Tribuna
Soluciones (I)
El arte de la negociación o cómo buscar acuerdos que puedan satisfacer mínimamente a todas las partes relevantes
José Luis Martí 29/10/2019
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Dice William Ury, junto con Roger Fisher uno de los precursores del método de negociación más famoso del mundo, el Método de Harvard, –sí, ese, el del win-win–, alguien que ha intervenido como negociador o mediador en buena parte de los conflictos internacionales más importantes de los últimos casi 50 años –el penúltimo de ellos, el de los Acuerdos de Paz de Colombia–, que “la paz [la solución a un conflicto] no es la eliminación de las diferencias, sino simplemente el manejo constructivo de las mismas”.
Esta es una de las primeras cosas que aprendí hace más de 20 años cuando comencé a estudiar negociación y resolución de conflictos con mi maestro en este campo –y en tantos otros- Alfred Font Barrot. Desde entonces no pierdo ocasión para recomendar a mis estudiantes –y a quien me quiera escuchar– la lectura de los libros, artículos y vídeos del gran Ury, junto a los de Font, en todos los cursos de negociación que imparto. Y reconozco que, si al inicio los principios básicos de la negociación cooperativa o integradora de Harvard –de nuevo, los del win-win– me parecían algo ingenuos e impracticables, con los años cada vez estoy más convencido de que son los únicos verdaderamente efectivos. Especialmente, aunque pueda sonar paradójico, cuando tratamos con conflictos muy complejos como éste. Es evidente que estamos inmersos en un gran conflicto político en España y en Cataluña, un conflicto que está más vivo que nunca después de la sentencia del Procés dictada el pasado día 14 de octubre por el Tribunal Supremo, y que debe ser enfrentado de una vez por todas, con seriedad, con urgencia y con inteligencia, es decir, con ese “manejo constructivo de nuestras diferencias” que predica Ury.
Este artículo es el primero de una serie de dos con el título de “Soluciones”. No esperen encontrar en ninguno de ellos soluciones sustantivas (y mucho menos soluciones mágicas) a dicho conflicto. Pero el título no es un clickbait, tampoco. Lo que quiero defender es que si queremos enfrentar este conflicto seriamente las soluciones más legítimas, pero también las más efectivas, van a ser siempre de tipo procedimental, y deben estar orientadas a buscar acuerdos que puedan satisfacer mínimamente a todas las partes relevantes. Lo que debemos hacer con urgencia es encontrar una vía para iniciar el camino de la resolución del conflicto todos juntos, porque como decía Gandhi, “no hay camino para la paz, la paz es el camino”. Tratemos de ver, pues, con qué dificultades nos encontramos y qué tipo de procedimiento o de camino puede ser el más adecuado para acercarnos a las soluciones constructivas, imaginativas e integradoras propugnadas por el Método de Harvard, por más que ahora nos cueste verlas o aceptarlas. La gracia del camino –sobre todo si es largo– es precisamente esa: que uno termina llegando a un destino que no era capaz de vislumbrar en un inicio.
Así que me propongo iniciar, aunque sea de manera rudimentaria y preliminar, un análisis de los parámetros básicos del conflicto que nos pueda servir de alguna ayuda. Vivimos, ciertamente, tiempos convulsos y complicados. Pero no debemos caer en el desánimo ni en el pesimismo –al final, si todos fuéramos pesimistas y fatalistas, no haríamos más que terminar efectivamente en el infierno, en una especie de profecía autocumplida. Por suerte, son muchos los que perseveran en una actitud de búsqueda de soluciones. Yo no hago más que sumarme a una larga lista de autores y analistas más capaces y preparados que yo y que han realizado propuestas sensatas en los últimos meses y años –desde Daniel Innerarity, Ignacio Sánchez Cuenca, Argelia Queralt y Jordi Amat, hasta Francesc-Marc Álvaro, Marina Garcés o Jaume López, entre tantos otros.
Manos a la obra. El conflicto suscitado por la voluntad de independencia de una parte muy importante de los catalanes con respecto al resto de España es, como ya he dicho, un conflicto muy complejo, que como suele suceder en estos casos, atañe a diversas partes –muchas más de dos– con intereses diferentes, no todos ellos igualmente evidentes, y que se descompone en una pluralidad de subconflictos o problemas más pequeños. Creo que cualquier persona sensata estará de acuerdo con que la solución a un conflicto de este tipo solo puede venir del diálogo y la negociación. Y, más aún, que en democracia los conflictos graves como éste ameritan de soluciones negociadas, esto es, pacíficas. Incluso aquellos que han defendido por completo la celebración del juicio del Supremo, con cada una de sus vicisitudes muy controvertidas ya desde la fase de instrucción, así como el contenido de la sentencia, incluso estas personas, digo, estarán de acuerdo en que la sentencia no resuelve el conflicto político. Y es evidente que ese conflicto político, si no queremos que se agrave, solo puede resolverse o encauzarse políticamente en democracia a través del diálogo y la negociación. Se puede también votar, claro. Pero antes de votar debe haber acuerdo sobre la votación –quién vota, qué se vota, con qué efectos, etc.–, y después aún debe seguir habiendo negociación, pues los perdedores de la votación no van a desaparecer.
Ahora, si el camino más adecuado para la resolución de este conflicto es el diálogo y la negociación, ¿qué pasos deberíamos seguir para poder alcanzar finalmente un acuerdo que sea mínimamente satisfactorio para todos? Para responder a esta pregunta debemos desarrollar un análisis negocial de la situación, y todo análisis negocial racional debe partir de una identificación correcta de las partes, de sus intereses principales, y de las diversas dimensiones del conflicto o subconflictos. Sobre estas cuestiones volveré en el segundo artículo de esta serie. Pero antes de ir a ello, permítanme comenzar por analizar cinco dificultades subyacentes que a mi modo de ver se encuentran arraigadas en la base del conflicto, y complican enormemente su resolución o canalización. Sólo si somos capaces de identificar correctamente estas cinco dificultades fundamentales, podremos tratar después de eliminarlas, eludirlas o superarlas, e iniciar así un verdadero proceso de diálogo y negociación.
1. La primera dificultad fundamental, y tal vez la más importante, es una carencia, y más concretamente la falta de voluntad de algunas de las partes de encontrar realmente una solución al conflicto. Nos decía el gran humanista, filósofo y precursor de la psicología moderna en el siglo XVI, el valenciano Juan Luis Vives, que “la primera condición para la paz es la voluntad de lograrla”. Y es difícil no tener la sensación, en la situación actual, que algunos actores, en particular algunos partidos políticos, tanto dentro del independentismo como dentro del españolismo, han vivido bien estos años a costa de la existencia del propio conflicto, es decir, que han sacado rédito del mismo. Es evidente que si un conflicto te permite sacar beneficios, serás el último interesado en ponerle fin.
La mala noticia es que esos partidos políticos a los que seguramente les ha faltado voluntad de resolución del conflicto son al menos una parte de aquellos que nos deben sacar de él. La buena noticia es que en democracia los partidos responden –o deberían responder– a estímulos electorales, y si por tanto los electores les exigimos encontrar los cauces de solución y penalizamos a los que se resistan a entrar por dichos cauces, los partidos no tendrán más remedio que ceder a esa exigencia. En el peor de los escenarios, aquellas partes o actores que sigan careciendo de voluntad de alcanzar una solución dialogada deberán ser apartados de las negociaciones, para que al menos no interfieran en ellas.
2. La segunda dificultad, en buena medida causada por la primera, es que nos encontramos todavía en una fase de escalada. Si el conflicto como tal, el que una gran mayoría de lectores puede tener en la cabeza, se inicia con la reacción independentista frente a la anulación por parte del Tribunal Constitucional de determinados artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña en el año 2010, como analistas del conflicto debemos concluir que desde entonces el conflicto no ha hecho sino escalar. Las posiciones respectivas se encuentran cada vez más polarizadas y enconadas. El independentismo comenzó con impresionantes despliegues y demostraciones de apoyo popular en las primeras manifestaciones de la Diada, reflejados también en repetidas mayorías absolutas en las elecciones de 2010, 2012 y 2015, y planteando demandas de mayor autonomía primero, de soberanía fiscal después, y finalmente de independencia, a las que los presidentes Rodríguez Zapatero y Rajoy no supieron atender de forma satisfactoria –en el sentido evidente de que lejos de neutralizar ese viraje hacia posiciones más extremas, se encargaron en buena medida de acentuarlo.
La creación en 2013 del Consell Assessor de la Transició Nacional con la elaboración del Llibre Blanc de la Transició Nacional, la Declaración de Soberanía y del Derecho a Decidir por parte del Parlament de Cataluña ese mismo año, la consulta del 9N de 2014, las elecciones plebiscitarias de 2015, la Hoja de Ruta hacia la independencia, la aprobación de las Leyes de Referéndum y de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República en septiembre de 2017 y la convocatoria y celebración del referéndum ilegal del 1-O de ese mismo año, fueron hitos en la escalada independentista. Las negativas reiteradas a reconocer que había un conflicto, y aún más a sentarse a negociar con el independentismo, la judicialización del conflicto en una etapa temprana a través de las continuas resoluciones del Tribunal Constitucional –inevitables jurídicamente, pero no acompañadas del más mínimo gesto político para intentar acercar posiciones y atemperar sus efectos–, el envío de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado a prevenir el referéndum con el resultado del uso de la fuerza desmedido, desproporcionado, y por lo tanto ilegal y abusivo, la activación del artículo 155 con la subsiguiente intervención de la autonomía catalana, la criminalización de los hechos de 2017, con el inicio de la instrucción, la prisión provisional –innecesaria e injustificada–, el juicio (véanse mis análisis previos, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí) y la sentencia condenatoria –también, en mi opinión, injusta e incorrecta desde el punto de vista jurídico–, han sido hitos en la escalada antiindependentista.
Cualquier experto en negociación conoce muy bien el peligro de la escalada. Y un ejemplo clásico, de manual, es el de la escalada armamentística durante la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El problema de la escalada es que las partes comienzan dando sus primeros pasos de forma completamente racional. Ante la amenaza bélica del enemigo, las dos superpotencias fueron en principio racionales en invertir grandes sumas de dinero en intentar rearmarse al fin de la Segunda Guerra Mundial, en especial construyendo todo un arsenal nuclear. La escalada comienza siendo la opción racional para todas las partes. Pero una vez dentro, es una trampa que atrapa a sus víctimas y ya nos las deja salir hasta que ocurra un desastre –o, si hay suerte, hasta que las partes se den cuenta del peligro y pongan freno a la situación revirtiendo la dirección de sus pasos en una nueva fase denominada desescalada. Hizo falta que Estados Unidos y la Unión Soviética llegaran a reunir un arsenal nuclear suficiente como para destruir el planeta cuatro veces respectivamente para que se dieran cuenta que era absurdo seguir volcando miles de millones de dólares en ese agujero negro.
La semana pasada vimos grandes manifestaciones independentistas en reacción a la injusticia de la sentencia, la mayoría pacíficas como todas las anteriores. Pero vivimos también una semana de violencia en las calles de algunas ciudades catalanas, en especial de Barcelona. Una parte de esa violencia la ejerció la policía de manera injustificada. Todos hemos podido ver imágenes de policías antidisturbios pegar indiscriminadamente con sus porras a jóvenes que estaban sentados en el suelo de manera pacífica. Pero también todos hemos visto violencia por parte de algunos manifestantes independentistas. Se quemaron contenedores, sí. Muchos. Con grandes cantidades de combustible. Pero no es a esa violencia sobre las cosas a la que me refiero, por más irresponsable que pueda resultar por el riesgo de que se contagie el fuego a los coches aparcados, a los edificios colindantes, etc. Me refiero a la violencia de los manifestantes contra las personas, que también hemos podido ver en imágenes, cuando arrojaban piedras, adoquines, cócteles Molotov, señales de tráfico, y todo tipo de objetos contundentes contra los policías que sí, obviamente, son personas, no cosas.
La violencia representa un nuevo estadio en esta fase de escalada. Y sabemos que la violencia solo produce más violencia. Tal y como nos enseñaron los maestros Tolstói, Gandhi, Rustin, King, Mandela, si una violencia respondemos con otra violencia, lo que obtenemos es dos violencias, y no hacemos más que empujar la situación hacia una espiral sin fin. No es nunca una solución ni aceptable moralmente, ni efectiva empíricamente, para los grandes problemas que enfrentamos como sociedad. De hecho, contamos con estudios recientes que muestran cómo la protesta y la participación políticas no-violentas han resultado más efectivas a lo largo del siglo XX para introducir grandes cambios sociales que los estallidos de violencia. Es necesario que la violencia termine de una vez, por todas las partes implicadas. No podremos encontrar cauces de resolución de este conflicto hasta que no haya cesado por completo cualquier uso ilegal de la violencia (que incluye el de la policía cuando la ejerce de forma desproporcionada, abusiva o no justificada) y hayamos detenido la fase ascendente, de escalada libre, en la que se encuentra el conflicto.
3. La tercera dificultad es de nuevo una carencia: la falta de reconocimiento mutuo. Tras años de negar incluso la existencia del conflicto –cosa que afortunadamente ahora ya nadie puede seguir haciendo-, en los momentos más tensos de 2017, el gobierno de Rajoy esgrimió que no podía sentarse en una mesa a negociar con Puigdemont con el argumento ridículo de que un jefe de gobierno de un estado no puede negociar de igual a igual con un presidente autonómico de dicho estado, al carecer el segundo de soberanía política. ¿Por qué digo que es ridículo? Pues porque los jefes de estado y de gobierno se sientan a la mesa y negocian todos los días con presidentes autonómicos, alcaldes, representantes de empresas y sindicatos, y toda una pluralidad de otros actores, sin necesidad de reconocerles ninguna clase de soberanía política. Y eso por no mencionar los casos en los que diversos gobiernos de España han negociado, a veces sin decirlo o admitirlo públicamente, con terroristas, piratas internacionales y otros tipos de criminales. Para sentarse con alguien a negociar, basta con reconocer que se tiene un problema común y que existe al menos un interés compartido por encontrar soluciones dialogadas y razonables a dicho problema. Este hecho, que a algunos puede resultarles anecdótico, expresa muy bien lo que denomino falta de reconocimiento mutuo. Tal vez generado por la falta de voluntad y acrecentado por la situación de escalada, lo cierto es que las diversas partes en este conflicto no se han reconocido como interlocutores válidos en la búsqueda de una solución.
Se me dirá que mi ejemplo solo muestra falta de reconocimiento de una parte –el gobierno español, y más concretamente el de Rajoy– hacia otra parte, el independentismo. Pero la falta de reconocimiento es mutua, pues aunque los independentistas llevan años diciendo querer sentarse a la mesa de negociación con el gobierno de España, lo cierto es que siempre que han hecho esa oferta al diálogo ha sido con una imposición fundamental –normalmente la celebración del referéndum, a la que después se agregó la liberación de los presos- que era presentada como no negociable, y que de hecho predeterminaba el propio resultado de la negociación. Esa conducta es también una falta de reconocimiento, en este caso del otro como un agente negociador que debe tener capacidad de aceptar o rechazar ciertas demandas, así como de plantear alternativas. Desafortunadamente, esa falta de reconocimiento abarca también al resto de partes implicadas, como el resto de comunidades autónomas, el resto de partidos que no se encuentra en ninguno de los dos gobiernos, y muchos sectores sociales que no están tampoco representados por ellos, partes a las que a menudo incluso olvidamos mencionar cuando analizamos el conflicto –si no es eso una muestra de falta de reconocimiento, no sé qué podría serlo.
Sobre todo no debemos cometer el error de menospreciar la importancia del reconocimiento en todo proceso de diálogo y negociación. Una deliberación se define como un intercambio de argumentos que pretenden ser racionales, es decir, razones esgrimidas para convencer al otro, llevado a cabo entre seres libres e iguales. Si yo coacciono al otro –por ejemplo, le pongo una pistola en la sien- no puede desarrollarse una verdadera deliberación. Si le considero un infrahumano, como un nazi a un judío, tampoco. Debo tratarle como un ser libre, igual y racional, esto es, capaz de responder a mis argumentos con sus propios argumentos. Por cierto, la deliberación también presupone que aceptamos las reglas básicas de la argumentación, y no que vamos a intentar hacer demagogia, o a engañar al otro, o tergiversar en nuestro favor los datos, etc. Pero lo más importante es que reconocer al otro como libre, igual y racional no implica presuponer que el otro es un sujeto político soberano –pues eso es parte de lo que está en discusión. Significa solamente que se le reconoce como agente, como actor con el que tenemos un conflicto y con el que debemos buscar conjuntamente una solución al mismo. Eso debería bastar.
4. La cuarta dificultad fundamental con que nos encontramos está siendo la falta notable de confianza entre las partes. Es sabido por todos que en las negociaciones –perdón, he dicho la palabra prohibida- entre Rajoy y Puigdemont de octubre de 2017 –sí, aquellas en las que Urkullu actuó como, perdón, otra palabra prohibida, mediador-, y que tenían por objetivo convocar de nuevo elecciones en Cataluña sin declarar la independencia y en paralelo buscar algún otro espacio de diálogo, se quebraron en el último momento principalmente por una falta de confianza de Puigdemont hacia Rajoy. ¡Cuánto nos habríamos ahorrado si Puigdemont no llega a declarar la independencia el 27 de octubre! El conflicto no se habría resuelto por arte de magia, claro que no. Pero se habría detenido la escalada, se hubiera dado una muestra de reconocimiento, y lo más importante, se hubiera comenzado a construir confianza. Pero Puigdemont no se fiaba de que Rajoy cumpliera con su parte del acuerdo. Por otra parte, me consta de diversos altos cargos del gobierno español, del actual tanto como del de Rajoy, que nunca confiaron tampoco en que los independentistas accedieran a una negociación discreta y cumplieran con los compromisos alcanzados, si es que se llegaba a alguno. Es evidente que una negociación no puede prosperar si falta confianza a un nivel tan básico, y mucho menos si pretendemos que sea una negociación integradora, colaborativa, win-win, como las que nos aconsejan los expertos de Harvard. Es más, la confianza entre las partes de cualquier conflicto es un tesoro que hay que construir lenta y progresivamente, con gran esfuerzo, porque no viene nunca regalada. Y en cambio puede destruirse en cuestión de segundos ante la más mínima traición o apariencia de traición.
La falta de desconfianza en una negociación causa que las partes no quieran ni escuchar los argumentos de la otra, y mucho menos sus propuestas de solución. Cualquier cosa que se diga va a ser visto con suspicacia, como una trampa o como una mentira. La falta de confianza impide el juego de ofertas y contraofertas que definen una fase determinada de toda negociación. E impide todavía con mayor rotundidad algo sobre lo que se construye uno de los pilares centrales del Método de negociación de Harvard, que es la exploración conjunta y honesta de soluciones integradoras. Cuidado aquí. No confundamos la confianza que es necesaria para que la negociación prospere –o, incluso, que comience- con la amistad, la comunión de intereses, el aprecio, o incluso la cordialidad. En la historia de las negociaciones internacionales, un escenario muy habitual ha sido el de tener que negociar entre países enemigos, incluso en ocasiones enfrentados en una guerra o conflicto armado. Esas negociaciones son de todo menos amistosas o cordiales. Pero la negociación no puede ni prosperar si no se puede crear un mínimo clima de confianza. Y ese clima mínimo, por el momento, está desgraciadamente ausente.
De nuevo, la mala noticia es que generar relaciones de confianza es algo muy lento y difícil. La buena es que sabemos cómo hacerlo. Hay una estrategia que requiere paciencia pero es infalible. Es lo que el gran Robert Axelrod, uno de los grandes especialistas en cooperación social, denominó en los años 80 la estrategia del “tit-for-tat” (que en castellano puede traducirse como “toma y daca”, y que algunos un poco más pedantes llaman equivocadamente “quid pro quo”, cuando en realidad –ahora el pedante soy yo- en latín sería “do ut des” –¡bendita Wikipedia!), muy adecuada por ejemplo para superar dilemas de acción colectiva basados en falta de confianza mutua. El “tit-for-tat” es un mecanismo muy sencillo basado en la reciprocidad. Consiste en tener paciencia y avanzar poco a poco. En dar unos primeros pasos siempre confiando en el otro, aunque uno sienta realmente desconfianza y crea que va a ser traicionado, y a partir de ahí seguir confiando si el otro da muestras a su vez de cooperación, y pasar a castigarle y detener la confianza y la cooperación si el otro en cambio nos traiciona. Es un mecanismo que algunos teóricos evolutivos como Robert Trivers y William Hamilton –o después teóricos de juegos como Kenneth Binmore- han sostenido que se encuentra en la base de algunas de las fuerzas evolutivas de las especies. Antes que ellos esa posibilidad ya había sido apuntada por Piotr Kropotkin y Lev Tolstói. Y aún antes, desconociendo la teoría de la evolución, por supuesto, por Rousseau. Hay que empezar confiando, aunque sea un poco a ciegas, y luego ir avanzando pasito a pasito.
5. La quinta y última dificultad en este potencial proceso de diálogo o negociación es la falta de esquemas de comprensión comunes, que en parte deriva de la falta de voluntad real de sentarse a negociar y de la falta de reconocimiento mutuo. Cuando uno se sienta a negociar el precio de un coche de segunda mano, las partes suelen ser plenamente conscientes de lo que está en juego y poseen un marco de comprensión común del problema. Puede que discrepen sobre el valor real de mercado que tiene el coche, o sobre su estado de conservación. Esas son discrepancias fácticas relativamente fáciles de superar. El problema es que en el conflicto en el que nos encontramos el marco de referencia compartido es demasiado delgado, si es que existe. Unos consideran que Cataluña es un sujeto político con un derecho natural unilateral a la autodeterminación. Otros consideran que eso sería ya presuponer soberanía, y que el único sujeto político soberano es el pueblo español. Cada parte acusa a la otra de haber iniciado el conflicto y de haber causado terribles injusticias. Algunos miembros de ambas partes se consideran mutuamente fascistas y anti-demócratas. No hay siquiera acuerdo sobre quiénes son las partes relevantes y sobre cómo podemos delimitarlas correctamente. Y en medio de todo esto, cada uno de los actores en este conflicto rivaliza con los demás por conquistar eso que todos denominan ahora “el relato”, es decir, la narrativa, la explicación que se consolida en el imaginario público como descripción de la realidad.
Esta falta de un marco de comprensión común da lugar a dos tipos de subconflictos muy conocidos por los expertos en negociación y mediación, a los que Christopher Moore en su influente libro The Mediation Process denominaba conflictos sobre los datos y conflictos sobre los valores. Se trata de subconflictos que son conceptualmente independientes del conflicto principal en toda negociación, que es el conflicto entre los intereses genuinos de las partes, pero que pueden complicar enormemente la búsqueda de soluciones a dicho conflicto de intereses, precisamente porque no se aceptan siquiera los mismos términos de definición del problema. Como ocurre con las anteriores dificultades fundamentales, estamos ante una carencia muy importante a la hora de buscar un camino de diálogo y negociación adecuado para la resolución de este conflicto. Pero la buena noticia es que conocemos fórmulas para superar estos problemas y encontrar marcos comunes de referencia, o al menos para intentar paliar los efectos de su carencia. De hecho, en el ámbito de la negociación y la mediación este tipo de problemas son comunes y bien conocidos, y conforman lo que podríamos llamar “business as usual”. La fórmula más importante para tratarlos es la de generar procesos genuinamente deliberativos encaminados a tratar de consensuar descripciones del problema y puntos de partida comúnmente aceptados. Esto, claro, siempre que exista un mínimo de confianza, un mínimo reconocimiento mutuo, detengamos la escalada y, sobre todo, todas las partes tengan un genuina voluntad de dialogar y alcanzar un acuerdo.
En el próximo artículo, segunda parte de la serie, analizaré con mayor detalle quiénes son las partes de este conflicto, cuáles son sus intereses principales, cuáles son las principales dimensiones del conflicto, y de qué maneras concretas podríamos identificar soluciones imaginativas que resuelvan el conflicto en interés mutuo, es decir, de forma win-win (algo que hoy parece directamente imposible). A ver si somos capaces de hacer con inteligencia aquello que nos recomienda el gran William Ury, el “manejo constructivo de nuestras diferencias”.
-------------------
José Luis Martí es profesor de filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra
Ya está abierto El Taller de CTXT, el local para nuestra comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos...
Autor >
José Luis Martí
Es profesor de Filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí