Imperios combatientes
El Muro no cayó: lo abrieron desde Moscú (2)
El artífice de aquel derrumbe, atribuido a todo tipo de personajes, fue Gorbachov
Rafael Poch 6/11/2019
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Si el Muro y la división alemana fueron resultado de Hitler, la caída del Muro y la reunificación fueron resultado de Gorbachov. Cuántas cosas se han dicho sobre el hundimiento del socialismo real, olvidando lo más obvio. La autoría de aquel derrumbe ha sido atribuida a todo tipo de personajes, desde aquel presidente de pocas luces que era Ronald Reagan hasta un Papa polaco, pero si se trata de personas fue Gorbachov.
Entre agosto y diciembre de 1989, en cuatro meses, cayeron o abdicaron los regímenes de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Alemania del Este, Rumanía y Bulgaria. En verano se produjo la victoria de Solidarnosc en las elecciones polacas. En Hungría el partido de Estado se disolvió y dio lugar a un sistema pluralista. En octubre comenzaba la “revolución de terciopelo” en Checoslovaquia. En noviembre caían Teodor Zhivkov en Bulgaria y el muro de Berlín. En diciembre comenzaban las violencias en Rumanía, que acaban con la caída de Ceaucescu.
Los movimientos sociales jugaron un gran papel en aquel cambio. Desde la revuelta de 1953 en Berlín Este, hasta la Polonia de 1980, pasando por el 68 checo y el 56 húngaro, la Europa del Este había conocido, durante más de treinta años, revueltas, movimientos y revoluciones, algunas armadas, otras pacíficas, mucho más poderosas que lo de 1989, sin alcanzar resultados. Todo se estrellaba contra Moscú. ¿Por qué no ocurrió eso en 1989? La respuesta estándar es la “sociedad civil”. En realidad lo determinante fue la actitud de Moscú y en concreto su “Doctrina Sinatra”.
Mientras en Occidente se afirmaba que el “mundo libre” había vencido la Guerra Fría, en Moscú se constataba un matiz importante: que Occidente vencía por retirada voluntaria del contrincante
En los cinco años anteriores a 1989, fui, seguramente, el único freelance español en ocuparse intensivamente de la sociedad civil del Este, viajando por toda la región desde Berlín Oeste con documentos de identidad de camuflaje y alojándome en casa de la oposición. Me interesaba más la gente corriente, los trabajadores, los estudiantes y los intelectuales que las “personalidades”, pero conocí a muchas de ellas, y a otras desconocidas que luego lo fueron.
Repasar las notas y recuerdos de aquella época matiza bastante la lírica sobre las “revoluciones del Este”. Cuando se produjeron, ya me encontraba en Moscú, de donde partían los impulsos determinantes del gran cambio europeo. Mis impresiones, atrapadas en la vorágine de los propios hundimientos soviéticos, fueron muy particulares, pero seguramente más realistas que las de quienes, por así decirlo, no descubrieron la existencia de Europa Oriental hasta 1989, cuando la región se convirtió en un volcán en erupción social.
La “Doctrina Sinatra”
Mientras en Occidente se afirmaba que el “mundo libre” había vencido la Guerra Fría, en Moscú se constataba un matiz importante: que Occidente vencía por retirada voluntaria del contrincante. Algo extraordinario que nadie tenía previsto, y de lo que la historia apenas ofrece precedentes: una retirada imperial pacífica y prácticamente incondicional. Eso fue la “Doctrina Sinatra”.
El término lo acuñó el portavoz de exteriores soviético Gennadi Gerásimov, un liberal al que le encantaba el whisky y que había estado destinado en Washington muchos años. En contraste con el derecho a intervenir con los tanques cuando el gallinero del Este se le revolucionaba, lo que se conocía como “Doctrina Brezhnev”, Moscú anunció con Gerásimov el derecho de cada país a gobernarse como quisiera, así de simple, y lo llamó “Doctrina Sinatra”, por la canción My Way (A mi manera) de aquel autor. A los antiguos vasallos se les decía que hicieran lo que quisieran. “A su manera”.
El mensaje dio alas a los regímenes potencialmente reformistas (Hungría y Polonia), desconcertó y tumbó a los que no querían reformas y cuyo principal apoyo era el tradicional inmovilismo moscovita (Checoslovaquia, Alemania del Este), y derribó mediante un golpe, con la complicidad de Moscú, a los que eran autónomos y dictatoriales, como Ceaucescu. La “Doctrina Sinatra” dio también alas a la sociedad civil del bloque. Sin ella el bloque del Este habría seguido languideciendo, como era el caso en los cinco años anteriores al cambio cuando yo lo conocí y recorrí de punta a punta.
Sociedades dormidas y deprimidas
“El escepticismo, la pasividad y el cinismo político se han instalado en esta sociedad”, escribía en mi primer informe sobre la sociedad civil checa de diciembre de 1984. Los disidentes solo podían salir de sus países si eran expulsados para siempre-jamás. “Cruzar la frontera es siempre posible”, me decía irónicamente Petr Uhl, 43 años, entonces el expreso político más conocido del país, recién salido de su segundo encarcelamiento de cinco años, sumados a los cuatro anteriores, “lo malo es que sería para la eternidad”.
Doscientos de los mil signatarios de la Carta 77 habían emigrado a Occidente. Uhl, que era ingeniero, se ganaba la vida revisando calderas de calefacción en empleos precarios. Aleksandr Dubckek, el secretario general comunista de la Primavera de Praga, era jardinero; otros exministros y académicos trabajaban de fontaneros o taxistas por motivos políticos.
En Praga el equipo dirigente estaba compuesto por la gente que había desmontado la “primavera” de 1968 por orden de Moscú y con Gorbachov estaban descolocados, me explicó Jiri Hajek, el exministro de Exteriores de la época de Dubcek. En su piso modernista del centro de Praga, otro interlocutor, Vaclav Havel, que ya entonces era un liberal de derechas admirador de Thatcher y Reagan, consideraba lo de Gorbachov “un cuento”. El brillante exministro Hajek, fallecido en 1993, fue el único interlocutor que expresó esperanzas concretas en la conferencia que el Partido Comunista de la URSS debía celebrar en junio de 1988, la XIX Conferencia del PCUS, el gran evento que abrió la puerta al pluralismo en Moscú y al gran cambio en el Este. Cuando Hajek me lo dijo, para eso faltaban sólo seis meses, pero su opinión era minoritaria.
“No creo que Gorbachov nos arregle las cosas”, me dijo en diciembre de 1988 Ana Marvánova, experiodista y metida a limpiadora de letrinas por haber firmado la Carta 77, en una entrevista en la que tuvo todo el rato el televisor a todo volumen por si había micrófonos en su propia casa. “Todo eso de Moscú es un show, un Gorbashow”, dijo su compañero el cartista Jiri Gruntorad.
Lejanas expectativas (en el mejor de los casos)
En Berlín Este, donde los dirigentes estaban aún más contrariados con Gorbachov que sus colegas checos, el escritor Stephan Heym me decía en, julio de 1986, que pese a que la mayoría de la población era “crítica” hacia el régimen, no creía “que en los próximos tiempos estallen conflictos en la RDA, sino que espero más bien que con el desarrollo de la técnica y los imperativos exigidos por una sociedad moderna, se produzcan también cambios en el espectro social del país”. Su perspectiva era la siguiente: “Si se iniciara una fase de distensión entre las dos superpotencias, habría también más distensión entre los dos Estados alemanes. Si el asedio se levantara, eso daría más libertades aquí, y se podría cancelar la mentalidad de país asediado que tiene la RDA”.
Tres años antes de 1989 ni se soñaba con la reunificación alemana. En Berlín Este era uno de los temas sobre los que daba apuro preguntar, porque te tomaban por excéntrico. La escritora Christa Wolf, autora de un célebre libro llamado Der Geteilte Himmel (El cielo dividido, 1963) me dijo en 1986: “La reunificación es absolutamente irreal, porque ninguno de los vecinos de ambos Estados alemanes la desea, ni ningún poderoso quiere que vuelva a haber una gran Alemania”. Wolf tampoco la deseaba, defendía la específica tradición cultural de la RDA de Bertold Brecht y Anna Seghers, que daba “acentos diferentes” a la literatura germano oriental respecto a su hermana del Oeste. “No quiero renunciar a eso, ni que esa tradición sucumba a cambio de una gran ampliación del mercado”, decía.
Tres años antes de 1989 ni se soñaba con la reunificación alemana. En Berlín Este era uno de los temas sobre los que daba apuro preguntar, porque te tomaban por excéntrico
En la reformista y abierta Hungría de 1983 a 1986, mis interlocutores, escritores, estudiantes, activistas, expresaban un enorme bostezo. En la filosofía nacional no había rastro de György Luckács, el gran autor de Historia y conciencia de clase del que se acaba de celebrar el centenario. Sus discípulos György Markus, Mihaly Vadjda, Agnes Heller y otros, habían emigrado a Occidente en los setenta. Heller calificaba a Gorbachov de “maquiavélico” y no esperaba nada de él. Recuerdo haber interrogado a un filósofo local sobre la vigencia de Luckács. No mostró el menor interés, y me hizo un apasionado elogio de la obra de… Ortega y Gasset.
Janos Kis, uno de los animadores de la revista clandestina/tolerada Beszélő (Locutorio), que luego sería líder de los liberales húngaros, no veía grandes posibilidades de evolución en el régimen y se confesaba “pesimista” en lo que Gorbachov podía aportar a la situación de estancamiento del Este, igual que su compañero Miklós Haraszti, entonces un melenudo inconformista. El más optimista de todos resultó ser el escritor György Konrad, que hablaba de una “finlandización de Europa del Este”. “Si se restableciera la soberanía en Europa Central y se retirasen las tropas extranjeras, se produciría una democratización en el interior de los países con relaciones de buena vecindad hacia la URSS”, decía.
La afirmación más esperanzadora la encontré en Viena, donde Zdenek Mlynar me dijo, en octubre de 1985, que la llegada de Gorbachov al poder en Moscú podía dar lugar a “un desarrollo dinámico de la situación” en el Este, que abriera “nuevas posibilidades”. Mlynar había sido uno de los dirigentes de la “Primavera de Praga” en 1968 y antes había sido compañero de estudios de Gorbachov en la Facultad de Derecho del Moscú de los cincuenta. Fallecido en 1997, Mlynar, era un animal político. Su diagnóstico fue el más certero, pero llevaba diez años viviendo en el exilio vienés. Era un observador agudo, pero exterior.
En junio y julio de 1986 recorrí Rumanía en un viaje de mil kilómetros en bicicleta que concluyó con una insólita radiografía de aquel país, pobre, triste, desgraciado, pero bellísimo en su naturaleza, que luego se publicó con seudónimo en Letra Internacional y por entregas en La Vanguardia. Aquel periplo acabó un mes después con mi detención, a cargo de la célebre Securitate –que me llevó amablemente en coche de vuelta a la frontera húngara– y con la interpelación de casi todos mis interlocutores, afortunadamente, después de que hubiera enviado el cuaderno con las notas de viaje a Berlín, a través de la embajada alemana en Bucarest. Era el año de Chernobyl, la gente estaba bastante asustada por las consecuencias del accidente. El pronóstico más interesante que recibí fue el de un intelectual que me hablaba en susurros en su propia casa, iluminada por una bombilla de cuarenta vatios, y que se refería temerosamente a Ceaucescu como “Él”. “La libertad llegará cuando el imperio soviético se derrumbe”, dijo. Dos años después, aquel imperio se autodesmontaba y, un año y medio después, los rumanos se liaban a tiros en la calle.
“No esperamos que Moscú nos entregue a Occidente”
¿Y Polonia? Seguía siendo aquella inconfundible gran nación inquieta, la Italia del Este, simpática, clerical y conservadora, pero el tópico romanticismo suicida polaco se había replegado. Liberada desde 1983 del Estado de sitio impuesto por el general Jaruzelski y con apenas una veintena de presos políticos, nada se movía allá. Un realismo frío y paralizador parecía haberse apoderado de sus gentes, refugiadas en la solución de los problemas prácticos de la vida cotidiana. Jóvenes estudiantes veinteañeros me decían que Solidarnosc había tenido razón, pero que su proyecto era “geopolíticamente inviable”.
El gran movimiento de Solidarnosc pertenecía al pasado. Jacek Kuron, seguramente una de las mentes más preclaras de la disidencia del Este, luego ministro, fallecido en 2004, me explicaba así el estancamiento polaco en su casa de Varsovia, donde estaba recluido con una violenta bronquitis que no le impedía seguir fumando: “Tenemos un poder que no reconoce a la sociedad porque no reconoce su voluntad, su organización y su pluralismo interno. Por otro lado tenemos una sociedad que no reconoce el poder, pero ni el gobierno puede procurarse otra sociedad, ni la sociedad puede elegir otro gobierno”.
“La solución a nuestros problemas está fuera de nuestras fronteras”, era la conclusión que mencionaban varios de mis interlocutores, en Varsovia, Gdansk y Cracovia, aquel invierno de 1986, entre ellos el simpático y brillante Adam Michnik y el campechano Lech Walesa. La clave era la URSS, pero nadie se hacía ilusiones. Al hablar de las perspectivas que podía abrir Gorbachov, Michnik me dijo que sus reformas eran “una estrategia preventiva contra la crisis del estancamiento”. Kuron, que admitía ciertos cambios, concluyó diciendo “pero, naturalmente, no esperamos lo imposible, como por ejemplo que la URSS nos entregue a Occidente”. Pero eso fue precisamente lo que pasó.
Nadie contaba con la “Doctrina Sinatra”. Fue Moscú quien despertó a las sociedades para el histórico cambio del 89 en el Este de Europa. Han pasado treinta años, una generación, pero este simple y claro hecho histórico ya parece borroso. En 1989, el Muro no cayó: lo abrieron desde Moscú.
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Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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