Tribuna
El imperio del Tribunal Supremo
El Código Penal no condena expresamente la organización de movimientos de desobediencia civil. Que los tribunales los persigan es una grave quiebra del Estado de Derecho
Joaquín Urías 18/10/2019
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Una semana después de que el Tribunal Supremo publicara su sentencia en el asunto del procés, la situación en Cataluña está lejos de haber mejorado. Bien al contrario, la decisión parece que ha echado gasolina a las brasas del soberanismo, creando indignación y aumentando la sensación de opresión entre ese sector de la población catalana.
Ante esta escalada, las habituales fuentes judiciales, que lo mismo te filtran una sentencia que te presentan al juez Marchena como el superhéroe del momento, han salido raudas a aclarar que la misión del Tribunal Supremo no es solucionar la crisis de Cataluña sino hacer justicia.
Ojalá fuera verdad. Ojalá tuviéramos en España unos jueces y tribunales conscientes todos ellos de su papel neutral como poder del Estado que se debe limitar a aplicar con imparcialidad las leyes democráticas. Es cierto que hay jueces independientes que respetan al resto de poderes del Estado, sólo opinan mediante sus sentencias y aplican la ley por igual para todos. Pero no son todos, ni mucho menos. En el Tribunal Supremo, en concreto, estos jueces responsables deben ser una minoría inapreciable.
Y el verdadero problema de la sentencia del procés es precisamente ese: que no es una sentencia dictada por un poder neutral y respetuoso con la legalidad.
Hay un sector de la judicatura española que en algún momento ha olvidado que la separación de poderes no es sólo una garantía para que nadie interfiera en las decisiones judiciales sino que también obliga a estas a respetar escrupulosamente el papel democrático del Parlamento. Sólo el Parlamento, con la legitimidad que da su elección popular, puede aprobar leyes que sean expresión de la voluntad popular, en palabras del preámbulo de la Constitución. Nada más que el Parlamento puede decidir qué conductas se castigan en España y con qué pena. El Estado de Derecho es el imperio de la Ley, no el imperio de los tribunales.
Este recordatorio de nuestro marco de convivencia viene muy a cuento a la hora de leer y entender la sentencia de marras. En ella el Tribunal Supremo niega que se hubiera cometido un delito de rebelión. Pero no lo hace, tal y como concordaba la inmensa mayoría de la doctrina española especializada, porque en los días de septiembre y octubre de 2017 no hubo violencia significativa. Bien al contrario, lo argumenta del modo más insultante posible: en su convencimiento de que los líderes soberanistas engañaron a los ciudadanos de Cataluña cuando decían que querían la independencia. No utiliza un argumento jurídico a partir de la calificación de la supuesta conducta delictiva, sino que utiliza una retórica militante con la que –incluso al absolverlos– trata de humillar a los encausados catalanes sin ahorrarse valoraciones políticas.
Los condena, eso sí, por sedición. Poco argumenta acerca de la participación individualizada de cada uno de ellos en el delito, más allá de unas referencias leves a algunos actos –ruedas de prensa, tuits, declaraciones– que en cualquier otro contexto sonarían ridículas. Lo que sí razona, en cambio, es una nueva definición del delito de sedición que más allá de ser un despropósito viene a desvirtuar la voluntad del legislador cuando lo introdujo en el Código Penal atribuyéndole penas durísimas. Dice el Supremo que cualquier movimiento organizado que pretenda mediante actos de protesta, incluso pacífica, evitar que se apliquen leyes o que las autoridades cumplan su misión es una sedición. La nueva descripción del delito de sedición obvia la necesidad de que haya un auténtico alzamiento y, por el contrario, viene a describir punto por punto cualquier campaña social de desobediencia. Para el Tribunal Supremo los vecinos que se organizan para evitar que su pueblo quede sumergido por un pantano, los ciudadanos que ocupan fincas y obstaculizan la entrada en ellas de los cuerpos policiales o un movimiento popular que buscara la paralización general de los desahucios pueden constituir actos de sedición; sus organizadores, o incluso quienes hicieran llamamientos públicos a sumarse, podrían acabar en la cárcel un mínimo de nueve años.
Lo peor de este disparate no es ya el efecto disuasorio que la sentencia tiene sobre el ejercicio de derechos fundamentales como el de reunión y protesta. Lo peor es que el legislador democrático español nunca ha querido castigar este tipo de conductas con una pena así. El Código Penal establece penas leves para la desobediencia o la resistencia a la autoridad y no condena expresamente la organización de movimientos de desobediencia civil. Eso es un invento del Alto Tribunal, que estira y manipula los elementos del delito para poder aplicárselo a los encausados y que sólo puede tener razones políticas: posiblemente, el convencimiento del Tribunal de que su papel es el de salvar la sagrada unidad territorial de España escarmentando a quienes la desafían. Pero que los tribunales persigan y castiguen conductas que el legislador democrático no ha querido sancionar es una grave quiebra del Estado de Derecho.
Dicen los que conocen las discusiones internas del Tribunal Supremo, que el ponente renunció al delito de rebelión para conseguir la unanimidad pero que, a cambio, elevó las penas para demostrar dureza frente al desafío soberanista. De ser cierto, resulta aterrador que el máximo órgano judicial del Estado se permita razonar en esos términos. Da mucho miedo que la cúpula del poder judicial, que debe ser el poder más garantista y el que más se autolimite, se lance de esta manera a impartir justicia por encima de la ley. Peor aún es que lo haga en un asunto tan trascendental y después de haberse asegurado la competencia para ello en única instancia.
Así pues, volviendo al inicio, sí que se puede reprochar al Tribunal Supremo que en vez de contribuir a solucionar el conflicto catalán lo haya empeorado: asumiendo el papel de salvador de España, ha decidido con perspectiva política; se ha sacado de la manga unas penas desproporcionadas y ha alejado la solución de un conflicto social.
Es urgente ahora que los jueces vuelvan a ocupar su espacio-papel legítimo y dejen de jugar a aprendiz de brujo. Que respeten también ellos la división de poderes y el Estado de Derecho. La mano dura contenta a una parte de la ciudadanía española que se siente atacada por el independentismo, pero no contribuye a dar una salida a la situación en Cataluña. Es necesario avanzar en soluciones constitucionales y pacíficas que al mismo tiempo reúnan el mayor consenso en ambos bandos. Y deben hacerlo los políticos que tienen la legitimidad democrática para ello. No los jueces.
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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