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Nunca son buenas noticias cuando la prensa es noticia. La postsentencia ha evidenciado el frágil lugar de los medios de comunicación, en este país y en este momento, y ha hecho más agudos los claroscuros de las coberturas, la violencia –tangible y metafórica– y la ausencia de vigilancia a los vigilantes. Más de 60 periodistas, según los últimos recuentos, han sido heridos estos días; dos, por cierto, de CTXT. La libertad de prensa es el canario en la mina de muchos otros derechos civiles, y la primera en caer en regímenes totalitarios de todo tipo. Por esta razón nos hemos adherido al manifiesto conjunto de una serie de entidades para reclamar que se ponga fin a lo que parece –hemos de decir “parece”, porque tal como dice la vieja máxima de la profesión, si tu madre te dice que te quiere, ¿está contrastado?– una campaña de intimidación deliberada, y no una concatenación de pasadas de frenada que ya serían malas por sí mismas. Sea como sea: es de primero de Estado de derecho no pegarle a los periodistas, que es bien sabido que somos unos alfeñiques.
Defender la prensa es, también, no creer que es buena o mala en función de si nos da la razón o no. Los periodistas no estamos para hacer amigos –y mucho menos, amigos en el poder– ni para vivir satisfechos de nuestras virtudes. Escribirás cinco reportajes cojonudos y una errata tipográfica en el sexto te los invalida. La misma gente que te considera “su medio” al día siguiente te encuentra un panfleto, y al cabo de dos días volverá a proponerte para el Pulitzer. C'est la vie, tú. Los mejores periodistas –pero también los mejores medios– que conozco siempre querrían haber hecho más en su trabajo, viven mal salir en una fe de erratas –y todos hemos pasado por ella– y escuchan –quizás con dolor, quizás refunfuñando– las críticas fundamentadas. Yo misma lo pienso, a pesar de los esfuerzos que dedicamos, de nuestra propia cobertura. Siempre te planteas si todos los tuits aportaban algo, si alguna imagen no contribuía a empeorar más el conflicto, si había alguna otra manera, diferente, mejor, de hacerlo. Pero al igual que es imposible hacer periodismo si vives pendiente de la validación externa, también lo es si no recomienzas cada día sin mirar continuamente atrás.
Además, ni todas las coberturas ni todos los profesionales son iguales, y deberíamos ser los periodistas los primeros en señalar lo que no se está haciendo bien. Las televisiones públicas están haciendo coberturas muy desiguales, mostrando realidades casi antitéticas. En algunos casos, incluso alimentando odio y ejerciendo de altavoz de un gobierno u otro. No es tolerable que a un periodista –quizás se entenderá mejor si lo llamamos un obrero del periodismo– se le insulte y se le tiren huevos mientras hace su trabajo, pero tampoco que medios que pagamos entre todos propaguen teorías conspiratorias. Se pueden hacer muchas críticas, y muy razonables, a las coberturas que se han hecho estos días, pero ni todas las críticas son inocentes, ni los medios públicos deben representar sólo una parte de la población. En cuanto a los privados, hay que recordar que en teoría también tienen obligaciones con la cosa pública: las teles deben cumplir con un pliego de condiciones –pero hay alguna sin informativos–, y en teoría hay leyes y normas deontológicas y consejos profesionales y colegios que deberían impedir que algunos diarios ultrasubvencionados y programas de infotainment sólo vomiten odio.
Pero el concepto de las cámaras de eco y las burbujas de filtro, que se puso de moda hace un par de años, parece que no tiene fundamento real, según estudiosos como Axel Bruns. Cada día hablamos con gente que no es de nuestra cuerda política –de hecho, hablamos con muchísima gente que no es de ninguna cuerda política, y eso no le prestamos suficiente atención–. Comemos, trabajamos, hacemos deporte, negocios o sexo, vida en suma, con personas que miran otras cadenas y leen otros diarios. Si los medios ya no tienen el monopolio de la información, ¿no es de una pereza intelectual aterradora ser más crítico con todos ellos –“la prensa”, así, en general, no existe, somos pocos y a menudo malavenidos– que con, pongamos, cualquier tuitstar procesista o demagogo de banderita en el perfil? Sí, hay medios, como políticos, que mienten. Y por desgracia también muchas personas dispuestas a creerles.
Hace unos años trabajé en una revista donde convivíamos periodistas de diversas edades, algo cada vez menos frecuente. Recuerdo que alguien preguntó a una veterana qué pasaba antes de internet, cómo se contrastaban las informaciones, cómo se corregían los errores. Se encogió de hombros y dijo, simplemente: “No se hacía”. Ahora tenemos más herramientas para informarnos, pero el ruido se ha convertido en otra forma de crear el silencio. Cada vez estamos más en la sociedad panóptica, que decía Foucault, en la que todos ejercemos de vigilantes de aquellos que vigilan, en la que estamos continuamente expuestos y desnudos ante la disciplina del grupo, mientras tenemos la sensación de ser más libres y de estar mejor informados. Sólo levantando la vista para tener una visión más general empezaremos a discernir quién informa, quién intoxica, quién describe, quién opina, y quién, como el poder, hace ruido para confundir desde la cómoda distancia.
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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