Palabras mayores
Perfecto Conde / Periodista
“Hoy da igual fabricar periódicos que chorizos o bragas de señora”
Aníbal Malvar Madrid , 8/10/2019
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Su libro Conexión gallega denunció hace casi 30 años el compadreo entre políticos y narcos españoles. “Me dijeron que Baltasar Garzón lo tenía de periódico de cabecera”.
A los 76 años, el periodista Perfecto Conde sigue atropellando al interlocutor con palabras e ideas rápidas, humorosas, vitales y exactas, como si su belleza arrubiada y vagamente luciferina le hubiera facilitado algún inconfesable pacto fáustico con el tiempo.
–Después nos tomaremos un whisky.
–Uno o veintisiete.
Redactor inaugural de El País, periodista de investigación en Interviú, noctívago incansable, escritor rápido y de prosa retranqueira y siempre bienhumorada, hoy observa la prensa posmilenio con sano escepticismo: “Pero no me vas a hacer parecer un viejo chocho: no voy a caer en lo de que todo tiempo pasado fue mejor”. Conde apenas envejece, como la que quizá sea su obra profesional más ambiciosa, Conexión gallega: del tabaco a la cocaína, que apareció en 1991 y contaba, para escándalo de muchos, la naturalidad con que políticos, contrabandistas de tabaco y narcotraficantes convivieron durante lustros en Galicia y Madrid repartiéndose favores y compartiendo mantel.
Aquel libro arrancaba con una cita del escritor y presidente colombiano en los 80, Belisario Betancur, que aún cuelga de las ramas cada vez más secas del árbol de la Verdad: “No más tertulias de salón para comentarios divertidos sobre quien acaba de hacerse rico con el tráfico de monedas manchadas de sangre”.
Naciste en A Pontenova (Lugo), hijo de labriegos. ¿Cómo se vivía en el campo gallego de aquellos años cuarenta?
Bastante malamente, por un lado, pero también con un cierto grado de felicidad que se inspiraba en la esperanza de que aquel mundo tendría que cambiar alguna vez. Si mirabas alrededor, todo era muy negro o, si acaso, totalmente gris y legañoso. Pero de la necesidad siempre había que hacer virtud y no quedaba más remedio que aprender a mirar más allá de la punta del dedo que señalaba la luna. Mi niñez transcurrió en esa década de los cuarenta –nací en abril de 1943– y me tocó padecer algunas de las penurias de esa época: escasez de horizontes, falta de libertad, miserabilismo intelectual, total ausencia de pensamiento crítico, cerrilismo ideológico, encorsetamiento religioso, etc. Pero guardo, sin embargo, el recuerdo de que mi niñez también tuvo algunos aspectos maravillosos. Creo que hay pocas cosas tan impagables como haber desarrollado enormemente la imaginación infantil jugando con cantos rodados recogidos en el lecho del río Eo. Los convertíamos en camiones, turismos, vagones de tren o carruajes diversos. Nada comparable a la saturación actual de la juguetería infantil de procedencia industrial.
La leyenda dice que entras en el mundo del periodismo en 1968 para escaquearte del servicio militar.
La leyenda no sé lo que dice, pero la realidad es esa. Yo hice la mili en un cuartel de Infantería de Santiago de Compostela. Por una parte, me iba bien. Ya empezaba a haber algunos militares que tomaban alguna distancia con el fascismo de Franco y que, años más tarde, acabaron configurando la Unión Militar Democrática, por ejemplo. Algunos de ellos fueron los que se encargaron de que mi paso por la disciplina militar no fuese del todo una travesía por el infierno, y me procuraron destinos y tratamientos más o menos llevaderos, pases pernoctas y otras facilidades que me permitían asistir, por ejemplo, a las clases de la Universidad. Recuerdo que ocupé puestos como el de cabo pagador del cuartel, secretario del Juzgado Militar, etc. Pero también seguían campando a sus anchas los militares de la vieja guardia franquista, algunos de ellos exponentes clarísimos de la ideología fascista dominante. A uno de ellos, el comandante Galán, que entre otros cargos ejercía el de jefe local del espionaje militar, se le metió en la cabeza que yo era un peligroso comunista e hizo todo lo posible para que me apartasen de cualquier destino y me metiesen en vereda, lo cual quiere decir que fue casi como si de repente me arrojasen a una mazmorra polvorienta y oscura.
Todavía me faltaban varios meses para licenciarme, y realmente no sabía cómo iba a soportar aquella vida de perseguido. Un día, hojeando El Ideal Gallego, el único periódico que editaba en Galicia la Editorial Católica, dueña del madrileño Ya, leí una noticia que anunciaba la convocatoria de los exámenes de ingreso en la Escuela de Periodismo de la Iglesia que por entonces funcionaba en Madrid. Inmediatamente pensé que, si me matriculaba para tomar parte en esos exámenes, en el Cuartel tendrían que darme algunos días de permiso y, de este modo, me libraría de la persecución a la que me había sometido el comandante Galán. Jamás había pensado en convertirme en periodista. Como buen desertor del arado, la primera idea que tuvo mi familia para mí fue la de que fuese médico, pero yo había virado mi vocación hacia las letras y me había matriculado en la Facultad de Filosofía y Letras de Santiago, después de pasar en Lugo por las clases de Literatura del profesor Alonso Montero. Lo que hice aquella vez fue recortar la noticia del periódico y acudir con ella en la mano a una gestoría, denominada Llovo, que había al lado de la vieja Facultad de Filosofía y Letras. Deposité el recorte sobre el mostrador y le dije a la mujer que me atendió: “Quiero que ustedes me matriculen en esto”. Le pareció tan raro el asunto que llamó inmediatamente al jefe y dueño de la gestoría, que de entrada tampoco supo darme una respuesta exacta sobre lo que deberíamos hacer. “Déjenos sus datos y vemos qué se puede hacer. Vuelva dentro de tres o cuatro días”. Volví y ya estaba matriculado. Viajé en tren a Madrid y me examiné. Contesté como pude la larguísima prueba de curiosidad periodística con la que se iniciaba el examen, redacté el tema libre basándome en una excursión escolar llevada a cabo por las montañas de los Ancares y afronté casi sudando el examen oral al que nos sometió un tribunal compuesto por cuatro profesores, uno de los cuales era el célebre Bartolomé Mostaza [jefe de prensa de Falange en Ourense durante la Guerra Civil] y otro un sacerdote muy mayor que fue el más amable de todos. Yo había encabezado mi tema de redacción con una cita de Juan Rulfo (“Como las supe, se las endoso”) y Mostaza me preguntó quién era ese escritor. Le respondí con desparpajo y él, a cambio, quiso descubrirme a mí otro sudamericano: Gabriel García Márquez. Casi me eché a reír antes de decirle que ya había leído Cien años de soledad. Asumir que solo podía esperar el suspenso, me permitía estos atrevimientos. En contra de lo que yo esperaba, aprobé, incluso con buena puntuación, y eso cambió mi futuro profesional.
Tenías 25 años. ¿Vocación tardía?
Tardía, desde luego. Vocación depende, porque nunca creí demasiado en eso de las vocaciones.
¿Qué se aprendía en aquella Escuela de Periodismo de la Iglesia que había fundado ni más ni menos que un cardenal, Herrera Oria?
Curiosamente era un buen centro de enseñanza del periodismo de la época. Sin duda, mejor la propia Escuela Oficial que la que tenía el Opus Dei en Pamplona.
Tengo entendido que, incluso antes, habías colaborado con el Diario SP, una bastante incendiaria publicación falangista especializada en ganarse enemigos, quizá el más notorio, el entonces todopoderoso Opus Dei.
A Diario SP llegué por mediación del escritor Gonzalo Torrente Ballester, que era amigo de Rodrigo Royo, un falangista muy curioso que admiraba al Che Guevara y había fundado y dirigía este periódico, que fue el primero que se imprimió en huecograbado en España. Royo era un hombre que dejaba hacer muchas cosas y que tuvo en su redacción a muchos periodistas que luego incluso destacaron por su izquierdismo.
Ponerte al frente de la primera Enciclopedia Gallega a principios de los setenta tuvo que ser curioso. Imagino que tendrías que andar con pies de plomo con ciertos temas.
Fue una experiencia muy interesante. El editor Silverio Cañada, que ya estaba acabando de publicar la Gran Enciclopedia Asturiana, fue un día a verme a Madrid y me propuso sumarme a un proyecto que me pareció muy importante. A comienzos de 1972 me fui a vivir a Gijón, donde Cañada y yo acabamos de diseñar la obra y, a finales de ese año, ya estaba trabajando en Santiago con una redacción muy limitada con la que empezamos a producir fascículos que se imprimían en Heraclio Fournier, en Vitoria. Más que andar con pies de plomo, lo que tuvimos que hacer es ser prudentes tratando de no excitar demasiado a los nidos de víboras. Compusimos un comité de redacción en el que incluimos desde algún comunista hasta muchos galleguistas y algún franquista incluso (Manuel Blanco Tobío o Pío Cabanillas, por ejemplo) que en realidad no pintaban nada en la realización de la obra, salvo algunas excepciones, pero que nos permitía hacer gala de una cierta pátina de independencia y pluralidad. Una de las cosas más difíciles fue la de resolver en qué idioma se iba a publicar la Gran Enciclopedia, si en gallego o en castellano. Al final nos pareció que los tiempos aún no habían madurado lo suficiente para acometer un proyecto comercial tan costoso en gallego y la publicamos en castellano. Años después, El Progreso de Lugo adquirió los derechos de edición de la obra y publicó una meritoria versión en gallego.
Con la muerte de Franco, te incorporas a la TVE, delegación gallega, y eres el primer periodista de la historia que habla gallego en pantalla.
Ya me incorporé antes de la muerte del dictador. De hecho, Luis Mariñas, director del Centro Territorial de Santiago, mandó a alguien a mi casa para que me despertase el 20 de noviembre de 1975. No estoy muy seguro de que haya sido yo el primer periodista que habló gallego en la tele. Seguramente el propio Mariñas ya lo había hecho de manera episódica alguna vez antes que yo. Lo que fui es el primero que presentó un programa periódico en idioma gallego, una sección del Panorama de Galicia que presentaba Luis Mariñas.
También eras corresponsal de la BBC. ¿Por qué bajo pseudónimo?
Porque en esto sí que tuve que andar con pies de plomo. El techo de libertad informativa y de opinión era más alto en la BBC que en los medios españoles y hacer uso de esas ventajas me obligaba al pseudonimato para no hacerle demasiadas cosquillas al tigre. Aunque, en realidad, creo que tardaron poco en darse cuenta todos de que Antonio del Eo era yo mismo. Entre otras cosas porque yo nací a orillas del río Eo.
Y en 1976 aparece El País. ¿Mitificamos aquel periodismo de la primera transición o fue realmente algo mitificable?
Yo siempre digo que para mí fue una gran suerte haber trabajado muchos años en dos medios tan importantes como el diario El País y la revista Interviú. Cada uno desde sus perspectivas, han sido ambos dos grandes escuelas de periodismo (El País lo sigue siendo aún). No se concibe la evolución posfranquista ni el desarrollo de la democracia en España sin las páginas de estas dos publicaciones democráticas. En consecuencia, no creo que se haya mitificado en exceso el periodismo de la primera transición, sino que sencillamente en aquella época se hizo muy buen periodismo.
¿Queda hoy algo de aquel El País que tú conociste?
Se ha regenerado bastante con la llegada a la dirección e Soledad Gallego-Díaz, que, curiosamente, es prácticamente de mi generación.
También surge en el 76 Diario 16, que se cierra al poco de aparecer El Mundo en el 89. Daba la impresión de que el periodismo español se iba normalizando.
Está en las antípodas de mis ideas y de mi pensamiento, pero Pedro Jota es el periodista que todos quisimos ser. Lo admiro. Incorporó ideas muy arriesgadas. Me quedo con eso, no con todo lo negativo que pueda tener.
A principios de los noventa, sacas el que yo creo que es el primer gran libro sobre el narcotráfico en España. Tengo delante la primera edición, que para los periodistas jóvenes, felices e indocumentados de entonces fue una biblia satánica. Se hablaba allí de las conexiones entre el narco y la política, algo que sigue escandalizando mucho aun hoy, que se retoma en el libro y la serie Fariña.
Cuando Ediciones B publicó, en 1991, la primera edición de mi libro La conexión gallega todavía andábamos en los albores de lo que está siendo la lucha española contra el narcotráfico. Algunos periodistas de entonces seguramente sabíamos sobre la materia más que la mayoría de los jueces y más que algunos departamentos de la Policía o de la Guardia Civil, por ejemplo. De hecho, a mí me contaron que Baltasar Garzón llegó a tener mi libro como volumen de cabecera durante algún tiempo. Luego hubo años de casi silencio y, al final, el tema rebrotó con fuerza con el éxito que alcanzaron el libro de Nacho Carretero y su versión televisiva, Fariña. Yo diría que el tema está pidiendo ahora una puesta a punto con la última actualidad, pero ya hay algunos periodistas que destacan en este seguimiento. En mi opinión, Javier Romero, de La Voz de Galicia, es el más destacable.
En tu libro ya aparece como personaje destacado Marcial Dorado, el amigo de Aberto Núñez-Feijóo. Resulta difícil de creer que el actual presidente gallego, entonces numero dos del Ministerio de Sanidad de Romay Beccaría, no supiera de las actividades delictivas de tan popular personaje.
Yo ya dije varias veces que no creo que Feijóo no supiera nada sobre las andanzas de Marcial Dorado, que se habían publicado en periódicos y revistas con cierta profusión. Yo mismo lo hice en el libro y en varios reportajes publicados en la Revista Interviú.
¿Debería de haber dimitido Feijóo?
Yo creo que sí. O haberse apartado temporalmente. Era un asunto muy feo, aunque yo creo que Feijóo es de lo más civilizado y con más dedos de frente de la derecha española.
Aquel periodismo de investigación que se hacía en la Transición, y más tarde, hoy es casi una reliquia del pasado. Los periódicos económicamente poderosos no tienen interés en hacerlo, y los digitales que quieren ejercerlo no tienen dinero para pagarlo.
El periodismo de siempre, el clásico, está herido de muerte. No sé bien si Seymour M. Hersh es o no el último gran periodista americano o si en España volverá a haber o no un Xavier Vinader o un José Luis Morales, pero no me cabe duda de que el periodismo que más necesita una sociedad democráticamente avanzada y socialmente competente, hoy por hoy, está muerto o por lo menos desaparecido.
¿Y los nuevos periódicos digitales que basan su independencia en los suscriptores?
Es un camino todavía a indagar.
¿Están acabando las redes sociales con el periodismo?
No creo que sean las redes sociales las que carcomen el auténtico periodismo, sino que, antes bien, podrían favorecerlo. La verdadera polilla del periodismo de verdad es la extremada dependencia actual respecto a los sistemas económicos y a los poderes políticos. Ya no hay empresarios periodísticos. Fueron suplantados por los ejecutivos bancarios y por los grandes manipuladores del sistema capitalista. Los periódicos, las revistas y los programas de televisión son producidos solo y únicamente como productos industriales. Da igual fabricar periódicos, que chorizos o bragas de señora.
Yo a veces digo que los periodistas tenemos lo que nos merecemos. Que fuimos permitiendo poco a poco que los publicistas se hicieran con el mando del barco. En lugar de vender noticias, vendíamos películas, aspiradoras, absurdas promociones…
¿Y qué querías que hiciésemos? ¿Alguna vez tuvimos poder para decidir estas cosas? Desde luego, hoy menos que nunca. La culpa no hay que buscarla entre los periodistas, que también, entre algunos por lo menos.
En una sola frase: ¿cuándo se jodió el perú periodístico?
Si yo fuese muy listo, muy listo, al protagonista de Conversaciones en la catedral le respondería con la siguiente frase: “Zabalita, el perú se jodió antes de empreñar, cuando los directores de periódico fueron desbancados por los vendedores de baratijas”.
¿Qué te quedó por hacer en lo profesional? ¿Qué frustración te vas a llevar al alén de los periodistas gallegos?
Creo que solo una: no haber escrito una novela. Todo periodista que se precie arrastra siempre detrás de su sombra la idea de una novela en la que amalgamar los retales que fue guardando de su vida periodística. Alguna vez intenté escribir esa novela, pero nunca pasé de las primeras veinte páginas. Tendría que haberme ido seguramente a la isla azoriana de Pico y encerrarme en Lajes do Pico para escribirla. Una vez estuve allí y, al segundo día, me di cuenta de que, en tan paradisíaco lugar, en vez de escribir novelas, yo lo que haría es beber vino de la isla, comer pescado y marisco, emborracharme con aguardiente de higo y sentarme en algún acantilado para ver si pasaba Moby Dick delante de mis ojos.
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Conexión gallega ha sido reeditado recientemente por la editorial Akal.
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