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El pueblo solo tenía una montaña. Diminuta. Mi abuelo nos llevaba con frecuencia. Éramos pequeños y aún no íbamos al colegio. Los recuerdos son, por tanto, nebulosos. Recuerdo, así, que jugábamos por horas en un camión abandonado y oxidado –lo habíamos visto toda la vida, es decir, muy poco, nada– y que siempre acabábamos recogiendo ginesta –esto es, retama; o planta genet; éramos, por tanto, como el rey Plantagenet; éramos, por tanto, reyes– para mamá. Mamá, luego, simulaba que aquellos ramos eran un bien preciado. Ahora sé que lo eran. Mi abuelo, divertido, luminoso, no paraba de tomarnos el pelo y hacernos reír. Una vez nos explicó su periplo sangrante en varios campos de concentración, y solo pudimos reír por horas. De los malos y de las aventuras –falsas, inventadas– protagonizadas por él y sus amigos. Los adultos tienen el deber de mentir. Mentir protege y aguza la inteligencia. La inteligencia se forma al sospechar que, detrás de la cortina de la risa, hay oscuridad y dolor. Un día, por ejemplo, en el que me mostró la primera puesta de sol de mi vida, me explicó que el sol, cada noche, se sumergía en el mar. El mundo que dibujaba aquel hombre era hermoso e hipnótico. Pero estas líneas las he empezado para explicar un solo recuerdo y uno solo de aquellos paseos, que finalizó como siempre, con nosotros frente a lo que quedaba del sol, sentados en la ladera de aquella pequeña montaña, con nuestra retama en las manos. Vimos desde allí algo fascinante que tampoco habíamos visto nunca antes. No era el sol sumergiéndose en el mar lejano de otro país, sino algo incluso más vasto e incomprensible. Se trataba de mi pueblo, de nosotros. Cuatro casas dispersas y, de pronto me percaté, cientos y cientos de grúas y de edificios de pisos en construcción. Mi abuelo nos explicó que estaban construyendo miles de casas para nuestros amigos, que aún no conocíamos. Ahora estarían en un pueblo, en el sur, ajenos a nosotros, viendo cómo el sol se sumergía en otro mar. No lo sabían aún, pero acudirían a la cita, puntuales. En efecto, mi pueblo, unos 4.000 habitantes, en pocos meses alcanzaría los 50.000. Y, en efecto, en unos meses fuimos al colegio. Y allí se produjo la cita, ansiada y exacta, con los amigos. Eran cientos. Vimos lo solos que habíamos estado sin nosotros, y nos tuvimos una sed inmediata. Hicimos cabañas y agujeros. Jugamos partidos de fútbol fantásticos y caóticos, de 60 contra 60. Y, tras cada gol, nos abrazamos. Cantamos. Bailamos. Tocamos timbres y salimos huyendo. Fumamos, besamos, hicimos el amor, robamos fruta. No teníamos hospitales, ni colegios, ni aceras. Hubiera podido ser brutal. Pero nos reímos de los malos y protagonizamos aventuras. Crecimos, y nos explicamos mentiras asombrosas. Y, luego, a nuestros hijos. Nos protegimos tanto que renovamos la alianza con la mentira. Supimos, en fin, proteger. Fieramente, pues tuvimos grandes maestros. Cuando nos vemos, en nuestros ojos, que se miran embebidos, veo la mirada de Ulises, o de mi abuelo. Cierta, real, astuta. La del amigo que sabe y calla y protege y, en sus mentiras, jamás miente.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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