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La familia entrampada

El coste de una universidad pública americana se ha triplicado desde 1987, y gran parte de ese aumento tuvo lugar después del 2000. La industria para la financiación de los estudios se aprovecha del amor a los hijos

Robin Kaiser-Schatzlein (The Baffler) 20/11/2019

<p>Universidad de Virginia, Estados Unidos. </p>

Universidad de Virginia, Estados Unidos. 

Mark Lagola

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A principios de la década de 2000, Patricia Walsh se encontró en un aprieto cuando ella y su marido tuvieron dos hijos. Walsh trabajaba como profesora en Florida y sabía que, con su exiguo salario, nunca sería capaz de pagar directamente la universidad de sus hijos. Sus hijos no tendrían la misma oportunidad que tuvo ella de ir a una universidad asequible cuando pagó una matrícula interestatal para ir a Rutgers décadas atrás. Por ese motivo, Walsh se sintió comprensiblemente atraída por un programa que ofrecía el estado de Florida: la posibilidad de que los padres prepagaran la matrícula de universidades estatales a precios actuales para sus hijos todavía jóvenes. Era una extensión de los populares programas de ahorro 529 con ventajas fiscales, que permitían a los padres depositar dinero en vehículos de inversión para pagar la futura matrícula de sus hijos.

Como la educación universitaria ha terminado entendiéndose como un imperativo económico para tener éxito, se les anima a considerar que sus hijos están destinados a estudiar desde una edad muy temprana

Hoy en día los padres se enfrentan a una especie de obligación moral de creer en la brillantez del futuro de sus hijos. Como la educación universitaria ha terminado entendiéndose como un imperativo económico para tener éxito, se les anima a considerar que sus hijos están destinados a estudiar en la universidad desde una edad muy temprana, mucho antes de que ofrezcan cualquier prueba que lo demuestre o lo desmienta. Como explica Caitlin Zaloom en su importante nuevo libro, Endeudado: cómo las familias consiguen ir a la universidad cueste lo que cueste [Indebted: How Families Make College Work at Any Cost]: “Los programas de inversión universitaria como el 529 y la matrícula prepagada se basan en parte en la idea de que los padres deben creer; deben considerar que el potencial de sus hijos es sagrado”. Y si los padres tienen que creer en sus hijos, entonces se deduce que tienen que pagar.

Pero imagina tener que explicarle los diferentes planes 529 y otros métodos bizantinos de ahorrar dinero para pagar la universidad a un ciudadano estadounidense de la década de 1950. Tendría un montón de preguntas: ¿por qué es necesario comenzar a ahorrar cuando tu hijo todavía es un bebé? ¿En serio es tan caro? ¿No sería más fácil que pasaran de la universidad y encontraran un trabajo bien pagado a través del sindicato? ¿Por qué carajo incentiva el gobierno que destines dinero a la bolsa? ¿Acaso no supone eso desviar un dinero que puede resultarle útil a la familia hacia un sector de los servicios financieros mayormente inútil? ¿Y por qué los padres son responsables de pagar la educación de sus hijos, no se encarga de eso el gobierno? Calla, no derogaste la ley Glass-Steagall, ¿no?

Para Walsh, unas matrículas por las nubes no dejan mucho tiempo libre para hacerse esas preguntas. El coste medio de acudir a una universidad pública durante 4 años se ha más que triplicado desde 1987, y una gran parte de ese aumento tuvo lugar después del año 2000. Esto dio pie a que proliferara un enorme y omnipotente complejo industrial para la financiación de los estudios, que rebosa de productos financieros que surgieron como ratas de un montón de basura para ayudar a que las familias pagaran por la educación de sus hijos. Además de los 529, existen créditos directos PLUS, privados y federales, para padres. La Solicitud Gratuita de Ayuda Federal para Estudiantes (FAFSA, por sus siglas en inglés), que se cuela en la vida privada de las familias y emite juicios abstractos sobre su salud financiera, se ha convertido en una obligación rutinaria para todos los estudiantes que quieren cursar estudios universitarios, pero que no son ricos. FAFSA utiliza algo llamado la contribución familiar esperada (un cálculo que se explica en un documento de 36 páginas) para dictar cuánto exactamente deberían gastarse en la educación de sus hijos. El libro Endeudado revela cómo FAFSA privilegia a las familias nucleares en un primer matrimonio que tengan sueldos estables, algo que cada vez es más raro ver en Estados Unidos.

Todo esto podría describirse como la financierización de la familia. Zaloom sostiene que todo esto comenzó durante la posguerra, cuando el gobierno federal de EE.UU., que tenía la esperanza de ganar la Guerra Fría estimulando la propiedad privada, dio prioridad a conceder hipotecas a los potenciales compradores de viviendas de la nueva clase media, lo que resultó ser genial para el consumo y mejor incluso para los bancos. Luego, cuando los sueldos comenzaron a estancarse a comienzos de la década de 1970, el plan 401(k) introdujo un nuevo elemento de mentalidad financiera en la familia: las jubilaciones ya no se gestionarían mediante fondos de pensiones, sino que serían los individuos quienes lo harían, puesto que ahora tendrían que decidir no solo cuánto dinero querían ahorrar para la jubilación, sino cuándo. ¿Comprar una casa en un barrio mejor con mejores escuelas, o llevar a sus hijos de vacaciones, o ahorrar prudentemente para la jubilación? Los imperativos de las finanzas, es decir, invertir hoy producirá recompensas exponenciales mañana, cambiaron fundamentalmente la manera en que las familias tomaban sus decisiones. 

La ley de enseñanza superior que promulgó Lyndon Johnson en 1965 instauró la beca Pell para los estudiantes con menores ingresos y aumentó la financiación de las universidades

El mismo efecto se produjo con el deterioro del apoyo federal a la educación superior. La ley de enseñanza superior que promulgó Lyndon Johnson en 1965 instauró la beca Pell para los estudiantes con menores ingresos y aumentó la financiación de las universidades, incluidas las escuelas que históricamente educaban a estudiantes negros. Pero apenas 16 años después, el gobierno dejó claro que ya no invertiría en la educación universitaria con el régimen de austeridad que impuso Ronald Reagan; se aplicaron recortes más severos a la ayuda estudiantil que a cualquier otro programa federal. Zaloom cita al director general de presupuestos de Reagan, David Stockman, con una frase que pronunció en 1981: “No comparto la idea de que el gobierno federal esté obligado a financiar becas generosas a cualquiera que quiera ir a la universidad. Si la gente quiere ir tanto a la universidad, entonces tendrán la oportunidad y la responsabilidad de financiárselo ellos mismos”. Esta fue la nueva y audaz época neoliberal, en la que los individuos serían económicamente responsables de desarrollar su propio capital humano, antes incluso de alcanzar la madurez. Poco importaban todos los beneficios que el país había cosechado de una clase móvil y próspera de graduados universitarios durante las anteriores décadas. Los ahorros personales en relación con el ingreso para esa generación alcanzaron, en 1975, un elevadísimo 17,3 %. En 2005, esa cifra tocó fondo en un pésimo 2,7 %; hoy día, se encuentra un poco por encima del 8 %. Una generación había ascendido a una posición mejor y estaba tirando de la escalera hacia arriba cuando llegó a lo más alto. Una nueva generación, con más deudas y menos ahorros, había nacido. 

“Durante la década de 1990”, explica Zaloom, “los bancos y el gobierno federal se pusieron de acuerdo en que la deuda era la manera en que los estudiantes deberían financiar la educación universitaria”. A medida que aumentaba el coste de la universidad, como los alquileres y los precios de la insulina, muchos de nosotros creíamos imaginar el motivo (la codicia), aunque no existiera una explicación satisfactoria y única a este fenómeno, lo que hizo que fuera más difícil combatirlo. Mientras tanto, los bancos se enriquecieron cada vez más y, como los culturistas, se hincharon hasta alcanzar un tamaño inquietantemente grande. Los créditos estudiantiles participaron en esos negocios rápidos que, como las hipotecas, se troceaban y agrupaban en bonos con los que se comerciaba en todo el mundo. En 2005, el Gobierno de EE.UU. también hizo que fuera casi imposible cancelar la deuda de los créditos estudiantiles públicos o privados por bancarrota, lo que multiplicó las ganancias de las empresas financieras, que se liberaron de la responsabilidad de tener en cuenta la capacidad del solicitante para devolver el crédito. Cuando finalmente la crisis financiera de 2008 corrió el telón que ocultaba la temeridad de los grandes bancos, el gobierno federal se hizo cargo de una parte considerable de los préstamos estudiantiles. Pero como todos sabemos, nada cambió en realidad: el enorme fondo de la deuda relacionada con la universidad sigue estando gestionado por un sector financiero básicamente inalterado.

Para Patricia Walsh, la financierización de la familia significó aprovecharse de un extraño programa que básicamente era una opción de compra sobre el futuro de sus hijos. En el caso de su hija Maya, mereció la pena en el sentido tradicional. Maya fue una buena estudiante que ganó premios, consiguió un trabajo durante la universidad y se graduó con una deuda relativamente baja. En cambio, el hijo de Walsh fue una historia completamente diferente. Fue a la universidad, pero después de varios años de bajo rendimiento, finalmente dejó de apuntarse a las clases. Al meditar sobre la carrera académica de su hijo, Walsh admite que era evidente incluso en el instituto que los estudios no le interesaban. 

En 2005, el Gobierno de EE.UU. hizo que fuera casi imposible cancelar la deuda de los créditos estudiantiles públicos o privados por bancarrota, lo que multiplicó las ganancias de las empresas financieras

Walsh tuvo otro revés adicional cuando su hijo era todavía un adolescente, y su marido abandonó a la familia y les dejó con una deuda de 400.000 dólares. Ella tuvo que vaciar su fondo de pensiones para pagarla, lo que evidencia otro aspecto de la financiación estudiantil que a menudo pasa desapercibido: ahorrar para el futuro no crea estabilidad, sino que depende de ella. De las familias que esperan pagar la universidad (o que ya están pagándola), menos de un 10 % utiliza los planes 529 u otras cuentas de ahorros universitarias, y la gente que se beneficia de estos programas con ventajas fiscales posee 25 veces los activos medios de aquellos que no los usan, de 2012 en adelante. Pero los padres que no utilizan los planes 529 (a menudo porque no se lo pueden permitir) reciben no obstante el mismo mensaje: tienes que ahorrar para pagar la educación futura de tu hijo de una manera u otra. Su sustento depende de ello.

El gobierno de Obama, como sospechaba que algo no olía bien en estos planes, intentó abolir los 529, pero Nancy Pelosi y John Boehner, esos paladines bipartidistas y aguerridos defensores del privilegio de las clases altas, aparecieron para suspender la ejecución. Trump, mientras tanto, ha ampliado los 529 y ha hecho que sus fondos puedan ser utilizados en instituciones privadas. Los activos que se invierten en estos programas rondan los 250.000 millones de dólares, generan unas formidables sumas para la industria de los servicios financieros y sustrajeron más de 2.000 millones de dólares de potenciales ingresos tributarios, solo en 2014.

La idea de que lo prudencial es ahorrar para la educación de tus hijos suena razonable desde una perspectiva abstracta, pero ese énfasis en la responsabilidad personal encubre un proyecto político regresivo, que extrae riqueza de las familias más vulnerables y privilegia a aquellos que menos tienen que perder. Como escribe Zaloom: “El mandato moral de tener que planificar ofrece ventajas a los que tienen estabilidad (sobre todo los que poseen riqueza) y se las niega a los que no la tienen”. De esta manera, los planes redistribuyen no solo riqueza, sino integridad moral, hacia arriba. La configuración de la industria para la financiación de los estudios implica no solo que las familias pueden y deben cargar con el coste de la universidad, sino también que cuanto más se ajusten al molde de familia ideal que establece la industria (que sospechosamente se parece a una familia blanca y rica), mejor estarán. El crecimiento del complejo industrial para la financiación de los estudios es el complemento perfecto para una tecnocracia social y excluyentemente conservadora. 

En una serie de útiles comparaciones, Zaloom demuestra que esta lógica de financiar la universidad solo se aplica en los Estados Unidos. El gobierno sueco reconoce explícitamente que la matrícula de un estudiante está única y exclusivamente a su cargo, no al de la familia. Y como es ridículo esperar que alguien que se encuentra al final de su adolescencia tenga los fondos necesarios para pagar sus estudios, el gobierno garantiza que la universidad será asequible y controla de cerca las deudas en las que incurren los estudiantes, sobre todo como consecuencia de sus gastos de manutención. Aunque los estudiantes suecos todavía se gradúan con una deuda media de 21.000 dólares, según un reportaje del New York Times, las condiciones de sus préstamos son generosamente largas, los intereses muy bajos y los graduados pagan mucho menos que los estadounidenses cuando están empezando sus carreras profesionales. En Alemania, la universidad es gratis para la mayoría y solo un 20 % más o menos de los estudiantes se gradúa con deudas, según afirma Zaloom. Y aunque el gobierno alemán sí espera que las familias colaboren con los gastos universitarios, la deuda estudiantil está vinculada a los ingresos, no tiene intereses y se perdona después de 20 años. Dicho de otro modo, en otros lugares la universidad no se considera una oportunidad para explotar los vínculos familiares en beneficio de la gigantesca industria de los servicios financieros que concede y gestiona los créditos.

Zaloom cita a la teórica política Nancy Fraser, que ha explicado cómo el sistema económico estadounidense “se aprovecha” del trabajo y el tiempo que invierte una familia en favor de sus hijos y “les concede cero valor monetario”. Este es un análisis convincente, aunque en este caso no sea totalmente acertado: la industria de los créditos estudiantiles reconoce ese valor y lo convierte en coste. Esa es la esencia de la familia financierizada, cuyo amor se explota por dinero.

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Robin Kaiser-Schatzlein 
es un periodista que escribe sobre asuntos económicos. Puedes seguirlo en Twitter @robinsreport.

Traducción de Álvaro San José.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.

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Autor >

Robin Kaiser-Schatzlein (The Baffler)

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