Democracia, protesta, desobediencia (I)
Durante siglos, la filosofía política ha presupuesto que cuando un gobierno es legítimo los ciudadanos tienen el deber general de obedecer sus normas y contribuir al sostenimiento de sus instituciones
José Luis Martí 18/08/2019
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Protesta del movimiento Extinction Rebellion en el puente de Blackfriars en Londres el pasado noviembre.
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“El arco del universo moral es largo, pero su curva tiende hacia la justicia”. Esta es la famosa frase atribuida a uno de los máximos héroes morales del siglo XX, Martin Luther King Jr., una frase que al presidente Obama le gustaba citar a menudo en sus discursos. En realidad, la frase no es de King, sino que la tomó prestada del reverendo abolicionista Theodore Parker, quien la incluyó en un sermón de 1853. Así que proviene de una venerable tradición filosófica y teológica bien afincada en los Estados Unidos, una tradición que puso el pacifismo y la resistencia no violenta frente a las injusticias y al autoritarismo del Estado en el centro de su visión del mundo y de sus reivindicaciones abolicionistas. De la no-violencia, del derecho a la protesta y a la disidencia, de la desobediencia civil, y del derecho de resistencia en general en el marco de una democracia es de lo que quiero hablar aquí.
El mundo… bueno… la verdad, el mundo es una mierda. La miseria moral de la humanidad es indescriptible. Nuestros sistemas políticos son por lo general asquerosos. Vivimos rodeados de tremendas injusticias. Leer las noticias que nos van llegando cada día exige un ejercicio de coraje considerable. Y soportar lo insoportable, la cohabitación cotidiana con el horror, con la represión, la discriminación o la dominación despótica que sigue abundando a nuestro alrededor, es tarea dificilísima para cualquiera que conserve un ápice de sensibilidad moral. Podemos ser autocomplacientes y quedar satisfechos con el relativo nivel de bienestar que muchos hemos alcanzado, cerrando los ojos para no ver el mundo que nos rodea. Al menos algunos afortunados podemos intentar hacer eso. Pero el infierno moral está ahí fuera, y bien visible. Que cada uno elija el caso o la imagen que quiera para ilustrar este punto. Yo elijo la fotografía reciente que todos guardaremos en la retina durante mucho tiempo, la de un padre y su hija de dos años, ahogados en el Río Bravo, cuando intentaban llegar a la Tierra Prometida huyendo de su infierno en vida. Tan parecida, esta imagen, a aquella otra, de 2015, la del niño Aylan Kurdi, de tres años, yaciendo ahogado boca abajo en una playa turca. Insoportable(s). Algo dentro de mí murió con el niño Aylan, y algo más con los ahogados del Río Bravo, y con cada uno de los miles de refugiados que se apilan en el fondo de nuestro mar Mediterráneo. El arco del universo moral es tan largo que a menudo no vemos su final. El mundo, ya lo he dicho, es una mierda.
Pero lo es un poco menos gracias a la democracia, al Estado de derecho constitucional, a los derechos y libertades básicas, que son nuestros únicos escudos defensivos y, por supuesto, a la acción y movilización política permanente de tanta gente que no se conforma, que no se resigna, y que no pierde la esperanza a pesar del horror. Ninguno de estos elementos es perfecto, ninguno ha terminado con la injusticia, ni con el infierno. Pero el mundo es hoy mucho mejor gracias a todo ello. Y es mejor gracias a los héroes morales inconformistas, protestones, valientes, disidentes, que optaron por ver, por mirar al abismo a su alrededor, y no gracias a los pesimistas y acomodaticios que prefirieron mantener la venda sobre los ojos.
Podemos ser autocomplacientes y quedar satisfechos con el relativo nivel de bienestar que muchos hemos alcanzado, cerrando los ojos para no ver el mundo que nos rodea. Al menos algunos afortunados podemos intentar hacer eso. Pero el infierno moral está ahí fuera, y bien visible
Thomas Jefferson –un héroe con todas sus luces y sus sombras, de las que nadie se libra, pues si bien los héroes de carne y hueso existen; los santos, no– sentó las bases que permitirían el desarrollo del famoso Bill of Rights estadounidense, el primer catálogo de derechos constitucionales del mundo, al afirmar en 1776, en su redacción de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, como verdades autoevidentes que “todos los hombres han sido creados como iguales”, y que gozan de “derechos inalienables” a “la vida, la libertad y la persecución de la felicidad”. Este mismo hombre, durante su servicio como embajador en Francia, ayudaría al abate Siéyès y al marqués de Lafayette a redactar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que sería proclamada por la Asamblea Nacional Constituyente Francesa tras la revolución de 1789 en París, una declaración después extendida en 1793. En paralelo, y en protesta por la invisibilización de la mujer a la que contribuyeron incluso muchos de los propios revolucionarios, una heroína del movimiento feminista y de liberación de la mujer, muy adelantada a su tiempo, la increíble Olympe de Gouges, se encargó de proclamar la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana.
Estas revoluciones, en especial la estadounidense, que es tal vez el hecho más importante de la historia de la humanidad desde el punto de vista de la democracia y la libertad, crearon el molde para los gobiernos democráticos y constitucionales modernos de los que algunos afortunados hemos podido disfrutar en los últimos dos siglos. Las tres declaraciones de derechos mencionadas de fines del siglo XVIII constituyeron el precedente directo de la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamada por Naciones Unidas en 1948. Esas revoluciones fueron, sin duda alguna, violentas. Pero marcaron un antes y un después en la historia: sentaron las bases de un nuevo contexto político en el que las sucesivas conquistas sociales y de justicia podían alcanzarse ya, incluso de manera más eficaz, por medio de protestas y movilizaciones sociales pacíficas.
La revolución estadounidense, a pesar de los valores y principios que la motivaron, y de todos los derechos y garantías que permitió conquistar, no trajo con ella la justicia –completa–, ni la felicidad para los habitantes de ese país. No fue hasta un siglo más tarde, y con una guerra civil de por medio, que se consiguió abolir algo tan horrendo como la esclavitud. De hecho, como es bien sabido, los negros no lograron un pleno reconocimiento de derechos civiles y políticos hasta los años 60 del siglo XX; es decir, hasta anteayer. Aún hoy, la minoría afroamericana es víctima de una intolerable discriminación y segregación estructural fáctica –no ya jurídica, al menos no directamente jurídica– que les “regala” una probabilidad mucho mayor de ir a la cárcel, de morir jóvenes, de caer por debajo de la línea de pobreza, etc. El camino emprendido hace dos siglos con la revolución está siendo ciertamente muy largo, muy difícil e incierto, especialmente para algunos. Aún y así, la situación actual es radicalmente mejor que la sufrida en los siglos XVIII, XIX, o el XX. Y todos los avances se han debido a la acción de los inconformistas, a la protesta tenaz, la movilización permanente y hasta la desobediencia civil de miles, de millones de personas que, como Martin Luther King Jr., no se resignaron ante la injusticia.
Así que tal vez tenía razón el Dr. King cuando afirmaba que el arco del universo moral se curvaba hacia la justicia, pero la curvatura es mucho más lenta de lo que querríamos, y si se curva no es por determinismo o necesidad histórica, sino por la visión, la tenacidad y el trabajo duro de tantas personas, de tantos héroes morales de diversos siglos, la inmensa mayoría de ellos anónimos, que no se han resignado y que han protestado cuando debían hacerlo. Héroes como Mahatma Gandhi, el propio Luther King o Nelson Mandela, probablemente los tres líderes políticos de mayor calado moral de todo el siglo XX. Héroes como Carola Rackete, la capitana del Sea Watch 3 recientemente arrestada por el gobierno de Salvini por desobedecer sus órdenes de entrar a un puerto italiano a desembarcar a las 40 personas inocentes a las que había salvado la vida cuando sólo trataban, de nuevo, de escapar del infierno en vida. O como Greta Thunberg, cuya movilización incansable en protesta por la inacción de los estados en enfrentar con contundencia los retos del cambio climático la ha llevado ya a hablar en diversos foros internacionales, como el Parlamento Europeo.
Estos dos artículos –hoy publico el primero–, bajo el título “Democracia, protesta, desobediencia”, están dedicados a todos estos héroes morales, a los famosos, y aún más a los anónimos que les acompañaron y sin los cuales nada hubiera sido posible. Con mi más profunda admiración. De ellos hemos aprendido que la democracia, el derecho a la protesta, la resistencia pacífica y la desobediencia civil marcan en realidad el único camino posible para que el futuro de nuestro planeta sea mejor. Pido perdón por esta larga introducción, que sin embargo me parecía necesaria para enmarcar la discusión que viene. En lo que queda de este primer artículo voy a tratar de explicar por qué es tan importante en una democracia el preservar los derechos de protesta, disidencia y resistencia. En el próximo, analizaré cuáles son las formas más importantes de resistencia democrática, como las variedades de protesta y manifestación, la objeción de conciencia o la desobediencia civil, y cómo han sido empleadas por algunos de los movimientos democráticos también más importantes de los últimos tiempos: desde el 15M, el Occupy, el Black Lives Matter o el movimiento independentista catalán, hasta el movimiento de salvamento de refugiados e inmigrantes en el Mediterráneo, y el movimiento contra la inacción de los gobiernos ante la emergencia climática, en especial el de Extinction Rebellion.
Democracia, legitimidad, justicia y derecho de resistencia
Durante siglos, la filosofía política ha presupuesto que cuando un gobierno es legítimo los ciudadanos tienen el deber general de obedecer sus normas y contribuir al sostenimiento de sus instituciones (John Rawls, por ejemplo, lo llama el “deber natural de justicia”). Y ha habido un consenso bastante generalizado entre los académicos de que para que un gobierno sea legítimo, éste debe ser cuanto menos democrático (es decir, que una dictadura no puede ser nunca legítima). Frente a estados democráticos mínimamente justos no cabe ningún derecho a la revolución. El derecho de rebelión o resistencia del que han hablado todos los pensadores, desde Aristóteles y Cicerón, hasta Rawls y Habermas, pasando por Isidoro de Sevilla, Tomás de Aquino, Maquiavelo, Hobbes, Locke y Rousseau, sólo es válido frente a las tiranías. Vamos, que si uno vive en Corea del Norte, o en China, o en la España de Franco, está justificado el uso de la violencia para derrocar al gobierno e instaurar una democracia –aunque incluso en esos casos habría que ver en concreto qué tipo de violencia se quiere ejercer, y cuáles son las alternativas. Pero si uno vive en Noruega, en Canadá o en Alemania –presupongo que los tres son países claramente democráticos– el uso de la fuerza o la violencia contra el gobierno no está en principio justificado. Más bien al contrario. Se presupone, siempre con carácter general, que los ciudadanos deben respetar el sistema, obedecer sus normas e incluso contribuir al sostenimiento de sus instituciones.
La revolución estadounidense, a pesar de los valores y principios que la motivaron, y de todos los derechos y garantías que permitió conquistar, no trajo con ella la justicia –completa–, ni la felicidad para los habitantes de ese país
Este es el esquema general que, como digo, ha sido muy ampliamente aceptado por filósofos y teóricos políticos liberales y republicanos de los últimos 200 años. Sin embargo, hay tres razones por las que es necesario introducir algunos matices, y por las que el derecho de resistencia no debería ser descartado tan rápidamente, incluso en los países más democráticos del mundo.
En primer lugar, tanto el carácter democrático como la propia legitimidad de nuestros sistemas políticos es gradual. Algunos países son más democráticos y legítimos que otros. Algunos no son democráticos en absoluto –como Corea del Norte o Siria. Pero ni el más democrático de los países del planeta –¿Noruega? ¿Islandia?– es perfectamente legítimo. Todas nuestras democracias son imperfectas. Ninguna alcanza un grado absoluto de transparencia, igualdad política, representatividad de las instituciones, rendición de cuentas, deliberación pública de calidad, respeto por los derechos y libertades fundamentales, respeto por el pluralismo, y el resto de condiciones que definen una democracia. Ergo, todas, incluso la más avanzada de las democracias, son susceptibles de mejora en cuanto a la legitimidad del sistema. Y sus ciudadanos deben disponer de las herramientas necesarias para provocar las mejoras de reforma institucional que estimen necesarias. Al fin y al cabo, no hay democracia si los ciudadanos no disponen de suficientes mecanismos de control último sobre las decisiones del gobierno, y esto incluye la posibilidad de disputar o poner en jaque las decisiones tomadas por los poderes públicos. Esto es lo que algunos republicanos como Philip Pettit, nada susceptibles de ser tomados por radicales revolucionarios, han denominado la “democracia contestataria”, la democracia que permite a sus ciudadanos criticar, protestar, disputar y contestar –en el sentido anglosajón– a las decisiones del gobierno.
En segundo lugar, incluso las democracias más legítimas producen injusticias. A veces, terribles injusticias. Basta con preguntarles a los ciudadanos que viven en dichas democracias, como a Greta Thunberg. Noruega, Islandia y Suecia son, según el Democracy Index, las tres democracias más avanzadas del mundo y países mucho más justos que España. Pero el trato que dispensan a los inmigrantes, o la relativa pasividad de sus gobiernos con respecto a la emergencia climática, o la situación de sus sistemas penales y penitenciarios, por poner algunos ejemplos, aunque sean mucho mejores que los nuestros, siguen siendo inaceptables. Que la legitimidad es distinta de la justicia es algo que la filosofía política contemporánea, desde Habermas y Rawls, hasta Dworkin, Raz y Pettit, ha establecido claramente y de forma casi unánime. Un sistema es legítimo si quien toma las decisiones políticas tiene el derecho a hacerlo, el derecho a gobernar, y lo hace en la forma debida. El sistema es justo, en cambio, si y sólo si las decisiones que se toman son correctas desde el punto de vista sustantivo -desde una teoría de la justicia determinada. Así que un sistema puede ser considerablemente legítimo, como Estados Unidos, la primera democracia moderna del mundo, y aún así vivir con una brutal e intolerable injusticia social. Y un sistema puede ser muy legítimo, como Suecia, y no hacer todo lo necesario para terminar con la injusticia. Ya he dicho antes que nuestro mundo es una mierda. Vivimos rodeados de injusticias muy difíciles de soportar. Por eso los ciudadanos de una democracia legítima requieren, por un lado, de defensas o protección frente a los potenciales abusos del poder político o de otros ciudadanos y, por el otro, de herramientas para impulsar la crítica y la resistencia frente a tales injusticias, y mecanismos de reforma del sistema.
En tercer lugar, la democracia requiere conceptualmente el respeto al pluralismo, al disenso, incluso a la disidencia. Hasta en la democracia más legítima y justa del mundo hay que escuchar al que disiente, al crítico, a la minoría que rechaza el consenso mayoritario. Aunque la mayoría esté convencida de tener razón en sus posiciones, debe escuchar y debatir con máximo respeto con las minorías disidentes. Así que, existan o no déficits de legitimidad e injusticias, no viviremos en una auténtica democracia a menos que los ciudadanos dispongan de un robusto sistema de derechos de protesta y resistencia. De hecho, si no existieran, ya no sería una democracia. Y por ende no sería un sistema político legítimo. Auto-colapsaría.
Así que sí: los sistemas políticos democráticos que son medianamente legítimos generan un cierto deber general de obediencia, respeto y apoyo por parte de la ciudadanía. Pero a la vez esa misma ciudadanía debe disponer de un sistema de defensas, derechos y libertades de resistencia, que son centrales en cualquier democracia avanzada, e incluyen el derecho general de crítica y protesta, el derecho a la huelga, el derecho de manifestación, en algunos casos el derecho a la objeción de conciencia, e incluso a la huelga de hambre y a la desobediencia civil –aunque éste último no se trate de un derecho técnica y genuinamente jurídico.
Durante siglos, la filosofía política ha presupuesto que cuando un gobierno es legítimo los ciudadanos tienen el deber general de obedecer sus normas y contribuir al sostenimiento de sus instituciones
El mundo es una mierda pinchada en un palo. Aunque menos de lo que llegó a ser en el pasado, y eso es gracias a los inconformistas y disidentes, a tantos héroes morales famosos y anónimos del pasado y del presente, que lucharon por una sociedad mejor, por la democracia y por nuestras libertades, utilizando todas estas herramientas.
Tolstói y el derecho de resistencia democrática
Ya he dicho que en una democracia mínimamente legítima no cabe el derecho de rebelión o revolución, si por tal entendemos el uso de la fuerza o violencia para derrocar al gobierno. Aunque las revoluciones molan mucho, y algunas nos han traído, como ya he explicado, grandes conquistas políticas y sociales –y aunque la mitad de países del mundo no sean todavía democráticos, y por lo tanto en principio quepa en ellos el derecho a dar un golpe de Estado– lo cierto es que hoy en día la idea de la revolución ya no es sexy, como diría Guillem Martínez, o al menos no tanto como lo era hace unas pocas décadas para una parte de la izquierda. La revolución no forma parte de nuestro vocabulario y objetivos políticos. Mejor dicho, vivimos rodeados de tantas revoluciones –la tecnológica o digital, la educativa, la cultural, la sexual, etc.– que el término se ha terminado banalizando en extremo. La revolución de verdad, la que se vehicula por medio de la fuerza y la violencia, la que hace rodar cabezas y genera ríos de sangre, ya no ocupa un lugar destacado en el imaginario de la mayoría de ciudadanos de estados democráticos. Sólo les mola a los muy “motivados”.
Lo que se lleva ahora es la llamada resistencia pacífica o democrática. Si pensamos de nuevo en los héroes morales del siglo XX antes mencionados –Gandhi, Luther King y Mandela–, fueron líderes de movimientos sociales de masas que alcanzaron grandes conquistas políticas, pero lo hicieron de forma pacífica o no-violenta, y no por ello menos activa y efectiva. De hecho, tal y como sostienen de forma convincente Erica Chenoweth y Maria Stephan en su libro de 2011 Why Civil Resistance Works? The Strategic Logic of Nonviolent Conflict, los movimientos de resistencia pacífica –en el período estudiado, entre 1900 y el 2006– se han mostrado por lo general más exitosos que los movimientos violentos. Esto tiene que ver, fundamentalmente, y en opinión de las autoras, con que dichos movimientos pacíficos atraen a más activistas y simpatizantes, reducen determinados obstáculos para su seguimiento, los hace más innovadores e imaginativos, y los convierten finalmente en más atractivos para el resto de ciudadanos, y en más poderosos y resilientes.
No hay democracia si los ciudadanos no disponen de suficientes mecanismos de control último sobre las decisiones del gobierno, y esto incluye la posibilidad de disputar o poner en jaque las decisiones tomadas por los poderes públicos
Como es bien conocido, el primer gran líder pacifista de la resistencia no-violenta y la desobediencia civil en el siglo XX fue Mahatma Gandhi. A él se le considera comúnmente como el precursor de este movimiento, y fuente de inspiración principal para Bayard Rustin, Martin Luther King Jr., y para todo el movimiento estadounidense por los derechos civiles de los años 50 y 60, así como para las movilizaciones ciudadanas del 68 en Europa. Pero las ideas de Gandhi provenían directamente del gran escritor ruso Lev Tolstói, a quien admiraba tanto que incluso llegó a fundar una escuela comunitaria tolstoiana durante su período de abogado en Sudáfrica, y con quién intercambió unas conmovedoras cartas poco antes de su muerte. Tolstói –y no Henry D. Thoreau–, fue el verdadero inspirador de la idea gandhiana de la desobediencia civil. Él fue quien le enseñó que al mal no se le puede combatir con el mal, que la violencia no hace si no engendrar más violencia, y que la única forma de traer el bien y la justicia al mundo es por medio del amor universal y fraternal hacia todos los seres humanos, un amor que trascienda las fronteras de las familias, de las tribus, de las religiones y culturas e incluso de las naciones. Esta es la idea que Gandhi bautizó con la palabra satyagraha, que fue central en su pensamiento. La que Tolstói consideraba como la verdad fundamental que la humanidad entera debía comprender: que el bien consiste en todo lo que nos une, y el mal en todo aquello que nos separa. Y que nada une tanto como el amor por el prójimo, y nada separa tanto y de manera tan definitiva como la violencia.
Estas ideas las articuló Tolstói de forma nítida y poderosa. Aunque por supuesto no se las inventó él. La llamada doctrina de la no-violencia provenía del movimiento abolicionista estadounidense del siglo XIX, de autores como William Garrison o Adin Ballou. Aún antes, del escritor medieval checo Petr Chelcicky y la hermandad de los moravos, o de los valdenses del siglo XII. Y, de hecho, Tolstói se consideraba un continuador de una larguísima tradición filosófica y religiosa que predicaba la doctrina del amor y el pacifismo, y que él atribuía a sabios como Confucio, Lao-Tse, Buda, la escuela de los brahmanes indios, Epicteto, Jesús, Cicerón, Séneca, Agustín de Hipona, Mahoma, Pedro Valdo, Montaigne, La Boétie, Pascal, Leibniz, Spinoza, Rousseau y Kant, entre muchos otros. Pero fue la pluma magistral del escritor ruso la que ejercería una influencia fundamental en tantos pacifistas de principios del siglo XX, desde Gandhi a Bertrand Russell, pasando por Wittgenstein.
Tolstói vivió los últimos años de su vida y hasta su muerte en 1910 enormemente afligido, prácticamente desesperado, no sólo por las terribles injusticias de su presente, sino porque, una vez arrancada la venda de los ojos, era también capaz de ver los signos evidentes de que algo muy importante estaba a punto de ocurrir. Y no se engañaba. Aunque seguramente no fue capaz de vislumbrarlo en toda su magnitud, era plenamente consciente que la sombra alargada del mal, es decir, de la violencia, de la guerra, de la represión, se cernía sobre Rusia y sobre toda Europa. Por eso pasó sus últimos años aullando desesperadamente y tratando de convencer a la humanidad entera de que el único camino real, el único admisible, era el del amor y la unión fraternal, y de que este momento de amor universal, que él identificaba con la idea cristiana del reino de dios en la tierra, podía acabar llegando más pronto que tarde si los hombres y mujeres tomaban las decisiones correctas. O eso prefería pensar, tan asustado como se encontraba.
Pero murió sin verlo. Y, por suerte para él, sin ver el horror más profundo de la historia de la humanidad, el mal absoluto, que reinó especialmente durante la primera mitad del siglo XX: la Primera Guerra Mundial, el genocidio armenio, la revolución rusa y subsiguiente represión de Stalin, la aparición de los fascismos y sobre todo el nazismo, el holocausto judío y el gitano, la Segunda Guerra Mundial, la represión causada por la Revolución Cultural de Mao, y por muchos otros regímenes comunistas en el mundo, hasta el genocidio de Ruanda. Tal vez hayan sido necesarios todos esos horrores para que muchos hayamos acabado viendo aquello que Tolstói había anticipado hace más de un siglo: que el único camino verdaderamente admisible es el de la no-violencia. Pero lo cierto es que en el sangriento siglo XX se separaron las aguas del derecho de resistencia, y las ideas de Tolstói cambiaron para siempre la historia política y la lucha democrática de la humanidad. Se separaron los caminos de aquellos que consideran admisible el uso de la violencia para tratar de construir un mundo más justo y el de aquellos que por el contrario apuestan por el derecho de resistencia pacífica y democrática, por la no-violencia y la persuasión racional, especialmente en contextos de una mínima legitimidad política como los democráticos.
Hasta en la democracia más legítima y justa del mundo hay que escuchar al que disiente, al crítico, a la minoría que rechaza el consenso mayoritario
Es a esta nueva tradición de resistencia democrática del siglo XX a la que han contribuido líderes políticos como los ya mencionados Gandhi, King y Mandela, y los mejores pensadores democráticos del siglo, como Russell, Wittgenstein, Hannah Arendt, John Rawls, Jürgen Habermas y Noam Chomsky, entre muchos otros. Es en esta tradición en la que cabe enmarcar una amplia variedad de formas y derechos de resistencia democrática y no violenta: desde el más clásico y básico de todos, el derecho a la crítica política, anclado en la libertad de expresión –a su vez, la más democrática de todas las libertades–, así como en la libertad ideológica que genera un derecho nuclear a disentir, pasando por el derecho de protesta, con sus desarrollos en los derechos constitucionales de manifestación, huelga, reunión, asociación, sindicación, y con formas más sofisticadas de protesta, como las concentraciones, las caceroladas, la ocupación de espacio público, las sentadas, los escraches no violentos, los boicots, y hasta los derechos más extremos, admisibles sólo en circunstancias especiales, como el de objeción de conciencia, la huelga de hambre o la desobediencia civil. En esta serie de derechos y libertades está contenido todo nuestro armamento para disentir, protestar y resistir de forma no-violenta, esto es, democrática.
En el próximo artículo explicaré en qué consiste cada una de estas formas de resistencia democrática, y las ejemplificaré en las acciones que han llevado a cabo algunos de los movimientos democráticos más importantes y esperanzadores de los últimos diez años: desde el 15M, el Occupy, el Black Lives Matter o el movimiento independentista catalán, hasta el movimiento de salvamento de refugiados e inmigrantes en el mediterráneo, y el movimiento contra la inacción de los gobiernos ante la emergencia climática, en especial el de Extinction Rebellion. Lo mejor de la humanidad, especialmente de los más jóvenes entre nosotros, está participando o ha participado de estos movimientos. Porque son héroes que no se conforman, no se resignan a la injusticia, y porque son protestones. Sea por profundas razones morales, religiosas o filosóficas, como las inspiradas por Tolstói o Gandhi, o por puro pragmatismo político, pues, como hemos visto, la resistencia no-violenta ha sido más exitosa a lo largo del siglo XX que los intentos de reforma violentos, lo cierto es que si el arco del universo moral acabará algún día curvándose hacia la justicia no será por designio divino o necesidad histórica, sino por el arduo y tenaz trabajo de estos protestones.
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José Luis Martí es profesor de Derecho de la Universidad Pompeu Fabra.
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José Luis Martí
Es profesor de Filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra.
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