No, las noticias de la muerte de Pablo López Orosa no son exageradas. Llegaron de noche, temprano en la mañana, como si nos hubieran sacado de la casa para siempre. Ese rapaz –porque era un rapaz– que aparecía por Luzes, siempre sonriendo, de regreso de cualquier sitio donde la vida es un milagro diario, de Asia, América Central o África, antes de recoger su mochila y partir nuevamente, no volverá a hacernos, ni a nosotros ni a vosotros, el regalo de contar la vida descosida de las mujeres que trabajan en las fábricas textiles del sudeste asiático, el genocidio rohingya, o los matrimonios infantiles de Kenia, pero tampoco la vida periurbana de A Coruña o la revolución feminista de Présaras. Aparecía tanto que lo normal era que entrase en el Comité de Redacción, fue la mejor decisión que hemos tomado. El excelente periodista que entrevistó a los monjes rebeldes birmanos exiliados, o al escritor Mia Couto en su Maputo natal, propuso temas, contactos, se ofreció como voluntario para transcribir entrevistas de otros o cubrir huecos. Tendremos que repasar las notas de la reunión del comité de redacción del pasado 8 de noviembre para ver si se había quedado encargado de algo.

Pablo era la persona que mejor representaba lo que Luzes quiere ser. Un periodista generoso, comprometido y lleno de alegría. Así se definía a sí mismo: “Criado en una aldea que ya no existe, descubrió que era un niño que en la vida no tendría que elegir un bando, pero que si tenía que hacerlo, mejor se iría con Foucellas, el guerrillero invencible. Hoy, como periodista, viaja por el mundo en busca de historias de otros guerrilleros, forajidos y miserables a los que dar voz. Al final, ‘el periodismo se trata de contar algo que alguien en algún momento y lugar no quiere que se sepa. Lo demás es propaganda’”.

Ahora se quedará para siempre en Oza dos Ríos, el lugar al que dedicó su último reportaje, Intento de entender una aldea en Galicia. Hoy se apagó la luz.

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Este obituario se publicó en Luzes.