por nada del mundo, hasta las cinco de la mañana, cuando ya no pude resistir más y encendí el ordenador para ver qué me había enviado.
Y entonces sí que estuve a punto de darme de bofetadas y partirme la cara por tonto. Pues el correo no había sido de él, sino de un portal de no sé dónde que todos los días, a cualquier hora, me envía algún artículo de los que se supone que me habrían de interesar, en cualquiera de las lenguas occidentales. Ante lo cual, echando pestes de lo divino y lo humano, me duché, me vestí y me bajé a la calle, por donde a esa horas no me cruzaba prácticamente con nadie, caminando hasta que me encontré, en la Glorieta de Cuatro Caminos, un bar abierto, donde me desayuné un café con leche y una ración de porras, más una copa de cazalla para coger fuerzas para la vuelta, aunque esa vez lo hice en el Metro.
Ya en casa, me metí en la cama y me quedé profundamente dormido. Hasta que me despertó un insistente y vigoroso aporreo en la puerta, mientras no dejaba de sonar el timbre, dándome tal susto, ante semejante escándalo, y la mala fama añadida que me estaría ganando con los vecinos –de no ser que fuesen ellos los causantes, por haberse declarado acaso un incendio–, que salté de la cama y me lancé corriendo en calzoncillos a abrir la puerta.
Y, mira tú, era mi tocayo, quien, antes de que pudiese decir ni mu, que indudablemente habría sido un me cago en tus muertos, ya me estaba llamando de todo por haber tardado tanto en abrir, dándome tal empujón que a punto estuve de rodar por el pasillo. Y siguió, ya sentados en el salón, echándome la bronca del siglo por no haberle respondido al correo en que me contestaba a lo que le había preguntado sobre los muertos. Que no lo había hecho cuando lo vio al volver a casa porque era muy tarde y me lo había enviado en cuanto se levantó por la mañana.
–Pues voy a leerlo.
–Para qué, si me tienes a mí delante. ¿Qué querías saber en concreto?
–Que por qué tanta preocupación por los que habían muerto.
–Por los muertos en general, no; sino por los suyos.
–¿Qué pasa? ¿Que los suyos eran diferentes?
–¡Y tanto! ¿Es que no conoces de lo que trata la carta a los Tesalonicenses y por lo que la estoy estudiando?
–¡Que la estás estudiando! ¿Desde cuándo? ¡Si tú no eres cura!
–¡Ni que fuese necesario! Porque me dio por leer los primeros documentos del movimiento cristiano; y la carta a los Tesalonicenses de Pablo resulta ser el primero. Aunque de haber sabido que me iba a encontrar con el inminente fin del mundo, tal vez no habría empezado.
–Bueno, vale. Pero ¿por qué te escandaliza tanto?
–¿Es que no lo sabes? ¿Tienes a mano un Nuevo Testamento?
–Supongo que sí ¿Te lo traigo? –y como me lo confirmó, se lo fui a buscar.
–Atiende –me dijo, cuando encontró lo que buscaba–. “Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, igual se llevará Dios consigo, por Jesús, a los que han muerto, porque el Señor mismo, con una orden, con la voz de un arcángel y con la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero, y después nosotros, los que vivamos, los que hayamos quedado todavía, junto con ellos, seremos arrebatados a las nubes para salir al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos unos a otros con estas palabras.” ¿Qué te parece?
–Más largo que el que me mandaste antes. Y me sigue sonando a chino.
–Está visto que te tengo que exponer las circunstancias de la carta.
–Se agradecería.
–Pues que Pablo les había predicado, en el poco tiempo que debió residir en Tesalónica, que todos estarían vivos cuando reapareciera el Señor a instaurar con ellos, y con todos los que hubiesen creído en su resurrección, el Reino de Dios, un renovado Paraíso Terrenal. O eso es lo que ellos habían entendido. Por lo que, cuando empezaron las muertes, con el inevitable pitorreo de los familiares y amigos que, en su momento, les habían prevenido para que no creyesen en tales idioteces, debieron empezar las deserciones. Y sería al llegarle a Pablo noticias de lo que estaba pasando, cuando escribió la carta para contener la sangría.
–¿Y lo consiguió?
–No sabría qué decirte. Tampoco me habría creído que iba a haber gentes que se creyesen que no iban a morir y ahí los tienes.
–Bueno, dejémoslo. Sólo una cosa para acabar. ¿Te enteraste de dónde provenía el dicho de Jesús al que Pablo recurrió para tranquilizar a los fieles por las muertes?
–Del mismo manantial de muchos de sus dichos, supongo. De la necesidad de echar mano del presupuesto Jesús histórico para justificar todas las novedades que irían surgiendo en las agrupaciones de sus seguidores.
–¿Por ejemplo?
–La predicación a los gentiles, y ya no te digo la de que era Dios. Te voy a leer una cita que he traído a sabiendas de que me ibas a preguntar por ese dicho extra canónico de Pablo.
–¡Con Que venías preparado! Mas lee lo que sea y te marchas, que, por tu culpa, estoy que me caigo de sueño.
–Allá va –y, sacando una ficha de uno de los bolsillos de la chaqueta, leyó–: “Que no sólo la tradición sinóptica, sino también el cuarto evangelio contiene elementos que, a pesar de las alteraciones que el evangelista les ha hecho sufrir para adaptarlos a sus fines, pueden y deben ser utilizados por el historiador, deseoso de reconstruir lo que podamos saber de la vida histórica de Jesús de Nazaret”. Oscar Cullmann, Eiden kai Episteusen. A quien pido disculpa por mi interpretación, que tal vez no compartiría.
–¿Qué es lo que no te convence?
–Que la parte hegeliana de mi mente me prohíbe conocer las alteraciones de algo sin tener delante el original. Con que dicho lo cual te dejo para que duermas. Nos llamamos. Hasta otra.
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Eugenio Gallego. Veterano editor (Alianza, Mondadori, Electa), ha sido traductor de autores como Manzoni y Sciascia, y ha colaborado en medios como Claves, Revista de Occidente, La Cueva de Zaratustra y Vardar Manzoni.
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Eugenio Gallego
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