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A pesar de la irrupción del PC en los 60, descomunal en los 70, aún existía, de alguna manera, la idea del Frente Popular, la idea de retomarlo donde lo dejaron, con los que lo dejaron. Era como si, en el exterior, desde el contubernio de Munich, finalizando por Suresnes, por poner un par de jalones, hubieran pasado muchas cosas que dibujaban el futuro, mientras al interior, aislado, no le pasó nada. Salvo haber sobrevivido. No lo sabían, pero tenían, por tanto, otra idea de lo sucedido. Y de lo que pasaría tras el infierno. Tenían otra idea de lo justo e, incluso, otra idea de la fidelidad. La fidelidad de los humildes es absoluta. La humildad carece de otra garantía o palabra, salvo la fidelidad, ese reflejo en el espejo. Eran fieles, como mis padres, a una palabra que no habían dado jamás, pues en el momento de darla eran niños. En cierta manera, la suya era una fidelidad a la infancia. A una infancia, por lo demás terrible, en la que aquella palabra no dada lo era todo cada día. Era, incluso, el dar. En casa, en el trabajo, en la calle. El día de las elecciones, por tanto, mis padres votaron República. Era la Gran República de Su Infancia Truncada. Aquella por la que habían pasado hambre y brutalidad y gritos, por la que no habían podido acceder a los estudios, por la que pagaban tributo en una fábrica. Recuerdo que nos llevaron cogidos de la mano. Nunca habían votado. Por lo que todos éramos, en cierta manera, niños, esa fidelidad. Recuerdo los saludos incómodos con amigos suyos, comunistas. Habían compartido la infancia y, luego, la fidelidad. Ahora habían dejado de ser republicanos, sin comprenderlo mucho. Recuerdo las miradas con otros amigos. Miradas de niños que están en el secreto. Me sorprendió ver en adultos esa mirada nuestra, penalizada. Recuerdo el recuento. Nosotros jugábamos a fútbol. Un partidazo caótico e infinito y nocturno. Los mejores. Fue interrumpido por los adultos, pletóricos. Había ganado la república. La república. Los comunistas tampoco habían quedado mal. No tardarían en volver a la inmortalidad, a la rotundidad, a la fidelidad de la infancia. Los niños adultos y los niños volvimos a casa. La república no tardaría en venir. No tardaría. Era cuestión de horas, días. Semanas, a lo sumo.
Niños adultos, niños. Cada cuatro años. Luego, cada menos de cuatro años.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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